EN CASA DEL HERRERO
Si alguien en el pueblo habla del herrero, todos los niños saben que se refiere al tío Félix, el de La Lastra. Muchos le conocen ya y los demás lo están deseando porque, además de conocer a personaje tan singular y entrañable, el hecho de ir solo a la Lastra a herrar el burro supone un paso muy importante en la escala de crecimiento de los niños. De ahí a ir al molino, a la taberna o a dormir con la pastoría no hay más que un paso. Por eso el niño siente cierta alegría oculta cada vez que el burro tropieza en los cantos y enseña un trozo de herradura rota y oxidada. Y aún más cuando oye decir al padre: “Vamos a tener que herrarle”.
En invierno los animales de carga y acarreo andan de cualquier manera, pero los trabajos de la primavera y del verano obligan a un arreglo en el calzado, porque un mal paso, propiciado por la deformación de los cascos o los trozos de herradura que el tiempo ha roto, puede acabar con cualquier caballería, o con cualquier jinete, y ya sabemos lo necesarios que son ambos en la pobre economía de los pueblos serranos.
Así que un viernes gris de finales de febrero, cuando el niño toma la leche en la cocina, el padre, muy ceremonioso, le pregunta si valdría él –el niño- para ir luego mañana, aprovechando que no habrá escuela, bueno, escuela sí hay, pero no habrá clase, piensa el niño, a herrar el burro a La Lastra, porque -eso se lo dice a la madre- llega la hora de echar las cargas y no es el caso de que el burro se caiga y se hiera – el padre dice jiera- con la falta que nos hace. El muchacho dice que sí e intenta no reflejar la alegría que siente dentro, por si acaso. Por si acaso el padre piensa que se ha conchabado con alguien y decide dejarlo para otro sábado. Porque los padres son así.
Pero no lo deja y el niño, que ha dormido poco intentando acelerar el paso del tiempo, sale bien de mañana, por el camino Llano, montado a parranquete sobre un borrico blanco ceniza, enorme y poderoso como un caballo. El camino discurre paralelo a la carretera hasta Los Collados, aunque algo más alto, y, desde allí, se convierte en una vereda estrecha y encajonada entre las pajas altas y amarillas, que tantas veces ha cortado el niño para hacer zambombas en Nochebuena. Luego, se interna en una angosta calleja que desemboca en la dehesa boyal para caer a un camino que pronto se convertirá en carretera.
Cuando el niño llega a la fragua, lleva los miembros tan entumecidos – él dice entumíos- que es incapaz de bajar del burro. En la puerta trastea un hombre algo mayor, de pelo cano y boina de paño, totalmente vestido de pana, que nada más verle, reconoce al animal y pregunta el nombre al muchacho; este le contesta con media vocecilla apenas audible por el frío y el herrero dice: “Hombre, como tu abuelo”, y le ayuda a bajar y, después de trabar al burro en la pared, conduce al niño a la cocina, donde trajina una señora totalmente vestida de negro que resulta ser el ama de la casa.
En cuanto entra el niño, la mujer deja lo que está haciendo y le conduce a la lumbre, le envuelve las manos en el mandil y, amorosamente, le obliga con un suave apretón en un codo a extender las manos, como esperando algo, –para que vayas entrando en calor y no te duelan las uñas-. Luego, acerca una banqueta y, aunque el tío Félix, el herrero más famoso de la comarca, se muestra algo impaciente y entra y sale un par de veces resoplando, la mujer hace caso omiso y sienta al muchacho enfrente del fuego y, sin más comentarios, le acerca un tazón de leche caliente que le devuelve la vida.
