A Braulio le gustan los fines de
semana, sobre cuando viene de Madrid un sobrino que tiene una
querencia especial por el pueblo desde
que era chico. El mozo, que tuvo la suerte de estudiar cuando no todos lo
hacían, se pirra por las historias del viejo, como si quisiera guardar en la
memoria esos hechos que no se van a repetir porque la vida ahora va por otros
derroteros. A Braulio le gustan las noches de invierno, en la cocina, cuando se
quedan solos el sobrino y él, uno a cada lado de la lumbre, escarbando con las
tenazas de
cuando en cuando el forrasco que va matando el tiempo; echando una firma, como dice el muchacho en un intento por asimilar
también ese lenguaje que se acaba. El silencio quedo propicia la conversación
pausada; El hombre suele hablar y el muchacho escucha con un silencio vivo,
expectante, interrumpiendo lo justo para alguna aclaración, para recabar algún
dato que pueda relacionar la historia que cuenta el hombre con la actualidad. A
veces, Braulio piensa que es como si el mozo tuviera una grabadora en la cabeza
y no quisiera que ningún ruido alterara los recuerdos.
Al muchacho no le importa oír de nuevo ciertas
actuaciones de juventud del viejo, aunque se las sepa de memoria; y al otro no le importa contarlas otra vez.
Suele bastar con un “tío, entonces es verdad que metíais una gallina por la jornilla de tía Isabel para que cacareara y las otras armaran escándalo y esperabais a que la mujer se
levantara creyendo que era la zorra la que andaba en el gallinero y vosotros…”
Pero esta noche el viejo no está por la labor; hoy es él el que quiere indagar
en ese comportamiento estúpido de algunos jóvenes con eso que llaman redes
sociales. Y quiere que sea el muchacho el que le aclare algunos aspectos que le
tienen bastante perplejo. Porque a Braulio esto de las Redes Sociales le tiene
un poco desconcertado. A él que no conoció más red que la que usaban los
pastores. Y qué bien venían en el pueblo aquellas cuerdas de pita que llamaban biscales, entretejidas con maestría y
atadas a las estacas, para encerrar a las ovejas y que el pastor pudiera dormir
algo. Siempre sobre un suelo duro e inhóspito, debajo de una pobre mampara de
paja de centeno, expuesto al frío y al agua, y con un ojo abierto por si a los
lobos se les ocurría venir a visitarle en la oscuridad de la noche. De las
otras redes, de las que se usan para pescar, Braulio poco sabe, porque es de
interior y no ha visto el mar más que en la televisión. Eso no quita para que
valore mucho a los pescadores, tan esforzados, sufridos y sufridores como los
pastores.
Esto de la Redes Sociales, las de
ahora, no tiene nada que ver con aquellas; es otra cosa; una cosa que al viejo,
que lee cualquier papel, le tiene bastante confuso. Braulio tiene la sensación
de que hoy lo importante no es hacer, sino contar, decir lo que has hecho. Y
que los demás se enteren. Sólo así entiende le viejo ciertas gilipolleces que
salen en los periódicos o en el parte del mediodía. Esos jóvenes que van a toda
velocidad con el coche y se graban y lo publican; otros que cometen cualquier
fechoría —robo, asalto, agresión— y lo difunden por eso que llaman Red, como si
transgredir el orden no tuviera ninguna importancia. Como si cualquier cosa que no
transcienda, no hubiera ocurrido. Y el viejo barrunta que esto es una manera de
ganar prestigio entre la juventud de ahora. Y lo que es aún peor, el viejo
sospecha que estos jóvenes no tienen ni la más ligera idea de que están
cometiendo un delito; y, si la tienen, no tienen ningún miedo a las
consecuencias.