Braulio está tumbado debajo de un calabón al abrigo de la pared de la Dehesilla, medio amodorrado por un sueño insistente, que por algo dicen que esta tierra es dormilona, cuando le sacan del sopor los cascos de una caballería. Se incorpora despacio, no sin cierto trabajo y se pone la mano a modo de visera sobre los ojos hasta que distingue al hombre que, jinete sobre un caballejo colorado, está ya casi encima de él. Se trata de un hombre bastante mayor que se protege la cabeza y la cara arrugada con un sombrero de paja de los que se usan por aquí. Dice ser de Aldeanueva y Braulio mira inmediatamente si trae sogas y azadón porque de todos es sabido que los de este pueblo, llamados los hueveros, han tenido más de un conflicto con los de Horcajo por robar la leña de los cerros de Las Cañás. El hombre no trae aperos para eso, aunque puede haberlos dejado escondidos más atrás, y dice venir a dar sal a algunas de las pocas vacas forasteras que pastan con las nuestras. Tranquilizado Braulio y viéndole dispuesto a la conversación, le dice que tiene oído que Aldeanueva de Santa Cruz fue antes Aldeanueva del Obispo. El hombre se baja del caballo con cierta agilidad, lo traba en la pared, saca una petaca de cuero viejo y descolorido y la pone en la mano de Braulio que vierte un poco de tabaco en la palma, devuelve la petaca al hombre, y comienza a liar el cigarro con el ritual de costumbre.
El hombre lía también el suyo con destreza, lo enciendo con un chisquero de mecha y, después de la primera bocanada, dice:
-Cuentan los viejos del lugar –y Braulio no puede menos de pensar cómo serán esos viejos, porque el hombre aparenta más de ochenta años- que hace mucho tiempo, se pensó en edificar un convento en el pueblo y cuando estaban haciendo los cimientos salió una piedra en forma de cruz. Al intentar partirla para acomodarla a la zanja, la piedra se dividía siempre en forma de cruces más pequeñas, por lo que los operarios, maravillados ante hecho semejante, se lo comunicaron al Obispo quien decidió guardar un fragmento de la piedra para enterrarlo debajo del futuro pórtico y pedir al regidor que cambiara el nombre del lugar, pasando desde entonces a llamarse el pueblo Aldeanueva de Santa Cruz y, popularmente, Aldeanueva de las Monjas.
Braulio, que es algo desconfiado, aunque respetuoso con las creencias de los otros, se siente en la obligación de preguntar qué importancia tuvo el convento y qué misión desarrollaban las monjas que habitaban en él.
El hombre dice que en los tiempos de mayor esplendor el convento llegó a albergar cuatrocientas monjas y a poseer un importante rebaño de ovejas merinas y que esto ocurrió bajo la protección de los Duques, que dotaron espléndidamente al beaterío con los impuestos que pusieron al vino, a la lana y a los molineros y campesinos. Y remata:
-Como siempre. Porque yo no sé qué pensará usté de esos duques que dicen que vivieron en Piedrahíta, pero yo estoy seguro de que no practicaban la caridad con dinero suyo, sino de lo que cobraban en pechos a los campesinos de los pueblos, que, como de costumbre, fueron los paganos del cuento. Porque si eran los propietarios de la tierra y tenían jurisdicción sobre bienes y hombres, amén de la leña y de los animales, pues ya me dirá usté. No sé yo qué beneficios hicieron esos señores a esta tierra; más bien pienso que los beneficiados fueron ellos, que a la fin y a la postre vendieron las tierras que no habían tenido necesidad de comprar, porque se las habían regalado.