Cuando el chico, reconfortado, sale al corral, encuentra al herrero afanado en la fabricación de las herraduras. El patio es un pequeño rectángulo con medio techo cubierto de escobas, que ocupa toda la fachada de la casa y que acoge en la parte derecha una pila de granito mediada de agua y a su lado, la sencilla fragua en la que trabaja el hombre. Sobre una repisa de piedra se sitúa el hogar repleto de un carbón negruzco y metálico entre cuyos trozos asoma la boca negra del enorme fuelle que se eleva un poco sobre la misma repisa de piedras, separado de la lumbre por un simple murete de ladrillo con una agujero en el que encaja el tubo. En el asa superior de dicho fuelle hay firmemente atada una cuerdecilla que, después de pasar por una garrucha, termina en una cadena en la que se ha atravesado un palo. Este sencillísimo mecanismo, que pende en el vacío por encima del niño, permite accionar el aparato y airear el hogar hasta conseguir la temperatura necesaria para que el tío Félix, con mano maestra, convierta la tira de hierro enrojecido, que maneja con unas tenazas, en una linda herradura. El hombre ha calentado el hierro, lo ha curvado sobre la parte cónica del gran yunque clavado en una enorme toza de roble en medio del corral, lo ha cortado y lo ha situado sobre la parte plana para comprobar el asiento y, con una especie de buril que termina en una punta piramidal, ha hecho a ojo tres agujeros equidistantes y simétricos en cada uno de los laterales del hierro. Luego, ha estirado el brazo con la herradura en la punta de las largas tenazas, la ha mirado con ojo crítico y la ha lanzado a la pila sin ningún miramiento, para que se enfríe. Después, ha repetido el proceso con las otras tres. El muchacho, atento a las instrucciones del herrero, ha tirado del fuelle con la fuerza de sus pocos años y ha asistido fascinado al proceso de fabricación, entre los resoplidos del hombre que trabaja en silencio, con media lengua fuera y movimientos mecánicos y medidos.
Luego salen a la placita breve que se extiende delante de la casa; el muchacho quita el aparejo al burro y el herrero, situándose de espaldas a la cabeza del animal, le golpea suavemente con la mano abierta en la pata delantera por debajo de la rodilla y tira hacia arriba; el burro levanta la extremidad sin protestar, como si entendiera el lenguaje no verbal del hombre. El herrero ordena al niño que sujete fuertemente el casco con las dos manos mientras él arranca con unas tenazas enormes los trozos de herradura; luego, sin ayuda, con una herramienta que se llama pujavante y que al niño le parece un cogedor afilado, va cortando la pezuña hasta convertir la planta del casco, sucia y deforme, en una superficie lisa y pulida sobre la que sitúa la herradura. Después va colocando un clavo de cabeza geométrica sobre cada uno de los agujeros, los golpea alternativamente hasta que aparecen por el lateral del casco y los corta con las tenazas doblando cuidadosamente los extremos y remachándolos para que no se salgan. El herrero termina una pata y empieza con otra hasta completar las cuatro. Trabaja con la ayuda del niño, en cuya cabeza bulle la idea de que falta algo. Y de pronto se acuerda; lo que espera impaciente es ese martillazo en los costillares que, según ha oído contar, atiza el herrero a los animales díscolos antes de terminar, seguido del comentario: “Este bicho no puede ser inteligente”. Pero el burro del niño sí que debe de serlo porque aguanta todo el proceso sin un mal gesto, como si estuviera asistiendo a un espectáculo ajeno que nada tuviera que ver con él.
Terminada la operación, el herrero cobra e invita al muchacho a la taberna, que se encuentra al lado de la fragua, y, sin preguntarle qué quiere tomar, pide dos medios que resultan ser dos considerables vasos de un vino oscuro y fuerte. El niño, que está bien educado, recuerda entonces las palabras de su padre: “A la taberna no hay que ir, pero si no tenemos más remedio, no hay que echarse para atrás; si te invitan, tú, invita”. Y, sin pensárselo dos veces, pide al tabernero: “Nos ponga otra”, e intenta acodarse en un mostrador al que apenas llega. Luego, sale, apareja al burro, se despide educadamente y monta, enfilando el camino de Horcajo. En el estómago nota cierto cosquilleo, que no traía al venir, como si el grueso jersey de lana emitiera chiribitas y en la cabeza, una sensación placentera cercana a la euforia que no acierta a descifrar. Eso sí, ahora no siente ningún frío.
