lunes, 17 de diciembre de 2012

LA CABRA NEGRA


No es que a Braulio le guste especialmente ir al molino; y, menos aún, al de Las Chorreras. La poca agua que baja de la garganta en otoño convierte la molienda en una tarea sin fin. Todo el santo día para moler cuatro granos de trigo. Eso sí, los molineros son gente agradable, siempre dispuestos a compartir un trozo de tasajo y un trago de vino, si se tercia.

 El camino hasta la ermita transcurre por la carretera que sube a Navasequilla y desde allí, desviándose a la derecha en la misma ermita, se convierte en una vereda angosta, llena de piedras y calabones que dificultan el paso de cualquier caballería. Desde el prado de Paná hay que andar con ojo, porque un resbalón o un mal paso del animal pueden terminar con el costal en el arroyo. Y entonces, adiós burro y adiós grano. Por eso hay gente que agarra el burro del rabero y no lo suelta hasta pasar la garganta. Sin embargo, Braulio piensa que es mejor dejar que el animal se las apañe solo, sin arrearle, dejándole libertad para que busque el paso más conveniente.

La vista es impresionante: abajo, Zapardiel, con su torre irguiéndose soberana sobre las casas arracimadas en torno a la plaza, en uno de cuyos frentes negrean las verjas de una casa blanca, grande, que llaman de los Caselles; más allá, las eras, aún amarillentas y, detrás, el robledal y los cerros pelados que marcan el camino hacia Ortigosa. A la derecha, el río medio seco y a lo lejos, los picachos azulados de Gredos, Risco Redondo en primer término. Al fondo, los pinares y la carretera que dicen de Madrid.

El último trecho del camino se hace a través de una calzada de piedra hecha por las manos sabias de los hombres de antes, entre curvas y recodos,  con el molino acercándose y alejándose como si tuviera vida, siempre por debajo de los canchales de La Somaílla, entre subidas y descensos hasta alcanzar la morera que adorna la entrada del edificio.

El molino está abierto. Braulio da una voz, descarga y traba un extremo de la soga a una mano del burro y el otro a un rebollete, dejando el trozo de cuerda suficiente para que animal pueda comer sin que se enrede a se aleje demasiado. El molinero, que es algo teniente, saluda desde dentro cuando ve acercarse al hombre. Sobre la frente lleva unas gafas oscuras sujetas a la parte posterior de la cabeza con una goma, que le dan un aspecto extraño. Anda muy afanoso picando la piedra e indica al hombre que tendrá que esperar un rato hasta que acabe y pueda colocar en su sitio la inmensa mole redonda que pende de una grúa de madera como si fuera de juguete. Entonces se ocupará de su grano. Braulio sabe que estas cosas pasan y, aún puede ser peor, porque, a veces, el molino está cerrado y no hay más remedio que acercarse al pueblo, a casa de la madre, a ver qué pasa y si alguien puede venir a abrir. Resignado, sale al exterior y se sienta en una piedra dispuesto a liar un cigarro. No ha terminado el hombre de pasar la lengua por el papel cuando llegan hasta él las cabras de Navasequilla que ramonean en apacible careo entre los tomillos y las hierbas frescas de la regadera. Todas juntas, menos una, negra como la pez, que pasta a unos metros del rebaño, sola, como si estuviera enfadada con las otras. Extrañado, el hombre pregunta al cabrero, viejo y arrugado como él por los años y los aires de la sierra, cuál es la causa de la separación. “Esa es que es nueva, la compraron antier en Navalperal y hoy es el segundo día que viene a la cabrá. No sé, yo creo que anda algo triste, así que habrá que enseñarla para que haga buena junta con las otras”.

Braulio, que como es de rigor ha invitado a tabaco al vecino, acude a la voz del molinero, escupe la colilla, la pisa y se despide pensando en la cabra solitaria. Estas historias le dan siempre qué pensar. A veces, los animales tienen las mismas reacciones que las personas. O parecidas.
RHM
Diciembre2012

