lunes, 13 de octubre de 2014

PENSAMIENTOS






Pues este no parece que tenga mucha prisa. O, quizás haya cambiado de opinión, que tampoco sería nada raro. Y eso que a mediodía lo dijo bien clarito en el bar del ama: “Que esta tarde me voy a Zapardiel por Navasequilla”. Quizá lo dijera para ver si se apuntaba alguno, que estos tíos de hoy no saben ir solos a ningún sitio, que no tienen nada que ver con sus padres y abuelos, que se tiraban quince días en los puertos de León sin cambiar palabra con nadie, sin más compañía que el cielo y las estrellas, hasta que bajaban al pueblo a por el pan. Pues como digo, lo dijo clarito, que se iba andando a Zapardiel; pero no oí yo mucho entusiasmo en los otros, así que no sería de extrañar que hubiera decidido ir carretera abajo, como todos, en busca de alguien con quien hablar, que mucho decir que le gusta andar, que no le importa ir solo, pero el caso…

Calla, que sale. Y viene con garrota y cámara de fotos, que no sé cómo no se cansará de retratar siempre los mismo peñascos y los mismos robles. Me saluda cariñoso como siempre, aunque no me llama para que me vaya con él, que desde que me atropelló el coche en el molino, no es muy partidario de sacarme del pueblo; pero yo, como el que oye llover, detrás o delante, unas veces bien a la vista y otras escondido, que este viaje a ese pueblo por esos caminos de Dios no me lo pierdo yo. Y, además, está lo de la compañía. Que muchas veces le he oído decir que si él viviera en el pueblo, tendría un perro. Sobre todo por la compañía, aunque en este asunto, a mí me pasa como a Troylo, el perro de Gala, que no tengo muy claro quién hace compañía a quién. Que hay que ver lo largos que son los días en Lleralta, mirando los picos de El Castrejón y oyendo guarrear  a las zorras que cada día andan más desahogadas. Y eso, por no hablar de las gallinas, que algún disgusto me van a dar. Y si no al tiempo.

Caminamos a buen paso hasta los praos del Cerrao, que para lo gordo que está, no anda mal; pero yo, antes de llegar al sitio fatídico, desaparezco, y no le vuelvo a ver hasta la ermita donde está hablando con unos de Navasequilla, tranquilamente parado en la orilla de la carretera, apoyado en la garrota como hacen los pastores, aunque este de pastor no tenga mucho. Está diciendo que El Chocolate venía con él, pero que al llegar a lo de Juan ha desaparecido, que seguramente no quiera pasar por donde el accidente, que los animales son muy listos. Y tanto. A ver si se cree que es agradable para un perro revivir las imágenes del coche dando vueltas. E insiste en lo de la inteligencia de los animales, aunque sesudos personajes opinen lo contrario. Y, por favor, que no cuente otra vez lo de la vaca. Y que se despida de una vez, que con tanto palique se nos va a hacer de noche y no vamos a pasar del molino, o, peor, igual sí pasamos y nos perdemos por esos andurriales, que dice el de Navasequilla que ni camino hay. Aunque este que lo dice tampoco tiene mucha pinta de caminante.

En el pueblo de arriba, otra vez los saludos, las preguntas y las respuestas largas, que parece que este hombre no sabe contestar con un sí o un no, o pasar agachando la cabeza, como hacen otros. Y una mujer que se llama como él, que le dice que no vaya, que el camino está muy malo, que baje hasta el molino y que haga las fotos desde los canchales de La Somaílla y que se vuelva por donde ha ido, que no es cosa de que se caiga y se rompa algo. Y seguro que se vuelve, que mucha pinta de valiente no tiene. Al salir del pueblo, duda; que si para la derecha, que si para arriba… Y mira que se lo han dicho clarito: que por la depuradora hasta encontrar el puentecillo sobre el riachuelo, el pontón, ha dicho la mujer. Y fácil es, que el puente de palos y tierra se tiende bien a la vista sobre la garganta iniciando un camino bordeado de prados verdes y peñas imponentes que termina en el canchal impresionante de La Asomadilla, vigilante eterno de los blancos riscos de Gredos. Un paisaje maravilloso que a mí me parece el paraíso de los perros.


Y a partir de aquí, la nada. Porque digo yo que este hombre podría haber bajado hasta el molino derruido, siguiendo la vereda y continuando luego por la regadera que bordea los prados, por un camino que se ve andado, que por algún sitio tendrán que entrar las vacas y los vaqueros. Pero no. Este, que valiente no será, pero algo insustancial, sí, coge hacia la derecha, por donde debía ir el camino de toda la vida, que ahora ni es camino ni es nada y, atrochando entre los cardos y los espinos, sorteando los cantos, andando y desandando, la vista fija en el pueblecillo blanco que la tarde ilumina entre el verdor de los robles, camina hacia las casas como si lo propulsara una fuerza invisible.