En invierno los animales de carga y acarreo andan de cualquier manera, pero los trabajos de la primavera y del verano obligan a un arreglo en el calzado, porque un mal paso, propiciado por la deformación de los cascos o los trozos de herradura que el tiempo ha roto, puede acabar con cualquier caballería, o con cualquier jinete, y ya sabemos lo necesarios que son ambos en la pobre economía de los pueblos serranos.
Así que un viernes gris de finales de febrero, cuando el niño toma la leche en la cocina, el padre, muy ceremonioso, le pregunta si valdría él –el niño- para ir luego mañana, aprovechando que no habrá escuela, bueno, escuela sí hay, pero no habrá clase, piensa el niño, a herrar el burro a La Lastra, porque -eso se lo dice a la madre- llega la hora de echar las cargas y no es el caso de que el burro se caiga y se hiera – el padre dice jiera- con la falta que nos hace. El muchacho dice que sí e intenta no reflejar la alegría que siente dentro, por si acaso. Por si acaso el padre piensa que se ha conchabado con alguien y decide dejarlo para otro sábado. Porque los padres son así.
Pero no lo deja y el niño, que ha dormido poco intentando acelerar el paso del tiempo, sale bien de mañana, por el camino Llano, montado a parranquete sobre un borrico blanco ceniza, enorme y poderoso como un caballo. El camino discurre paralelo a la carretera hasta Los Collados, aunque algo más alto, y, desde allí, se convierte en una vereda estrecha y encajonada entre las pajas altas y amarillas, que tantas veces ha cortado el niño para hacer zambombas en Nochebuena. Luego, se interna en una angosta calleja que desemboca en la dehesa boyal para caer a un camino que pronto se convertirá en carretera.
Cuando el niño llega a la fragua, lleva los miembros tan entumecidos – él dice entumíos- que es incapaz de bajar del burro. En la puerta trastea un hombre algo mayor, de pelo cano y boina de paño, totalmente vestido de pana, que nada más verle, reconoce al animal y pregunta el nombre al muchacho; este le contesta con media vocecilla apenas audible por el frío y el herrero dice: “Hombre, como tu abuelo”, y le ayuda a bajar y, después de trabar al burro en la pared, conduce al niño a la cocina, donde trajina una señora totalmente vestida de negro que resulta ser el ama de la casa.
En cuanto entra el niño, la mujer deja lo que está haciendo y le conduce a la lumbre, le envuelve las manos en el mandil y, amorosamente, le obliga con un suave apretón en un codo a extender las manos, como esperando algo, –para que vayas entrando en calor y no te duelan las uñas-. Luego, acerca una banqueta y, aunque el tío Félix, el herrero más famoso de la comarca, se muestra algo impaciente y entra y sale un par de veces resoplando, la mujer hace caso omiso y sienta al muchacho enfrente del fuego y, sin más comentarios, le acerca un tazón de leche caliente que le devuelve la vida.