jueves, 22 de noviembre de 2012

domingo, 21 de octubre de 2012

EL AJUSTE DE TIO LUIS

Se habían casado aquel agosto y el marido estaba sin amo. No es que anduviera preocupado, porque la juventud puede con todo, pero algo habría que encontrar; porque no era el caso de quedarse en el pueblo con una vaca y un burro, mano sobre mano la mayor parte del invierno, viendo pasar los días. Así que cuando Catalino le dijo que en casa de la tía Ave, en Coria, había un sitio para él, no se lo pensó dos veces. Eso sí, “no sé si podrás llevar la mujer, porque no quieren mujeres con los pastores, que dicen que las mujeres en las desas hacen mu mal agua”. Aún así, no se lo pensó y fue a verlos y se ajustó y con ellos estuvo dos años, el segundo ya con la mujer, porque cuando le conocieron, no se atrevieron a decirle que no la trajera. 
En invierno bajaban a Cáceres, a una finca que se llamaba Martín Gómez, en la línea férrea que va hacia Mérida. El hombre guardaba el ganado y la mujer criaba a la niña que ya tenía casi un año y hacía las faenas de la casa, del chozo, más bien, que se limpiaba en un pispás y que tampoco requería de mucho brillo. La mujer hacía punto, lavaba y cosía sentada en una toza de encina, aprovechando el calorcillo tibio del sol del invierno extremeño. Hacia el mediodía, salía al careo, en busca del marido, con la niña en los brazos y la comida en una cesta: un pucherillo con algo de cuchara y unos torreznos o una tortilla, que para eso tenían tres gallinas. Y el consabido pan. 
En el ajuste, además de la excusa, el amo se había comprometido de palabra a entregar al hombre una botella de aceite cada quincena y veinte kilos de harina al mes. Cuando necesitaba pan, la mujer se lo decía al amo y éste le traía media saca de harina sin cerner que colaba en un cedazo casero, que ella misma se había hecho, para separar el cozuelo y el salvado y dejar sólo la harina blanca y fina que luego transformaba en pan. El horno estaba en El Hocino, una finca colindante a la que la mujer se desplazaba en una burra, la harina en la albarda y la niña en brazos, siempre temiendo que el animal se espantara y tuvieran una desgracia. El regreso era igual, pero ya con el pan, aún caliente, en un costal. 
Un día que el marido había echado el ganado hacía el cordel, se encontró con tio Luis, también del pueblo, que venía de camino buscando amo y el pastor le dijo que no se fuera muy lejos, que a ellos podría hacerles apaño, si se entendía con el amo. Y se entendieron, aunque al amo no le gustó mucho que el hombre tuviera ya al pie de sesenta años, y tio Luis se ajustó de temporero. A él no le daban harina, sólo el aceite y unos turrucos de pan ya amasado, negro, y duro como una piedra, tan poco apetecible, que el hombre lo comía sólo cuando no tenía otra cosa. La verdad es que el amo no trató muy bien a tío Luis. Había hecho el camino desde el pueblo con cuarenta ovejas, pero sólo le dejó treinta de excusa, poniéndole en el brete de quitar las diez sobrantes o pagarlas, como hizo el viejo cuando hicieron la cuenta de los borregos. Ya veis qué importancia podrían tener diez ovejas en una finca en la que pastaban tres hatajos de varios cientos. 
Pero el tío Luis aceptó porque la cosa estaba como estaba, como ahora; que hay gente que ha vivido siempre en crisis. Y parece que estas situaciones afectan más a unos que a otros y siempre a los mismos; y tampoco era cosa de volverse al pueblo con las cuarenta ovejas delante, caminito arriba, catorce días con sus catorce noches. Y cuando llegara, ¿qué?, un fracaso. Allí todo el invierno, goloseando entre los lindones, riñendo con unos y con otros, que buena era entonces la gente de los pueblos, que sembraban hasta en las piedras y cuidaban cada cacho como si les fuera la vida en ello, y es que a lo mejor les iba. 
Así que el hombre se quedó y pasó el invierno en armonía con el matrimonio, viviendo en el chozuelo y haciendo la sonochada en el chozo grande, teclando a la niña todo lo que podía y más. Cuando llegaba la hora, tío Luis se iba a su currucho, cruzando el regato a la luz tenue de un farol de aceite tan viejo como él, se acostaba en su cama de escobas y esperaba la amanecida, que traería otro día como el anterior y el anterior… 
Y cuando masaba la mujer, nunca le faltó al tío Luis un pan blanco y mollar de hermosa corteza dorada. Por eso aquel invierno, los perros de la finca comieron pan, aunque fuera negro y estuviera duro. 
RHM 

sábado, 15 de septiembre de 2012

MAGOS


Si siempre esperábamos con impaciencia la noche de Reyes, aquel año, mucho más. Porque por fin íbamos a ver de cerca a tan importantes personajes. Atraído por tan novedoso acontecimiento, todo el pueblo se había congregado en la parte baja de la plaza, entre el pilón y las dos fuentes, dejando libre el trozo embarrado de la carretera, esperando con impaciencia la llegada de Los Magos. Hacía ya un buen rato que había anochecido y una neblina escasa se extendía por encima de las cabezas. Los niños aguantábamos como podíamos el frío, el hielo y la humedad de la noche invernal. Nuestras caras, nerviosas, reflejaban emoción, turbación y esperanza. Pero cuando vimos aparecer entre la bruma el primer caballo montado por un jinete con turbante y una amplia capa que nos pareció de seda verde, todo nuestro frío desapareció como por arte de magia.
            Los Reyes y su séquito se mezclaron con la gente, dejaron que nos acercáramos sin ningún reparo, que admiráramos su vestimenta, tan nueva para nosotros, sólo intuida por los pocos que habían leído ya algún cuento oriental. Dejaron que nos fijáramos en sus barbas marrones y grises, en sus amplias casacas brillantes y en sus pantalones bombachos que descansaban sobre unas botas puntiagudas que, eso lo supimos después, se llamaban babuchas. Uno de los tres, negro como el betún que le cubría, era para la mayoría el primer hombre de color que veíamos. Pero, cuando los más atrevidos intentaron tocar su piel para ver si era como la nuestra, él, mucho más recatado que los otros dos, no lo permitió.
            Los Reyes no trajeron regalos. Bastaba con su presencia, que venía a confirmar su existencia. Y no necesitábamos nada más. Por eso, cuando el niño oyó decir a un hombre viejo, que se tapaba la cabeza con un  andrajoso sombrero de paño, que uno de los de a caballo era el tío Pesao, de La Aliseda, el muchacho estuvo seguro de que el viejo, además de arrugas y frío, tenía un serio problema en la vista. Que no veía, vamos. Porque aquellos eran los Reyes y en la cabeza de los niños, plenamente ocupada por la necesidad de corroborar su existencia, no cabía ninguna otra cosa. Y menos aún cabía duda alguna.
Los Reyes tiraron caramelos, hicieron caracolear a los caballos sobre el suelo duro de la carretera, saludaron varias veces y se fueron hacía el pueblo vecino. De su llegada quedó, además de un recuerdo imborrable en la imaginación de los niños, una bicicleta comunitaria que custodió el cura y que los niños usamos como pudimos hasta que se rompió.
            Los Reyes no han vuelto nunca al pueblo. De su primera y única visita queda hoy el reconocido agradecimiento al cura que tuvo la idea, que fue capaz realizarla y que dejó en los niños el primer rasgo ilusionante de una noche mágica que tardaríamos muchos años en olvidar. Incluso cuando supimos que Los Reyes, más que de Oriente, vinieron del sur.
RHM
Septiembre 2012