A trancas y barrancas alcanza la calleja donde un coche abandonado indica que hasta allí ha llegado la civilización o lo que sea y enfila por una calle atraído por los sonidos de gente que juega a las cartas y que, como era de esperar, le conduce al bar, aunque no entra. Eso sí, se para con una joven que resulta ser hija de la mujer que le decía que se volviera en el pueblo de antes. Y otra vez el palique: que si tu madre, que si el camino, que si que le haga una foto, porque, dice, sus amigos no se van a creer que ha ido allí si no les lleva una muestra. Que digo yo, que qué poca confianza deben de tener los amigos en este hombre. Y espero que no se le ocurra hablarle de mí ni machacar en  la aventura del viaje, que la tarde va cayendo, bueno que ha caído ya, y yo no sé cómo ni por dónde piensa este hombre volver. Cruzamos el pueblo, yo en segundo plano, que no quiero robarle protagonismo, pero, cuando de un callejón salen dos perrazos como dos becerros, me arrimo a él como si fuera mi padre. Que él lleva garrota, y seguro que la sabe usar, porque cuando uno de los mastines enseña los dientes y se acerca a mí con intenciones que solo los perros conocemos, el hombre levanta el palo y suelta un taco que los hace retroceder hasta el callejón de donde habían salido.

Muy agradecido, colega. Prometo no separarme de ti; pero a las afueras del pueblecillo, entre huertas repletas de manzanos y prados verdes, mi nariz se llena de olores. Perdices con sus polladas, liebres, conejos, zorras y ciervos, sobre todo ciervos, me dicen que vaya, que los persiga, que quizá si hay suerte… Así que mis buenos propósitos acaban allí y vuelvo a desaparecer.

La última imagen es de un hombre que camina y habla por un artilugio que ha sacado del bolsillo; será que se aburre o que se ha cansado de tanto silencio. Yo a lo mío; embebido en la caza de algo, o de nada, no me doy cuenta de que ya es noche cerrada y, además, de esas que no tienen luna. Estoy en un robledal sin más vestiura que la oscuridad, como decía la canción. Mi instinto me devuelve a la carretera esperando alguna señal que me lleve hasta el hombre. Pero, no. Ni rastro. Corro como solo corren los perros asustados: por la orilla, vigilando bien las curvas y las luces, por si acaso, dispuesto a seguir la carretera hasta donde encuentre terreno conocido, que aventuras más difíciles han vivido otros de mi especie.

Y de pronto, en una curva de esas ciegas que tanto abundan en estas tierras, aparece un coche que se para unos metros más allá y de él desciende el hombre. Con su garrota y todo. Yo doy la vuelta y me acerco, seguro de que me espera a mí. Y a mí me espera, porque su cara denota una alegría sincera. Abre el maletero y yo, de un salto me encaramo al coche, como si fuera mi casa. Damos la vuelta y, acurrucado en el habitáculo, alcanzo a oír que el hombre le cuenta al conductor que creía haberme perdido, que me ha llamado hasta desgañitarse, y que nunca creyó que fueran a encontrarme, que él nunca hubiera dado la vuelta. Así que una deuda más, hacia el joven que conduce.

Y me acurruco aún más y me dejo llevar por la música suave que inunda el maletero del vehículo. Llegamos y yo, como siempre, educado como soy, me quedo en el porche, esperando algo de comer, que, si siempre me dan, hoy, con más motivo. Comeré y me llegaré hasta el bar, que por nada del mundo quiero perderme la aventura que les cuenta este a sus amigos. Por nada del mundo.

