NEVADA
Cuando se acostó
anoche ya se malició de lo que podía ocurrir. Durante toda la tarde había hecho
un frío que pelaba y un airazo que amenazaba con tumbar robles y chimeneas. Y
luego, sobre las nueve, templó. Se paró el aire y una calma extraña y algo
irreal invadió el pueblo. Braulio metió la pala dentro de casa, detrás de la
puerta, y fiel al refrán que sentencia que “a las diez en la cama estés y si
puede ser antes, mejor que después”,
intentó un último calentón en la lumbre casi apagada y se acostó. Se
arrebujó entre las mantas y esperó hasta que el sueño pudo con los pensamientos
lúgubres que le rondaban por la cabeza.
Cuando se despertó
de madrugada, no le hizo falta levantarse para saber que había nevado. Aunque
aún no había amanecido, por entre la rendija que separaba la puerta de arriba y
la de abajo se filtraba una claridad premonitoria. A Braulio le gustaban
aquellas puertas, comunes en todo el pueblo. En el buen tiempo, se cerraba con
un tranco de madera la de abajo para que no entraran las gallinas ni los perros
y se mantenía abierta la de arriba para tener algo más de luz y, también, para
enterarse de lo que pasaba en la calle. Pero esta puerta, vieja como la casa,
había ido desajustándose y no cerraba bien. Por eso entraba por la rendija aquella
claridad lechosa. Ocurría siempre que nevaba.
Se acurrucó en la
cama e intentó dormirse otra vez sin conseguirlo. Estaba algo inquieto y en
cuanto clareó un poco más, se levantó, se metió los pantalones y las botas y
abrió la puerta superior. Era mucho peor de lo que había imaginado. Un manto
blanco, no exento de belleza, ocultaba calles, ventanas y tejados por igual. La
ausencia de viento había propiciado que la nieve se depositara mansamente sobre
el suelo, sin amontonarse, escondiendo cualquier tipo de huella indicadora de
que allí había vida. Una claridad grisácea envolvía las casas difuminando los
contornos como en un dibujo mal acabado. El silencio era total.
El hombre había
visto muchos nevazos en su vida, pero cuando abrió la puerta, no sin cierta
dificultad, y comprobó que la nieve cubría casi totalmente la de abajo, tuvo la
certeza de que aquel era extraordinario. Al menos él no recordaba algo así en
los años que llevaba en el pueblo, desde que dejó Extremadura. Braulio cerró y
se dirigió a la sala para terminar de vestirse. Además de los pantalones de
pana, se puso una camiseta de felpa, una camisa de lienzo, un jersey gordo y,
encima, la chaqueta, también de pana. En los pies, bien abrigados por unos
calcetines de gruesa lana, se calzó unas botas altas, de goma, de las que usaba
para regar los huertos. Detrás de la puerta de entrada, de un humilde clavo,
colgaba la pelliza, imprescindible en
aquellos días.
Ya vestido, se
dirigió a la cocina, sacó un puñado de escobas de debajo del escaño, las colocó
encima de las morillas y las encendió. Aún quedaban un par de estillas
tiznadas de negro de la noche anterior que el hombre colocó encima de los
gramujos con mimo. Cuando la lumbre cogió fuerza, arrimó un puchero de agua,
esperó a que cociera y echó una buena cucharada de café molido, cubano por más
señas; de ese café que no se podía comprar y que, sin embargo, todo el mundo
tenía en casa. Cuando estuvo a punto, lo coló en un tazón de barro, vertió
encima un poco de leche directamente de una perola de porcelana azul y migó una
buena rebanada de pan; se sentó a la lumbre y comió como si no pasara nada,
aunque el hombre sabía bien que sí pasaba.
La nieve, tan
necesaria para el campo, alteraba radicalmente la monótona vida del pueblo, de
manera que en los diez o quince días que duraba el nevazo cualquier trabajo
giraba obligatoriamente en torno a ella.
En cuanto apuró el último sorbo del
tazón, Braulio tomó la pala y fue abriendo un caminillo estrecho, una vereda,
más bien, hasta la casilla; subió al pajar, abrió el agujero del gallinero que
tan cuidadosamente tapaba todas las noches para evitar que la zorra acabara con
las gallinas y se dispuso a preparar el almuerzo para las vacas con la certeza
absoluta de que no podría sacarlas al campo, sino que tendría que apañárselas,
como en otras ocasiones, para darlas de comer y de beber, sobre todo de beber.
Una jodienda todo, especialmente, esto último. Porque las vacas de Braulio son
seres algo extraños, tan agresivos a veces que, cuando se juntan con otras, se
envaran, agachan la cabeza y hacen cara dispuestas a pegarse con
cualquiera que se cruce en su camino. Así que hay que tener la precaución de
que no se junten con las del vecino ni con otras. Además, son también algo
caprichosas: una sólo bebe en el pilón de arriba, eso suponiendo que beba, con
otra hay que tener cuidado porque mucha agua le da dolor de barriga y la
chotona, que está como una cabra, aunque sea vaca, puede hacer cualquier cosa,
como echar a correr hacia donde se le antoje hasta que el cansancio la rinda y
el frío la obligue a regresar.
Todo esto le ronda
a Braulio por la cabeza mientras va repartiendo el heno a los animales, un
brazado para cada uno, moviéndose entre las vacas como Pedro por su casa. Y,
además, están las cabras, que,
seguramente, tampoco podrán salir, y el burro y menos mal que él no tiene
muchachos, otros seres especiales acostumbrados a la libertad de la calle, que
entran y salen y vuelven a entrar, siempre con los pies calados y los dedos
yertos de frío. Eso por no hablar de la carretera. Porque no tardando mucho
sonarán las campanas y todos los hombres del pueblo, se presentarán en la
plaza, cada uno con su pala, para abrir camino, por lo menos hasta los prados
de la Aliseda, que no es cosa de que alguien se ponga malo y el médico no pueda
subir o de que venga alguno de los de Madrid y no pueda llegar, como
pasó en un pueblo vecino, que dijo el Alcalde que no se abría, que se apañara
el que viniera y el que vino al rato fue su propio yerno. Y total, para qué. Si
el tiempo se alborota, puede ocurrir que abran por la tarde y que por la mañana
esté igual que antes. Pero como hay que hacerlo, pues se hace. Y el barro.
Braulio sabe que hay que prepararse, si regala, para andar todo el día con las
botas en los pies porque las calles se convierten en un chapinal de barro y
lodo. Claro, que aun puede ser peor, porque si le da por helar, los caminos y
las calles se cubren de pared a pared de unos témpanos duros y brillantes que
impiden el paso de hombres y animales. Los más viejos del lugar dicen entonces
que hay que tener cuidado con las liebres.
Así que ahora, que
Braulio ya no tiene vacas ni mas obligaciones que atender que las propias, ahora que viene la
quitanieves de la Diputación en cuanto caen cuatro copos, ahora que ni siquiera
tiene gallinas que destapar, cuando oye decir a los forasteros que vienen los fines
de semana que qué precioso está todo, tan blanco y que tendría que nevar
más a menudo y que ojalá caiga más y se queden incomunicados y no puedan irse a
Madrid, Braulio no puede menos que recordar la frase que tantas veces oyó a su
madre cuando alguien pedía que nevara. “En las tus costillas. Que toda la que
tenga que caer, caiga en las tus costillas”.
RHM
Marzo 2013