domingo, 1 de julio de 2012

EN CASA DEL HERRERO
 Si alguien en el pueblo habla del herrero, todos los niños saben que se refiere al tío Félix, el de La Lastra. Muchos le conocen ya y los demás lo están deseando porque, además de conocer a personaje tan singular y entrañable, el hecho de ir solo a la Lastra a herrar el burro supone un paso muy importante en la escala de crecimiento de los niños. De ahí a ir al molino, a la taberna o a dormir con la pastoría no hay más que un paso. Por eso el niño siente cierta alegría oculta cada vez que el burro tropieza en los cantos y enseña un trozo de herradura rota y oxidada. Y aún más cuando oye decir al padre: “Vamos a tener que herrarle”.
En invierno los animales de carga y acarreo andan de cualquier manera, pero los trabajos de la primavera y del verano obligan a un arreglo en el calzado, porque un mal paso, propiciado por la deformación de los cascos o los trozos de herradura que el tiempo ha roto, puede acabar con cualquier caballería, o con cualquier jinete, y ya sabemos lo necesarios que son ambos en la pobre economía de los pueblos serranos.
Así que un viernes gris de finales de febrero, cuando el niño toma la leche en la cocina, el padre, muy ceremonioso, le pregunta si valdría él –el niño- para ir luego mañana, aprovechando que no habrá escuela, bueno, escuela sí hay, pero no habrá clase, piensa el niño, a herrar el burro a La Lastra, porque -eso se lo dice a la madre- llega la hora de echar las cargas y no es el caso de que el burro se caiga y se hiera – el padre dice jiera- con la falta que nos hace. El muchacho dice que sí e intenta no reflejar la alegría que siente dentro, por si acaso. Por si acaso el padre piensa que se ha conchabado con alguien y decide dejarlo para otro sábado. Porque los padres son así.
Pero no lo deja y el niño, que ha dormido poco intentando acelerar el paso del tiempo, sale bien de mañana, por el camino Llano, montado a parranquete sobre un borrico blanco ceniza, enorme y poderoso como un caballo. El camino discurre paralelo a la carretera hasta Los Collados, aunque algo más alto, y, desde allí, se convierte en una vereda estrecha y encajonada entre las pajas altas y amarillas, que tantas veces ha cortado el niño para hacer zambombas en Nochebuena. Luego, se interna en una angosta calleja que desemboca en la dehesa boyal para caer a un camino que pronto se convertirá en carretera.
Cuando el niño llega a la fragua, lleva los miembros tan entumecidos – él dice entumíos- que es incapaz de bajar del burro. En la puerta trastea un hombre algo mayor, de pelo cano y boina de paño, totalmente vestido de pana, que nada más verle, reconoce al animal y pregunta el nombre al muchacho; este le contesta con media vocecilla apenas audible por el frío y el herrero dice: “Hombre, como tu abuelo”, y le ayuda a bajar y, después de trabar al burro en la pared, conduce al niño a la cocina, donde trajina una señora totalmente vestida de negro que resulta ser el ama de la casa.
En cuanto entra el niño, la mujer deja lo que está haciendo y le conduce a la lumbre, le envuelve las manos en el mandil y, amorosamente, le obliga con un suave apretón en un codo a extender las manos, como esperando algo, –para que vayas entrando en calor y no te duelan las uñas-. Luego, acerca una banqueta y, aunque el tío Félix, el herrero más famoso de la comarca, se muestra algo impaciente y entra y sale un par de veces resoplando, la mujer hace caso omiso y sienta al muchacho enfrente del fuego y, sin más comentarios, le acerca un tazón de leche caliente que le devuelve la vida.
