lunes, 30 de mayo de 2011

TRILLO





En agosto el amarillo lo invade todo. Amarillo de trigo, de campo, de sol. Amarillo en los sombreros de paja de los hombres y en las gorras primorosas de las mujeres. Todos los quehaceres de este mes conducen a la era, como las gargantas de la sierra conducen al río. La era es el río y la mies recogida es la paz. Casi un año entero cuidando el grano, mimándolo, esperando y rezando para que todo llegue a buen puerto, para que por fin se vea en los costales. Ya hemos recogido el pan, dicen las mujeres con alivio, con el mismo tono con el que afirman que la Cordera ha parido con bien, que han vendido la lana o que el muchacho ha venido de la mili.
Hasta que llegan las vacas, en la era todo es quietud y sosiego; todo parece estar en orden: la parva tendida desde el día anterior, los yugos preparados, los trilladores expectantes… Pero con los animales, todo se torna actividad frenética: la calma y el silencio de la mañana se ven repentinamente rotos por las yuntas de vacas que entran en la parva al asalto, como caballos desbocados; por los burros, ingobernables y estúpidos, que no encuentran el camino, como si la era se les quedara pequeña; por las voces y los trillos que se arrollan; por las montañas de paja, como olas gigantescas en las que los trillos podrían ser tablas de surf, si los niños supieran qué es eso.
A mediodía se para todo. Las vacas se quedan quietas, rumiando tranquilas como si ninguna cosa pudiera alterarlas. A los burros se los desengancha del trillo, se los lleva a beber agua y se les permite comer un poco de la misma parva, con sumo cuidado, el grano justo, porque el torzón es traicionero y puede matar al bicho más fuerte. Los hombres y mujeres, provistos de enormes horcas de hierro, dan la vuelta a la mies entre nubes de tamo, abriendo una zanja enorme, como una trinchera. Los niños aprovechan para los primeros juegos a la sombra de los robles, esperando impacientes el momento de la comida.
La tarde es otra cosa. Después de comer todo se ralentiza y en la parva sólo se oye el canto armonioso de la madre; el padre, tumbado a la sombra de los robles, intenta un breve sueño que le alivie del cansancio del día; los niños, desangelados y somnolientos, esperan cualquier cosa que altere el tedio de las horas: que llueva, que toquen las campanas, que se produzca un accidente o que el padre mande a alguno de ellos a llenar el botijo de barro a la fuente. No, a ese no le entrego yo el barril, dice la madre. Los buenos propósitos de la mañana han desaparecido. En las cabecitas de los niños comienzan a anidar ciertos agravios comparativos: que si a la hermana la han relevado varias veces, que si Fulano fue a dar agua a los burros, que si el primo fue el encargado de cortar una vara, que si yo, como voy a ir a llevar las vacas a la dehesa, tengo más derecho al descanso que ellos… A eso de las cinco, cuando cae el sol y en el suelo comienzan a dibujarse las primeras sombras oscuras, llegan las tías y la abuela. Los niños las han visto ya aparecer por la Portillera, limpias y sosegadas, totalmente vestidas de negro –sólo la gorra de paja pone una nota de color en su atuendo-, hablando entre ellas y sonriendo, caminando despacio, como si no tuvieran ninguna prisa o quisieran retrasar el barullo que su entrada produce en la era. ¡A mí, abuela, a mí. Relévame! ¡A él no, que hace un rato ha ido a beber agua; a mí, que no me han relevado en todo el día! Pobrecito mío, comenta la abuela con una sonrisa pícara. Y los gritos se transforman en voces y las voces en llanto y pronto toda la era es un griterío infernal donde sólo los animales mantienen la calma, como si esa algarabía escandalosa no fuera con ellos. Y entonces, sobre el cri-cri de las cigarras y el alboroto de los niños se oye la voz del padre, alta, grave. ¡A que me quito el cinto! Y por un momento se hace el silencio, pero enseguida se reanudan las voces porque los niños saben que no se va a quitar el cinto y que si lo hiciera, los cuerpos de las mujeres se interpondrían entre ellos y el hombre. Y él también lo sabe, por lo que, refunfuñando algo sobre trillar con niños, coge un puñado de baleos y se dispone a hacer una escoba, desentendiéndose inteligentemente del escándalo que forman las mujeres y los niños. Luego, todo se calma, los chiquillos están en la sombra, tumbados sobre los aparejos de los animales, y en la parva sólo se oyen los cantos cadenciosos de las mujeres y, de vez en cuando, alguna risa satisfecha. La calma ha vuelto y ya sólo queda esperar la hora de la suelta.
RHM. Mayo 2011.

