Era un pueblo pequeño. Apenas ciento cincuenta casas tendidas al sol en una ladera alta del valle. Visto desde el río parecía un nido de cigüeña en lo alto de la loma. Sin embargo, desde el otro lado emergía de lo más profundo del barranco. En invierno nevaba mucho. Entonces el rutinario quehacer se interrumpía, las calles se volvían intransitables y el barro, el hielo y el frío castigaban duramente los cuerpecillos de los niños, mal calzados y peor vestidos. La primavera llegaba mucho más tarde que al valle y cuando los alisos y los sauces del río estaban ya plenos de hojas verdes, los robles del pueblo empezaban apenas a insinuar los botones de las suyas. El verano era primavera eterna. No hacía calor y muchas veces, incluso en agosto, los viejos y los niños buscaban el resolano y recelaban de las sombras siempre traicioneras de los árboles.
El niño era delgado, de grandes orejas y facciones pronunciadas. Tenía la cara redonda salteada de pecas y los ojos oscuros y profundos. Los dientes superiores, desigualmente alineados, le daban un aspecto peculiar, como de chiquillo travieso que nunca fue. Leía muy bien y desde pequeñito había mostrado gran afición a los libros de aventuras. Soñaba con ellos y su fácil imaginación le llevaba por derroteros que sus amigos no podían imaginar. La monotonía de los días iguales y repetidos del invierno no le gustaba. Necesitaba espacios abiertos donde dejar volar su imaginación y el invierno le retenía en la cárcel de la casa, de la cocina más bien, atado al escaño incómodo o a la banqueta triste. Sólo los libros le consolaban algo en esos días largos, de lumbre pobre y humo constante. Odiaba la nieve y amaba la primavera y, sobre todo, el verano. Le gustaban los juegos en la plaza en las noches cálidas de junio, las correrías por los prados buscando nidos, aunque el niño era más bien miedoso y poco hábil para escalar los robles inmensos o bajar a los peligrosos zarzales donde las grajas colocaban sus nidos, bien a la vista, como desafiando: “Sube si puedes, valiente”. Pero el niño no era valiente, ni siquiera hábil para descubrir los de escribanía, siempre fáciles de coger. Por eso nunca se benefició de la perra chica que daba por cada huevo el presidente de la Hermandad para evitar la cría de chovas, arrendajos y otros pájaros e impedir así que se comieran las pobres cosechas de los huertos de la sierra. Alguna vez vio el niño entregar cajas enteras de hermosos huevos azules o marrones, con pintas de colorines, que el Presidente pagaba a los muchachos y luego estrellaba contra la pared más próxima con una furia incomprensible para el niño, mientras dejaba escapar algún exabrupto también incomprensible. No entendía el chiquillo por qué tiraba el hombre los huevos si, faltos de la madre, era imposible que generaran pollos. En su ingenuidad infantil no se le ocurría que pudieran llevárselos y cobrárselos otra vez al hombre si este no los destruía.
La vida en el pueblo era monótona. La madre levantaba al niño y le lavaba, le daba un tazón de leche recién ordeñada migada con el pan amasado por ella y le mandaba a la escuela. La madre siempre fue muy cuidadosa para que el niño no faltara a clase. Aún hoy, el hombre que ya es, se maravilla de la intuición de la madre para acertar en la importancia de la diana del conocimiento. Ni cabras, ni vacas, ni prados fueron estorbo suficiente para que el niño faltara a clase. Durante el recreo, el pan con morcilla o los bollos si la madre estaba masando. Y luego, la comida, generalmente olla, y vuelta a la escuela. Después de las cinco, la colaboración necesaria en las tareas de la casa: ir por las vacas, raspar las casillas, soltar las pozas o echar el agua a algún prado, siempre buscando la caraba de algún amigo de la escuela. Al anochecer, los juegos en la plaza, las carreras por las calles mal iluminadas, los saltos terribles de pídola o las menos inocentes cacerías de gurriatos. Y vuelta a empezar, con la sola excepción de los jueves por la tarde y domingos, cuando la suerte o la necesidad podía sacar al niño del pueblo para herrar algún burro en la Lastra, bajar al molino o llegarse hasta Navalperal para reconocer la lengua de algún guarro muerto para la cachuela.
Y el niño era feliz.
RHM
Dic09