Cuando el chico, reconfortado, sale al corral, encuentra al herrero afanado en la fabricación de las herraduras. El patio es un pequeño rectángulo con medio techo cubierto de escobas, que ocupa toda la fachada de la casa y que acoge en la parte derecha una pila de granito mediada de agua y a su lado, la sencilla fragua en la que trabaja el hombre. Sobre una repisa de piedra se sitúa el hogar repleto de un carbón negruzco y metálico entre cuyos trozos asoma la boca negra del enorme fuelle que se eleva un poco sobre la misma repisa de piedras, separado de la lumbre por un simple murete de ladrillo con una agujero en el que encaja el tubo. En el asa superior de dicho fuelle hay firmemente atada una cuerdecilla que, después de pasar por una garrucha, termina en una cadena en la que se ha atravesado un palo. Este sencillísimo mecanismo, que pende en el vacío por encima del niño, permite accionar el aparato y airear el hogar hasta conseguir la temperatura necesaria para que el tío Félix, con mano maestra, convierta la tira de hierro enrojecido, que maneja con unas tenazas, en una linda herradura. El hombre ha calentado el hierro, lo ha curvado sobre la parte cónica del gran yunque clavado en una enorme toza de roble en medio del corral, lo ha cortado y lo ha situado sobre la parte plana para comprobar el asiento y, con una especie de buril que termina en una punta piramidal, ha hecho a ojo tres agujeros equidistantes y simétricos en cada uno de los laterales del hierro. Luego, ha estirado el brazo con la herradura en la punta de las largas tenazas, la ha mirado con ojo crítico y la ha lanzado a la pila sin ningún miramiento, para que se enfríe. Después, ha repetido el proceso con las otras tres. El muchacho, atento a las instrucciones del herrero, ha tirado del fuelle con la fuerza de sus pocos años y ha asistido fascinado al proceso de fabricación, entre los resoplidos del hombre que trabaja en silencio, con media lengua fuera y movimientos mecánicos y medidos.
Luego salen a la placita breve que se extiende delante de la casa; el muchacho quita el aparejo al burro y el herrero, situándose de espaldas a la cabeza del animal, le golpea suavemente con la mano abierta en la pata delantera por debajo de la rodilla y tira hacia arriba; el burro levanta la extremidad sin protestar, como si entendiera el lenguaje no verbal del hombre. El herrero ordena al niño que sujete fuertemente el casco con las dos manos mientras él arranca con unas tenazas enormes los trozos de herradura; luego, sin ayuda, con una herramienta que se llama pujavante y que al niño le parece un cogedor afilado, va cortando la pezuña hasta convertir la planta del casco, sucia y deforme, en una superficie lisa y pulida sobre la que sitúa la herradura. Después va colocando un clavo de cabeza geométrica sobre cada uno de los agujeros, los golpea alternativamente hasta que aparecen por el lateral del casco y los corta con las tenazas doblando cuidadosamente los extremos y remachándolos para que no se salgan. El herrero termina una pata y empieza con otra hasta completar las cuatro. Trabaja con la ayuda del niño, en cuya cabeza bulle la idea de que falta algo. Y de pronto se acuerda; lo que espera impaciente es ese martillazo en los costillares que, según ha oído contar, atiza el herrero a los animales díscolos antes de terminar, seguido del comentario: “Este bicho no puede ser inteligente”. Pero el burro del niño sí que debe de serlo porque aguanta todo el proceso sin un mal gesto, como si estuviera asistiendo a un espectáculo ajeno que nada tuviera que ver con él.
Terminada la operación, el herrero cobra e invita al muchacho a la taberna, que se encuentra al lado de la fragua, y, sin preguntarle qué quiere tomar, pide dos medios que resultan ser dos considerables vasos de un vino oscuro y fuerte. El niño, que está bien educado, recuerda entonces las palabras de su padre: “A la taberna no hay que ir, pero si no tenemos más remedio, no hay que echarse para atrás; si te invitan, tú, invita”. Y, sin pensárselo dos veces, pide al tabernero: “Nos ponga otra”, e intenta acodarse en un mostrador al que apenas llega. Luego, sale, apareja al burro, se despide educadamente y monta, enfilando el camino de Horcajo. En el estómago nota cierto cosquilleo, que no traía al venir, como si el grueso jersey de lana emitiera chiribitas y en la cabeza, una sensación placentera cercana a la euforia que no acierta a descifrar. Eso sí, ahora no siente ningún frío.
RHM.
Junio 2012
Nota: Este breve relato se debe a la generosidad de Damián García, a quien agradezco que me lo contara en uno de esos ratos, menos frecuentes de lo quisiéramos, que dedicamos a recordar la niñez. Gracias, Damián.
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