Le recuerdo
siempre con traje de pana, chaqueta y chaleco, incluso en verano; silencioso y
adusto, los bolsillos rebosantes de trapos que utilizaba profusamente como si
fueran pañuelos. Siempre solo, siempre con el cigarro apagado colgando de la
comisura de los labios, incluso cuando acunaba al nieto sobre su brazo
izquierdo y le palmeaba suavemente con la mano derecha al ritmo cansino de una
tonada monótona mil veces repetida: tirín
tin tin, tirín tin tin, tirin tin tin…
Siempre me
pareció un hombre apenado que vivía porque estaba vivo, pero al que le hubiera
dado igual no estarlo. Toda la información que pude reunir sobre él tuvo que
venir de fuera. Así fue como supe que antes, de joven, allá por el cambio de
siglo, no sólo no era triste, sino que hacía gala de cierto sentido del humor
que sus vecinos conocían bien. Como cuando perdió la cabra de la tía Jeroma,
que apareció sana y salva a la mañana siguiente en la puerta del corral, a la
querencia del ama.
Había nacido en el verano
de 1884 y antes de cumplir los veinticinco había vivido lo que otros no viven
en toda una larga existencia. Se libró por los pelos de formar parte del
cortejo que acompañaba al rey Alfonso XIII por la calle Mayor de Madrid el día
de su boda de camino al palacio Real; pero no pudo librase del ambiente
prebélico de la llamada guerra de Melilla, que terminó en desastre a finales de
1909. Por allí se movió comiendo las galletas que habían sobrado de la guerra
de Cuba —contaba él— subiendo al cerro Gurugú y bajando al Barranco del Lobo.
Por allí anduvo esquivando la muerte junto a otros desdichados como él, muchos
de ellos ocupando un lugar que no les correspondía, supliendo a otros más
ricos, cuyo patrimonio los había librado del viaje; un sistema perverso que
redimía a los ricos y condenaba a los pobres. Como casi siempre, sólo que
entonces no se trataba de mejoras sociales, sino de luchar por la propia vida.
Alguna vez le oí
criticar el sistema de reclutamiento en aquella guerra absurda. No reprendía a
los padres que pagaban para que otros murieran en lugar de los suyos. Cualquier
padre pagaría por librar a su hijo de la guerra. No. Si su padre hubiera sido
un hombre de posibles, habría vendido hasta la camisa y se habría alimentado de
cardos, escaramujos y aliceras para
evitar que él fuera a África. Pero nada puede dar quien nada tiene. Él
criticaba a la Administración que lo permitía, que, incluso, lo facilitaba,
convirtiendo lo que tan pomposamente llamaba servicio a la patria en una
cuestión meramente económica.
Y luego, La República; y La guerra Civil. Entonces rondaba los
cincuenta años y ya no tenía miedo de que le llamaran filas; sus miedos tenían
que ver más con la trashumancia por caminos y trochas y con la estancia en
solitarios puertos de León, expuesto siempre a la rapiña de los dos bandos,
ambos igual de peligrosos e igual de rapaces. Sus miedos tenían más que ver con
la familia, especialmente con los hijos, tres varones, que podrían ser
reclutados en cualquier momento si la guerra se alargaba. Y de eso tampoco se
libró. Porque en aquel funesto verano del 37 murió un sobrino, hijo de su
hermana y unos días después, debió de ser unos días después, aunque él tardó
varias semanas en saberlo, mataron a su hijo primogénito. Lo habían sacada de
una cómoda oficina de Toledo, donde cumplía labores de escribiente, para
agregarlo a las tropas que iban a tomar la capital. Pero su querido David no
llegó a ver Madrid, porque una bala perdida, pero tan certera y cruel como las
otras, acabó con su vida en una tierra que no había pisado antes.
Por si no había sufrido bastante, enviudó a
los sesenta y cinco años y se quedó en manos de las nueras, un año en el pueblo
y otro fuera, porque uno de los hijos vivía en Extremadura. De su estancia en
el pueblo son mis recuerdos y los de los que le conocimos viejo y afligido; de
los que no tuvimos la suerte de degustar su fino sentido del humor, su seriedad
en los tratos y su predicamento entre los pastores y los amos.
Ya viejo, cuando
sentado al resolano en el corral dejaba pasar el tiempo, una tarde cálida de
otoño, le pregunté por el paradero de la tumba del hijo muerto en la guerra.
“Nunca supimos nada, sólo que había muerto” espetó. Yo, entonces, no pude menos
que decirle:
—Ahora entiendo
que algunos digan que es usted un hombre triste y no le faltan motivos para
serlo.
Él, con una
viveza inusual en alguien que se tomaba su tiempo para todo, contestó:
—No, hijo. Yo
sólo soy un hombre— Y con el revés de la mano se limpió una lágrima furtiva.