Cuando el chico, reconfortado, sale al corral, encuentra al herrero afanado en la fabricación de las herraduras. El patio es un pequeño rectángulo con medio techo cubierto de escobas, que ocupa toda la fachada de la casa y que acoge en la parte derecha una pila de granito mediada de agua y a su lado, la sencilla fragua en la que trabaja el hombre. Sobre una repisa de piedra se sitúa el hogar repleto de un carbón negruzco y metálico entre cuyos trozos asoma la boca negra del enorme fuelle que se eleva un poco sobre la misma repisa de piedras, separado de la lumbre por un simple murete de ladrillo con una agujero en el que encaja el tubo. En el asa superior de dicho fuelle hay firmemente atada una cuerdecilla que, después de pasar por una garrucha, termina en una cadena en la que se ha atravesado un palo. Este sencillísimo mecanismo, que pende en el vacío por encima del niño, permite accionar el aparato y airear el hogar hasta conseguir la temperatura necesaria para que el tío Félix, con mano maestra, convierta la tira de hierro enrojecido, que maneja con unas tenazas, en una linda herradura. El hombre ha calentado el hierro, lo ha curvado sobre la parte cónica del gran yunque clavado en una enorme toza de roble en medio del corral, lo ha cortado y lo ha situado sobre la parte plana para comprobar el asiento y, con una especie de buril que termina en una punta piramidal, ha hecho a ojo tres agujeros equidistantes y simétricos en cada uno de los laterales del hierro. Luego, ha estirado el brazo con la herradura en la punta de las largas tenazas, la ha mirado con ojo crítico y la ha lanzado a la pila sin ningún miramiento, para que se enfríe. Después, ha repetido el proceso con las otras tres. El muchacho, atento a las instrucciones del herrero, ha tirado del fuelle con la fuerza de sus pocos años y ha asistido fascinado al proceso de fabricación, entre los resoplidos del hombre que trabaja en silencio, con media lengua fuera y movimientos mecánicos y medidos.
Luego salen a la placita breve que se extiende delante de la casa; el muchacho quita el aparejo al burro y el herrero, situándose de espaldas a la cabeza del animal, le golpea suavemente con la mano abierta en la pata delantera por debajo de la rodilla y tira hacia arriba; el burro levanta la extremidad sin protestar, como si entendiera el lenguaje no verbal del hombre. El herrero ordena al niño que sujete fuertemente el casco con las dos manos mientras él arranca con unas tenazas enormes los trozos de herradura; luego, sin ayuda, con una herramienta que se llama pujavante y que al niño le parece un cogedor afilado, va cortando la pezuña hasta convertir la planta del casco, sucia y deforme, en una superficie lisa y pulida sobre la que sitúa la herradura. Después va colocando un clavo de cabeza geométrica sobre cada uno de los agujeros, los golpea alternativamente hasta que aparecen por el lateral del casco y los corta con las tenazas doblando cuidadosamente los extremos y remachándolos para que no se salgan. El herrero termina una pata y empieza con otra hasta completar las cuatro. Trabaja con la ayuda del niño, en cuya cabeza bulle la idea de que falta algo. Y de pronto se acuerda; lo que espera impaciente es ese martillazo en los costillares que, según ha oído contar, atiza el herrero a los animales díscolos antes de terminar, seguido del comentario: “Este bicho no puede ser inteligente”. Pero el burro del niño sí que debe de serlo porque aguanta todo el proceso sin un mal gesto, como si estuviera asistiendo a un espectáculo ajeno que nada tuviera que ver con él.
Terminada la operación, el herrero cobra e invita al muchacho a la taberna, que se encuentra al lado de la fragua, y, sin preguntarle qué quiere tomar, pide dos medios que resultan ser dos considerables vasos de un vino oscuro y fuerte. El niño, que está bien educado, recuerda entonces las palabras de su padre: “A la taberna no hay que ir, pero si no tenemos más remedio, no hay que echarse para atrás; si te invitan, tú, invita”. Y, sin pensárselo dos veces, pide al tabernero: “Nos ponga otra”, e intenta acodarse en un mostrador al que apenas llega. Luego, sale, apareja al burro, se despide educadamente y monta, enfilando el camino de Horcajo. En el estómago nota cierto cosquilleo, que no traía al venir, como si el grueso jersey de lana emitiera chiribitas y en la cabeza, una sensación placentera cercana a la euforia que no acierta a descifrar. Eso sí, ahora no siente ningún frío.
RHM. Junio 2012
Nota: Este breve relato se debe a la generosidad de Damián García, a quien agradezco que me lo contara en uno de esos ratos, menos frecuentes de lo quisiéramos, que dedicamos a recordar la niñez. Gracias, Damián.

