El niño iba con las viejas a El Castrejón porque se lo mandaban. Ni le
gustaba madrugar ni le gustaban aquellas ovejas que habían dado ya todo lo que
podían dar. Eran animales de desecho, alguna machorra, que se cambiaban cada
año por borregas de cría para mantener el hatajo productivo. El futuro de
aquellos animales no iba más allá de los veinte días que faltaban para
Santiago, el tiempo justo para coger algún kilo con la hierba fresca de la
sierra. Eran ovejas que, inexorablemente, terminarían desolladas y colgadas de
un gancho para alegrar el puchero, siempre pobre, de los coritos o para contribuir
a la celebración de algún evento familiar. El niño tampoco entendía la razón
por la que había que guardarlas todos los días, de mañana y de tarde, con frío
y con calor; más bien, lo consideraba un castigo.
El padre las subía de
Extremadura a primeros de julio porque, según decía y nadie podía desmentirle,
aquí se pagaban más y, si ponían algún kilo, mucho mejor, ya que las viejas se
vendían al peso, no como los becerros, que se vendían a ojo y un kilo más o
menos no importaba tanto. Lo que el padre no decía era que los compradores, cualquiera
de los dos hombres del pueblo que mataban, le ponían como condición no hacerse
cargo de los animales hasta la fiesta, porque el tu muchacho puede ir con ellas
que ya no hay escuela y así le tienes atareado, que ya se sabe que el trabajo
del niño es poco, pero el que no se aprovecha es un tonto. Y el muchacho, un
niño más bien, era él. Él era el que se daba el madrugón, cuando en el pueblo,
aunque fuera julio, hace un frío que pela. Él era el que, muerto de sueño,
sacaba del corral los cinco o seis animales díscolos y torpes y los arreaba, ramoneando
en los lindones y sacándolos de algún prado, hasta El Castrejón. Él era el que,
aburrido como una lombriz, esperaba al abrigo de la pared la llegada del sol y
de los otros pastores infantiles para idear un juego, una conversación o alguna
travesura que matara aquel tedio que le consumía.
La travesura podía ser
cualquier cosa, unas veces inofensiva y otras no. Escalar alguno de los
peñascos que adornan la sierra no resulta fácil y mucho más difícil puede
resultar bajar sin romperse la cabeza. Subirse a lo más alto de cualquiera de
los álamos que bordean los prados no es especialmente dificultoso, pero deslizarse
como en un tobogán por las ramas más bajas para caer sobre la mullida hierba
del prado, aún sin segar, es un juego que puede dar que sentir. Y más peligroso
aún es que llegue el ama del prado y no entienda la travesura porque no le
guste que se aplaste la hierba, lista para la guadaña, y coja un bardusco y agarre al que se deje, siempre el más torpe
o el más pequeño, y lo azote hasta que el chiquillo logre escapar, mientras los
otros contemplan la escena lo suficientemente lejos para huir del zurriago y lo
bastante cerca para no perder detalle de lo que está pasando. Y no es lo malo
que recibas algún zurriagazo, no. Lo peor es aguantar las risas de los otros y
afrontar los días siguientes sin contarlo en casa, sin que la madre entienda
por qué de pronto te escondes o das un rodeo o desapareces por una callejuela
sin dar explicaciones o por qué buscas excusas para no ir a cierta casa si te
mandan a un recado.
Y aún es peor si el prado es de algún pariente. Porque
la última travesura fue en uno de los álamos de un familiar y, aunque el niño
logró escapar, sabe que la mujer le vio y le identificó perfectamente y que la
cosa puede llegar a oídos de los padres. Así que, cuando la madre del niño le
dice que tiene que ir con las cabras de la del zurriago porque se le casa una
hija y no pueden atender el ganado y que, antes de sacarlas, vaya a su casa
para recoger la merienda, el niño siente que ha llegado el momento fatídico. Si
dice que no quiere ir, malo y si va, peor. Además, los padres, que también
están invitados a la boda, se sienten muy orgullosos de que el niño sirva ya
para esos menesteres. Por eso sube la cuesta temblando con el morral al hombro y
la garrota en la mano, pensando en el recibimiento que le hará la mujer del bardusco,
porque teme que le pida explicaciones y que le riña; o que le amenace con
contárselo a la madre. El niño tiene un ligero temblor cuando empuja la enorme
puerta del corralón y un temblor aún mayor cuando cruza la puerta de casa,
abierta de par en par, como es costumbre en el pueblo.
Y no entiende nada
cuando la mujer, la misma que arreaba zurriagazos al pobre pastorcillo hace
tres días, le recibe sonriente con una cazuela de porcelana roja en una mano y
una cuchara en la otra. Toma, hijo, le dice, que ya me ha dicho tu madre que
eres algo goloso y que te encanta el arroz con leche.
Y, mientras
come, el niño entiende mucho menos aún que la mujer no mencione el incidente del
álamo.
RHM