lunes, 9 de mayo de 2011

YUGO







Braulio lleva ya un buen rato sentado a la sombra de un roble fumando un cigarro de picadura que ha liado con el ritual de siempre: el tabaco justo en la palma de la mano, el papel entre los dedos anular y meñique, el examen minucioso del montoncillo para quitarle las estacas, el depósito del tabaco en el papel, el giro suave con los dedos, la lengua que humedece la cola y el cigarro que surge, redondo y grueso, algo excesivo, quizá. El chisquero, la piedra y los golpes contundentes con el canto de la mano derecha sobre la rueda, y la chispa que enciende la mecha, la aplicación al extremo del cilindro y la primera chupada, larga, profunda y el humo que se recorta contra el azul del cielo de agosto. Braulio no tiene más vicio que el del tabaco, y ni siquiera sabe que es un vicio. Fuma porque los hombres fuman y porque ya es un hábito colocarse el cigarro entre los labios y esperar, entre chupadas y nubes de humo, a que se vaya consumiendo. Ningún médico le ha dicho que deje de fumar; es más, con D. José se echa sus buenos cigarros cuando coinciden en los caminos porque el médico también es aficionado. Sólo una cosa preocupa a Braulio con esto del tabaco: los fuegos. Aún recuerda cuando Santiago, el Machorro, prendió la casilla por dejar un cigarro encendido a la puerta del pajar, encima de una piedra del machón. Se le olvidó, y se enteró cuando le despertaron las campanas tocando a fuego, de madrugada. La cosa terminó con la casilla propia y la del Diola hechas escombros y con la vaca de Félix abrasada. El burro de Santiago, como estaba suelto, logró salir, pero la vaca, atada al pesebre por un grueso cornil, no. El pueblo reaccionó como en otras ocasiones, Braulio estuvo allí, firme en la fila que se formó desde el pilón hasta las cuadras, pasando los cubos de agua, y luego se acercó al fuego para ver al cura que se había quitado la sotana y que, sudoroso como un campesino, daba toda una lección de manejo del hacha en lo que quedaba del tejado. A Santiago aquello le costó la vida, porque desde el incendio no levantó cabeza y murió al poco tiempo. Por eso Braulio no fuma en la parva y tiene sumo cuidado cuando lo hace en el campo en el verano.
En estas reflexiones anda el hombre, medio adormilado, la gorra sobre los ojos entrecerrados por la claridad de la mañana de agosto, cuando el tropel de las vacas y el ruido frenético de los changarros le ponen en guardia. Braulio se levanta, coge el yugo, desata las coyundas, traspasa la puerta y se sitúa en medio de la carretera. Cuando llega la primera vaca, la llama por su nombre – ven, Morena, ven, entra- le coloca el yugo sobre la cabeza y, como quien sigue un ritual mil veces repetido, traba el engaño en el cuerno izquierdo mientras el sobrino, que ha traído el ganado de la dehesa, sujeta el otro extremo del yugo. Cuando termina, llama a la otra vaca, también por su nombre, - entra, Garbosa, entra-, la agarra suave pero firmemente, de los dos cuernos, y la lleva hasta donde espera la primera, el yugo sobre la cabeza, rumiando tranquila; repite todos los pasos anteriores, traba una fina soga de los cuernos y de la oreja derecha de los animales y con voz animosa conduce la yunta a la parva.
RHM. Abril 2011