viernes, 11 de mayo de 2012

DE FERIA EN FERIA


Desde que la madre se dejó decir que iba a ir con ella a la feria, en los ojos del niño brilla una luz nueva. Cuenta los días y las horas como si en su cabecita se hubiera instalado un cronómetro. Se  lo dice a todo el mundo y a todo el mundo pregunta, sobre todo a los compañeros que ya han ido. Nosotros vamos de feria, a vender la Garbosa, que es machorra, pero eso no puede decirse. Anoche se acostó nervioso y lleva ya un buen rato despierto, revolviéndose entre las sábanas, sin pegar ojo, esperando una señal de la madre que trastea desde hace un buen rato en la planta baja.  Apenas oye el primer kilkirikí del gallo, se echa abajo de la cama y no tarda ni dos minutos en presentarse en la cocina, completamente vestido y calzado. Se toma sin rechistar el gran tazón de leche caliente que tanto le cuesta otras mañanas y sale a la puerta. Aún no ha amanecido, pero en la calle se advierta ya cierto trajín inusual a esta hora. Son los hombres del pueblo, que se preparan para ir de feria.
Si no hay suerte con los tratantes que vienen de vez en cuando, no queda más remedio que salir de viaje, porque vender en casa es siempre un ejercicio arriesgado: a ciegas, sin saber cómo está el mercado, fiándolo todo a la decencia del merchán, que sabe más que Lepe, y que puede calcular a simple vista el peso de un ternero como si llevara una romana en la cabeza. Por eso muchos ganaderos deciden ir a la feria.
Media hora después van todos Lleralta abajo siguiendo los cencerros de las vacas bajo una luna clara que oscurece las estrellas; les esperan más de cuatro horas de marcha, pero al niño no le importa. Aún de noche, dejan a la izquierda las luces del vecino pueblo de la Aliseda. Desde aquí, todo serán sensaciones nuevas: el agua, las huertas, los árboles atiborrados de fruta, hasta los ruidos parecen distintos. Todo un mundo desconocido que tiene al niño tan absorto que no se da cuenta del frío ni del cansancio. Caminan siguiendo el cordel; a la derecha el ventorro del tío Santiago – el niño dice venturro, como los hombres del pueblo- y a la izquierda, las lucecillas de los pueblos colgado en la ladera norte de Gredos: Bohoyo, Navamojada y Los Guijuelos. Cuando, ya amanecido, distinguen entre la bruma la torre de la iglesia de Los Llanos, el muchacho pretende ir a visitar a sus compañeros de colegio, pero la madre, siempre temerosa, se opone rotundamente, así que el niño no insiste.
Con los primeros rayos del sol llegan al teso, un descampado yermo e inhóspito a las afueras del pueblo, sin más arrimo que el que se dan unos animales a otros. Ocupan una esquina, todos juntos –allí están los de Horcajo-, y mientras esperan a que pase el de la gorra para cobrar el punto, sacan un puñado de heno del saco que han traído en el burro y lo depositan en el suelo para entretener a los animales mientras los hombres se preparan para la batalla que se avecina, la mirada fija en el contorno, atisbando entre la gente, sopesando el número de merchanes, poniendo el oído para enterarse de lo que pide el vecino y comparando. Pues el mío es mejor, así que yo voy a pedir algo más. En poco tiempo el recinto se llena de animales que mugen, rebuznan, relinchan y balan.  Y de hombres que fuman y hablan a gritos. Son los tratantes, que se mueven entre el ganado como Pedro por su casa; van embutidos en largos blusones negros y manejan unas varas enhiesta, largas y flexibles con las que golpean levemente al animal. ¿Quién vende este? Y el amo, adelantándose un poquito: Yo. Y entonces comienza una batalla dialéctica en la que todo está permitido, incluso la mentira, que en este caso, no tiene nada de piadosa.
La madre y el niño tratan de vender una chotona morucha de cuernos blancos, grande y  gorda como un tejón. Ni una mancha en su pelo fino y negro, que brilla al sol como si fuera de metal. La vaca tiene la ubre tan recogida que a lo lejos se ve que está horra. El tratante la observa parsimoniosamente, la rodea caminando, fija la mirada en cada pelo del animal como si quisiera ver dentro, intentando adivinar cuál es el motivo de que una vaca tan hermosa esté allí, expuesta a cualquier comprador, a cualquier carnicero. Y sin cortarse un pelo, pregunta a gritos que quién vende la machorra. El niño, atónito, no entiende cómo el hombre habrá podido darse cuenta tan pronto. Porque, efectivamente, la vaca no ha parido nunca ni tiene pinta de que vaya a hacerlo. Y por eso se vende. Pero aún se sorprende más cuando la madre, también rotunda, niega, y dice que de machorra, nada: preñada y bien preñada está la vaca, que la cogió el toro hace un mes, este se lo puede decir -y señala al tío Natalio, que es su primo- y que la vende porque necesita el dinero para pagar el colegio de un muchacho que tiene estudiando en Armenteros, que si no, de qué. Entonces, el hombre se fija en el niño, que asiste al diálogo embobado, y le pregunta si conoce a Rosario García, y al niño se le viene a la mente de forma inmediata el rostro pecoso de Charo, su compañera de pupitre. Y pronuncia Charo como desde otro mundo. Pero es suficiente, porque después de un tira y afloja que fascina al niño, el hombre ofrece más y la mujer pide algo menos y uno de los que miran pregunta que en cúanto están y que lo echen al medio y coge las manos del hombre y de la mujer y une las diestras como en un saludo y grita que parten la diferencia y que eltrato está hecho. Y cuando la madre dice que suya es la vaca, el niño observa que los rostros se relajan y que un cierto aire de alivio recorre el grupo. Entonces la mujer pregunta que cuándo es la entrega y la cobra. El hombre contesta que a la tarde, cuando haya hecho el cupo para el camión que trae.
Ya de regreso, el muchacho, que lleva ya un buen rato dando vueltas en la boca a un trozo de turrón duro y dulzón y en la cabeza al trato de la chota y al peligro que corre su amistad con Charo, en un aparte, pregunta a la madre qué va a pasar, porque la vaca es machorra de verdad y cuando el hombre vea que no pare, pues, a lo mejor se lo dice a su hija y…  La madre no le deja terminar. "No te preocupes, hijo, que seguramente, el hombre no compraba la vaca para él, y quizá la haya vendido hoy mismo, ganándola algo".
Y así debió de ser porque en los seis años que el muchacho tuvo de compañera a la hija del merchán, la chica nunca le reprochó nada.
RHM
Mayo2012