RHM

Septiembre 2014

sábado, 4 de octubre de 2014

MIGAS CANAS



Había una vez un pueblo que desde los lejanos tiempos de Maricastaña tenía la sana costumbre de cuidar de sus ancianos. Estaba el pueblo de nuestro cuento tendido en la solana de una sierra, a media ladera, y disfrutaba de unos inviernos fríos y de unos veranos primaverales. Los más cursis solían decir que el verano en aquel remoto lugar era primavera eterna. Las casas eran de piedra gris, los tejados rojos y las calles de tierra. Un aire saludable secaba las cosechas a su tiempo y maduraba lentamente los frutos de los huertos, que se ponían en sazón siempre un poquito después que los del valle.
            A las gentes del pueblo de nuestro cuento les gustaba el lenguaje directo y por eso no decían bobadas como que los ancianos pertenecen a la tercera edad o que alcanzan la edad dorada; ni siquiera los llamaban mayores. En nuestro pueblo, los ancianos eran sencillamente viejos y no por eso, menos queridos. Y como las conocidas ahora como residencias de mayores se llamaban entonces asilos y esta palabra les producía un cierto repelús solo con pensarla, cuando los más viejos no podían vivir solos, sencillamente, se hacían cargo de ellos sus familiares más cercanos, quienes se repartían el tiempo sin mayores inconvenientes.
            No se sabe muy bien si era por el aire limpio, por el sol o por la tranquilidad del sitio y la buena armonía que reinaba entre los parientes y vecinos, pero lo cierto es que los hombres y mujeres del pueblo de nuestro cuento eran muy longevos. Vivían tanto tiempo que, a veces, se confundían con las piedras y los robles centenarios. Se los podía ver aparecer por cualquier bocacalle caminando encorvados, pero felices, mostrando en sus caras cubiertas de mil arrugas una expresión dulce, indicadora de la paz y el sosiego que anidaba en sus mentes. No sabían qué era el estrés y su cuerpo sólo liberaba cortisol en muy contadas ocasiones: cuando la tormenta arruinaba el trigo, cuando el tiempo les impedía recoger las cosechas mimadas todo el año, cuando se ahorraba la vaca o cuando alguna desgracia se cebaba con la familia… E, incluso, aceptaban con noble resignación esos golpes duros de la vida. Dios lo ha querido, decían.
            En el pueblo vivían también numerosos animales, que moraban en armonía con las gentes, como si formaran parte de la familia. Y en este pueblo habitaba también la tía Vicenta.
            La tía Vicenta era una viejecita entrañable, pequeña y dulce que no tenía hijos. Había vivido sola en su casa desde que, hacía ya muchos años, su marido había pasado a mejor vida, como se decía entonces. Pero cuando sus ojos perdieron visión y sus oídos dejaron de percibir los cantos de los gurriatos y los kikirikís del gallo, cuando el reúma le impidió levantarse algunos días… Entonces supo que había llegado el momento de ponerse en manos de las dos sobrinas.
Como os he contado antes, existía en el pueblo de nuestro cuento una especie de acuerdo tácito sobre el cuidado de los ancianos, que eran muchos: los hijos cuidaban a los padres y, si no había hijos, eran los sobrinos los que atendían a los tíos, en algunas ocasiones con la gola de quedarse con la hacienda y con el poco dinerillo que tuvieran. Y la tía Vicenta, dinero no es que tuviera mucho, pero sí tenía un buen capital.

            Las dos sobrinas iban a la casa de la anciana por riguroso turno; un día una y otro, la otra. La trataban bien, aunque sin entusiasmo; con el cariño escaso y las palabras justas. Que no faltara nada de lo imprescindible, pero que no sobrara nada, tampoco. La aseaban, la sacaban al resolano, encendían la lumbre y la sentaban en el escaño, pero no le daban conversación ni la peinaban con mimo como ella había hecho con su madre ni le tocaban la cara ni la miraban con ternura. Las mujeres la daban de comer y la cuidaban con tan poco amor que la anciana sospechaba que lo que deseaban de verdad era que se muriera pronto para acceder a la herencia y quitarse la rutina del cuidado un día sí y otro no. Lo sospechaba porque veía en las sobrinas una actitud desapegada y premiosa, amén de algún que otro comentario furtivo.
A la anciana le encantaban las migas cocinadas con aceite y caladas en leche que las sobrinas le traían para cenar y que le servían también para desayunar si no las terminaba por la noche. No se las traían siempre y, a veces se pasaban varios días sin que las probara. La mujer se quejó a una vecina, tan vieja como ella, en una de aquellas tardes invernales, sentadas al solecillo débil, bajo el murmullo armonioso de las canales que conducían al suelo la nieve derretida en los tejados. “Anda, pues dilas que no te gustan, a ver qué pasa, que eso hice yo con la mi nuera y me dio buen resultao”. Y así fue. La tía Vicenta, viendo que pasaban los días  y que las migas no venían, comentó: “Pues me encuentro yo mejor desde que no me traéis las migas canas con aceite”.  Y, qué casualidad, al día siguiente hubo migas para comer. Y la anciana, elevando un poquito la voz, dijo: “A mí no me deis migas canas con aceite, que me dais la muerte”. Y lo repitió un par de veces. Fue mano de santo, porque desde aquel día, nunca faltaron las migas en la cena de la anciana. Y, si se las comía todas por la noche, cualquiera de las sobrinas, venía por la mañana, antes de pintar el sol y dejaba en la lancha de la cocina una cazuela con migas canas recién cocinadas.
Y esto os enseñará, queridos niños, que en el pueblo de nuestro cuento, manejaban ya la psicología inversa antes de que sus habitantes conocieran siquiera la existencia de tal palabra.
Y colorín colorado, este cuento escrito con mucho amor se ha terminado.
RHM
Junio2014