Y Braulio, que comparte íntegramente la teoría del hombre, siente nacer en su interior una corriente de simpatía hacia el otro y, llevado de su ingenuidad, le dice que, si viene por leña, que no tenga cuidado, que arranque una carga, que él hará la vista gorda. Y sacando la petaca propia se la ofrece al hombre con un ademán de cordialidad que hubiera sido difícil suponer un rato antes. Pero el hombre le contesta que ya no hay conflicto con la leña, que desde que han comprado las cocinas de gas se gasta mucha menos. Además, ahora los de Horcajo les dejan sacar unas pocas cargas del cerro que está encima de la fuente del Arrecío.
Y el hombre se incorpora, desata el caballo, monta y sale a la cañada dando voces. En la lejanía tres vacas levantan la cabeza y, como si una fuerza invisible las atrajera hacia el jumento, inician la marcha hasta llegar al hombre. Braulio observa desde la pared, el cigarro en la boca, pensando que, muchas veces, una buena conversación derriba más muros que un cañón.
RHM
Agosto2011.
El hombre lía también el suyo con destreza, lo enciendo con un chisquero de mecha y, después de la primera bocanada, dice:
-Cuentan los viejos del lugar –y Braulio no puede menos de pensar cómo serán esos viejos, porque el hombre aparenta más de ochenta años- que hace mucho tiempo, se pensó en edificar un convento en el pueblo y cuando estaban haciendo los cimientos salió una piedra en forma de cruz. Al intentar partirla para acomodarla a la zanja, la piedra se dividía siempre en forma de cruces más pequeñas, por lo que los operarios, maravillados ante hecho semejante, se lo comunicaron al Obispo quien decidió guardar un fragmento de la piedra para enterrarlo debajo del futuro pórtico y pedir al regidor que cambiara el nombre del lugar, pasando desde entonces a llamarse el pueblo Aldeanueva de Santa Cruz y, popularmente, Aldeanueva de las Monjas.
Braulio, que es algo desconfiado, aunque respetuoso con las creencias de los otros, se siente en la obligación de preguntar qué importancia tuvo el convento y qué misión desarrollaban las monjas que habitaban en él.
El hombre dice que en los tiempos de mayor esplendor el convento llegó a albergar cuatrocientas monjas y a poseer un importante rebaño de ovejas merinas y que esto ocurrió bajo la protección de los Duques, que dotaron espléndidamente al beaterío con los impuestos que pusieron al vino, a la lana y a los molineros y campesinos. Y remata:
-Como siempre. Porque yo no sé qué pensará usté de esos duques que dicen que vivieron en Piedrahíta, pero yo estoy seguro de que no practicaban la caridad con dinero suyo, sino de lo que cobraban en pechos a los campesinos de los pueblos, que, como de costumbre, fueron los paganos del cuento. Porque si eran los propietarios de la tierra y tenían jurisdicción sobre bienes y hombres, amén de la leña y de los animales, pues ya me dirá usté. No sé yo qué beneficios hicieron esos señores a esta tierra; más bien pienso que los beneficiados fueron ellos, que a la fin y a la postre vendieron las tierras que no habían tenido necesidad de comprar, porque se las habían regalado.
Y Braulio, que comparte íntegramente la teoría del hombre, siente nacer en su interior una corriente de simpatía hacia el otro y, llevado de su ingenuidad, le dice que, si viene por leña, que no tenga cuidado, que arranque una carga, que él hará la vista gorda. Y sacando la petaca propia se la ofrece al hombre con un ademán de cordialidad que hubiera sido difícil suponer un rato antes. Pero el hombre le contesta que ya no hay conflicto con la leña, que desde que han comprado las cocinas de gas se gasta mucha menos. Además, ahora los de Horcajo les dejan sacar unas pocas cargas del cerro que está encima de la fuente del Arrecío.
Y el hombre se incorpora, desata el caballo, monta y sale a la cañada dando voces. En la lejanía tres vacas levantan la cabeza y, como si una fuerza invisible las atrajera hacia el jumento, inician la marcha hasta llegar al hombre. Braulio observa desde la pared, el cigarro en la boca, pensando que, muchas veces, una buena conversación derriba más muros que un cañón.
RHM
Agosto2011.