viernes, 30 de marzo de 2012

CHOCOLATE



Dicen que los habitantes de los países del norte de Europa tienen numerosos vocablos para referirse al frío y sólo unos cuantos para nombrar el calor. Eso mismo nos pasaba a los niños del pueblo: conocíamos muchas palabras relacionadas con la agricultura y el ganado y casi ninguna que tuviera que ver con la tecnología, la industria o los servicios. Y qué decir de las polisémicas. Aplicábamos siempre el significado que usábamos e ignorábamos los demás.
De las más de quince acepciones que el DRAE dedica al verbo servir, en el pueblo sólo conocíamos dos: servir para algo o servir a alguien. En cuanto a esta última, éramos unos expertos: nuestros padres llevaban toda la vida sirviendo y algunas de nuestras madres habían salido del pueblo por primera vez para irse a servir a Béjar, Piedrahíta o Salamanca. Ni que decir tiene que todos los hombres hacían el servicio militar, aunque no sé yo si tendrían muy clara la idea de servir a la Patria. La acepción referida a asistir la mesa ni la conocíamos ni sospechábamos que pudiera existir. Imaginaos el efecto que hubiera producido en nuestros paisanos que alguien hubiera dicho: “Ve a servir el heno a las vacas” o “ya es hora de servir la cena a los guarros”. En el pueblo usábamos el término echar que, francamente, sonaba mucho mejor. Ve a echar el heno a las vacas, ¿has echado de comer a los guarros? Incluso para referirnos a nuestro propio yantar usábamos echar. No me eches más, que tengo poca hambre.
Y fue este desconocimiento de la polisemia el que me hizo quedarme sin chocolate el día de mi primera comunión.
Hacíamos la comunión en el pueblo siempre en primavera, con la sierra teñida de amarillo por la flor de los piornos y los trigos a punto de encañar. Los prados, los robles, los pájaros y todas las criaturas que habían permanecido inertes durante el invierno resucitaban con la primavera llenando los campos de música y color. Los niños no esperábamos ese día con impaciencia e ilusión desmedidas, como ahora. No soñábamos con recibir grandes regalos – ni pequeños-. Nos vestían de fiesta, a veces con alguna prenda heredada de un primo que hubiera hecho la comunión el año anterior: chaqueta de lanilla, pantalones cortos nuevos, calcetines blancos, calados, primorosamente tejidos por la madre y sandalias abiertas, de goma, naturalmente. Salíamos de casa con la familia hacia la escuela y, desde allí, con el maestro al frente, caminábamos en procesión hasta la iglesia. Después de la ceremonia, cada uno a su casa. Cambio de ropa y toda una tarde para jugar. Así había sido siempre y así fue hasta que al Padre Ángel se le ocurrió obsequiar a los comulgantes primerizos con un chocolate en su casa. Y allí fuimos todos, madres y niños, a la casa del cura, un edificio amplio, de una sola planta, rodeado de un corral inmenso, con árboles y rosales. La mejor casa del pueblo, sin duda.
No sé muy bien por qué, hacía con nosotros la comunión un niño que pasaba los veranos en el pueblo, cuya madre vivía y trabajaba en Madrid. En cuanto llegamos a la casa, esta mujer se colocó encima del vestido un amplio mandil blanco, con un peto del que salían dos hermosos tirantes, ribeteados con puntillas, que se cruzaban en la espalda y que le daban un aspecto de doncella de película. Sólo le faltaba la cofia. Y de esta guisa se acercaba a los niños y les llenaba el vaso de un chocolate humeante y oloroso. Cuando me llegó el turno, la señora, muy amablemente, me preguntó:
-¿Te sirvo?
Y yo contesté rotundo:
-No.
Y me quedé sin chocolate. Porque realmente la hermosa señora que tan gentilmente me preguntaba no me servía para nada. Lo que yo quería era que me echara chocolate en el vaso. Y cuanto más, mejor.
Me quedé sin chocolate hasta que la mirada vigilante de mi madre se posó en mi vaso vacío. La señora del delantal blanco se acercó y le dijo algo así como que no debía de gustarme el chocolate porque no había querido que me sirviera. Entonces mi madre, le retiró amorosamente la olla y el cucharón y, sin más comentarios, se acercó a mi mesa y me echó dos cazos.


RHM

domingo, 11 de marzo de 2012

PARED


Casi nunca se nos presentaba una tarde como aquella: todo el tiempo para nosotros, haciendo nuestra santa voluntad, sin más compañía que unos cuantos borregos que andaban a lo suyo, medio escondidos en el lindón, buscando entre las matas las hierbas escasas de la escasa primavera serrana. Lo habitual era exactamente lo contrario: Vas, echas el agua y te vuelves y mucho cuidaíto con quedarte de caraba con el primo. Que cuando vuelvas, lo catas. Y metían, además, alguna pulla: Que nosotros tenemos mucho que hacer y esos lo tienen ya todo hecho.
Las madres estaban tres prados más allá, tapadas por enormes bardos de sauces y espinos, escabuchando el trigo que empezaba a verdeguear en el huerto. El prado, un recinto pequeño de geometría irregular, lindaba con otro cuya pared tenía varios tramos en el suelo y nosotros, llevados por ese afán de imitar a los adultos y de demostrar nuestra valía, amén de que lleváramos ya un buen rato tumbados debajo de los robles lanzando cantos a los arrendajos y a las tórtolas sin ningún resultado, decidimos levantar uno de los trozos más arruinados.
Así que, ni cortos ni perezosos, nos pusimos a la faena: retiramos las piedras caídas hasta dejar al descubierto el suelo embarrado y las colocamos cerca, en fila, para tenerlas a mano. Nos pusimos uno enfrente del otro y emprendimos la tarea. Habíamos visto a los hombres del pueblo levantar portillos tantas veces sin que nos dejaran meter mano -quita de ahí, estorbo- que puedo decir que dominábamos la teoría con una solvencia extraordinaria. Así que, como ellos, empezamos colocando las piedras más pesadas abajo, directamente sobre el suelo. Luego, fuimos poniendo las otras encima, buscando el asiento más favorable, sin más argamasa que la propia fuerza de la gravedad. En los huecos metíamos cantillos más chicos que golpeábamos con otros hasta que quedaban firmemente agarrados a la pared. O eso creíamos nosotros. Y así, poco a poco, fue surgiendo una esbelta fila de piedras, algo torcida, la verdad, que pronto alcanzó una altura de un metro, más o menos, que nos pareció suficiente. Y fue entonces cuando oí a mi primo, como si reflexionara para sí mismo:
- Antes de colocar las cabreras deberíamos probar si es segura.
Y sin más comentarios lo dos trepamos encima de lo hecho y nos pusimos a saltar. Subíamos y al caer flexionábamos las piernas, empujando para hace más fuerza. Claro, que sólo pudimos saltar cuatro o cinco veces porque, de repente, la pared, que tan laboriosamente habíamos levantado, se vino abajo con un ruido que a nosotros nos pareció ensordecedor, pero que, seguramente, nadie pudo oír porque quedó apagado por nuestros gritos y, luego, por nuestras propias risas.
Desde aquel día, en esa escala imaginaria que he ido forjando sobre la utilidad del conocimiento, uno de los primeros lugares está ocupado por esos hombres que saben hacer cosas útiles.

martes, 7 de febrero de 2012

VECINOS



Todo el día dando vueltas y vueltas amarrados al trillo. Sólo algún momento de escaqueo con la excusa de ir a por un barril de agua o a cortar una vara para los burros. Bajo un sol de justicia; de justicia social, sobre todo, porque los niños trabajábamos como adultos. Como adultos totalmente responsables de mantener la yunta dentro de la parva, de que no comieran, de que respetaran las hacinas que bordeaban la era. Responsables de recoger en una lata las boñigas o los cajagones para que no mancharan la mies. Responsables, incluso, de devolver las vacas a la dehesa al terminar la faena.
Por la tarde nos animábamos algo. El bálago se había amortiguado ya y las vueltas, aunque siempre monótonas, se hacían más llevaderas. El calor disminuía bastante y la sombra oblicua de los robles y de los enebros marcaba la cercanía de la suelta. Ya desde la comida estaba decidido quién llevaría las vacas a la dehesa, cerro arriba, deprisa, deprisa, azuzadas por el hambre y las ganas de ver a las crías. En cuanto veíamos pasar un par de yuntas por la carretera, empezábamos con la cantinela: ¿No soltamos ya? ¿No soltamos ya? Hasta que la madre decía: “Venga, hombre, suelta ya las vacas, que luego se hace muy tarde para el muchacho”. Y el muchacho, que podía ser cualquiera, bien provisto de un grueso garrote y de un trozo de pan y chorizo, se preparaba para seguir al ganado, camino arriba, detrás del polvo, sin intervenir, porque las vacas conocían cada piedra, cada barranco que pisaban, sabían dónde iban y no se equivocaban jamás. Podrían haber ido solas y no se hubieran perdido.
Así, siempre detrás, aguantando el polvo que levantaban las pezuñas de los animales, llegábamos a Navasequilla. El paso por el pueblo, especialmente por la eras que quedaban a ambos lados del camino, a la salida, era siempre un suplicio, sobre todo para los más tímidos. ¿Tú de quién eres?, preguntaban invariablemente los campesinos que se afanaban en las parvas de trigo o de centeno. Casi siempre contestábamos la verdad, dando el nombre del padre y de la madre. Por lo bajo, y más que nada para convencernos de nuestra propia valentía, siempre decíamos lo que nos decían los demás que contestaban ellos: “Soy de mi padre y de mi madre”. Pero esto no lo oían los campesinos, aunque nos hubiera gustado. Caminábamos deprisa, cabizbajos y modositos, procurando pasar desapercibidos entre la gente, sin mirar, como si no viendo, posibilitáramos que no nos vieran.
La vuelta era otra cosa. Metíamos el ganado en la dehesa, colocábamos deprisa las piedras o los palos de la puerta, enfilábamos la estrecha calleja hasta las eras y cogíamos la calle de la iglesia, hasta que llegábamos a la puerta verde. Se trataba de una puertecilla estrecha, de madera, que alguien había forrado en la parte inferior con un trozo de chapa, para que escurriera el agua. La lata sonaba y nosotros la hacíamos sonar mucho más fuerte con dos o tres garrotazos certeros. Golpear y correr. Alejarnos deprisa, pero no tanto como para que la distancia nos impidiera escuchar los gritos e improperios que lanzaba la dueña de la puerta. Para algunos era una especie de venganza: aguantábamos el paso por la eras como si nos expusieran en un escaparate, respondíamos a las preguntas por miedo y callábamos por miedo. Nos llamaban perreros y callábamos, y cuando venían a nuestro pueblo los llamábamos currines y callaban ellos.
Si la dueña no salía, siempre nos quedaba la campana. La torre, que se recortaba sobre el azul del poniente como un prisma casi perfecto, era el último edificio del pueblo. Tenía una única campana que nosotros apedreábamos con escasa puntería, pero con saña, haciéndola sonar tres o cuatro veces hasta que alguno avisaba: ¡Que viene un hombre! Y corríamos otra vez, como conejos asustados, hacia la carretera, cruzábamos por delante del camposanto y empezábamos a subir el tortuoso camino del cerro, siempre mirando hacia atrás, como esperando alguna reacción que casi nunca se producía, sintiendo vibrar nuestros corazones como si fuéramos héroes de una batalla incruenta mil veces repetida.
RHM
Febrero2012

domingo, 15 de enero de 2012

LA PRIMA








¡Qué tiempos aquellos en los que nadie sabía en qué consistía la prima de riesgo, cuando el único riesgo para las primas era que se liaran con algún calavera borrachuzo y jugador que las trajera a mal traer y las llenara de muchachos famélicos y harapientos!
Eso piensa Braulio recostado en la pared del corral, medio adormilado por el cálido sol del otoño, mientras la radio desgrana noticia tras noticia, todas con el mismo soniquete: la prima de riesgo por aquí, la prima de riesgo por allá, los mercados por arriba, los mercados por abajo. Hasta los mismísimos está ya uno de oír siempre lo mismo. El viejo no sabe cómo será la prima esa, pero sospecha que nosotros sí somos bastante primos. Ahora resulta que el país para poder funcionar necesita pedir prestado todos los días y resulta también que no debemos de ser buenos pagadores porque cada vez nos prestan menos y más caro. Como a cualquier hijo de vecino. Porque Braulio sabe bien que a algunos del pueblo se les puede prestar y a otros, no; que unos piden porque lo necesitan y otros, no; que unos gastan y otros malgastan. Y nosotros debemos de ser de estos últimos.
Y es que Braulio siempre ha sido partidario de no pedir. Si no hay para zapatos se anda con albarcas y, si no, descalzo. Porque si sólo gastáramos lo que tenemos, ya le podrían ir dando por ahí a los mercados y a la prima de riesgo. Claro que a Braulio no le han preguntado nunca, porque el hombre es un pobre campesino insignificante para cualquiera de estos que se han dedicado a gastar lo que tenían y lo que no tenían y que han tratado a la prima como lo hubiera hecho cualquier calavera borrachuzo y jugador.
RHM
Enero2012

domingo, 1 de enero de 2012

TESORO





He aquí un cuentecillo basado en la más pura tradición oral que me contó Felipe Bohoyo ( El tio Felipe) el verano pasado y que, probablemente tenga sus raíces en los cuentos orientales. Me aseguró que lo contaba siempre su padre y que en Monroy era conocido por la mayoría de los muchachos. Gracias


No se sabía muy bien cómo se habían convertido los Toreros en una de las familias más ricas de Monroy, un pueblecillo de la provincia de Cáceres. Sí se sabía que el cabeza de familia había sido pastor de cabras y que en una finca llamada Las Villetas de Ajuquén había apacentado un rebaño de unas trescientas, de las que sólo catorce eran suyas. Y que su vida había transcurrido entre jaras y encinas, sin pena ni gloria, hasta que llegó a la dehesa un porquero amante de la quiromancia y la adivinación con quien el cabrero hizo pronto buenas migas, no porque se sintiera especialmente atraído por las aficiones del otro, sino por pura necesidad, para matar de alguna manera la rutina que se sucedía un día tras otro. Decía el porquero, entre otras muchas cosas, que si alguien soñaba tres días seguidos lo mismo, el sueño se cumpliría. Y hete aquí que él llevaba ya tres noches soñando que en la Puerta del Sol estaba su fortuna. Se veía en la gran ciudad entre una muchedumbre vociferante que, de pronto se callaba y, entonces, invariablemente, oía una voz que le decía: “¡Cabrero…! En la Puerta del Sol está tu fortuna”. Andaba el hombre desasosegado, dándole vueltas al asunto hasta que, aprovechando la bonanza de la primavera y el escaso trabajo después de la paridera, decidió dejar las cabras en los ribazos del río Monte al cuidado de la mujer, y él se subió en un camión que llevaba chivos al matadero de Madrid, resuelto a visitar el lugar que tan reiteradamente aparecía en sus sueños.
Llegó el hombre a La Puerta del Sol y allí, a los pies de La Mariblanca se sentó, dispuesto a esperar lo que el destino le deparara. Y así pasó el primer día, y el segundo, sin que el destino se dignara depararle nada, royendo de cuando en cuando un trozo de pan y tasajo que se había traído de la finca.
Debía de llamar el hombre bastante la atención, sentado a los pies de la estatua, la boina calada hasta las cejas, el chaleco y los calzones de estezao, los deales de lona y las abarcas de goma, con una manta de lana de cuadros blancos y negros echada sobre los hombros. Y así hubiera continuado si no hubiera sido porque un barbero que tenía el establecimiento en la calle de El Arenal, y que llevaba observándo desde el interior de la cristalera la extraña quietud del paleto, decidió dejar el negocio por un momento y acercarse a preguntarle cuál era el motivo por el que se había instalado en lugar tan poco apropiado. Y cuando el cabrero le contó el porqué de su estancia en Madrid, el barbero, con cierto aire de suficiencia, le dijo:
- ¡Qué barbaridad! No sé cómo podéis los pueblerinos creer en esas cosas. Tres noches llevo yo soñando que si voy a un pueblo llamado Monroy y busco en una dehesa que se llama Las Villetas de Nosequé una piedra en la que se acuesta una cabra negra con un campanillo desportillado en el borde, debajo de una encina revieja, encontraré un tesoro. Yo, que ni conozco Extremadura ni he ido nunca ni tengo ningún interés en ir.
Pero el cabrero ya no le escuchaba, porque estaba viendo la encina vieja y revieja, la losa plana sobre la que se echaba la cabra negra -suya, por cierto- y hasta el campanillo roto que alguna vez había pensado en cambiar. Y despidiéndose precipitadamente, bajó a la estación de Atocha y tomó el primer tren para Plasencia y desde allí, un camión cargado de pienso que le llevó a la finca y, lleno de impaciencia, esperó a la noche, y con mucho trabajo levantó la losa. Tanteó un poco con el mango de la azada, por temor a los alacranes y enseguida dio con algo duro y metálico que resultó ser una olla de un tamaño considerable. La sacó el cabrero y al resguardo íntimo del chozo la destapó y descubrió que estaba llena de monedas de oro.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
RHM
Agosto 2011
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