—Juan Perrenda soy, tengo veinte ovejas
de vientre, todas desempeñás y el que
tenga guevos que entre, que soy el
pegó al cura.
Algunos dicen
que la enemistad venía de lejos; que el tío Perrenda se la tenía jurada al cura
desde el día que le paró a la puerta de la iglesia cuando regresaba de La
Aljóndiga, con una carguilla de heno, un domingo antes de misa.
— ¿No sabe usted, Sr. Juan, que los
domingos no se puede trabajar?— le preguntó el cura. Y sin esperar la
respuesta, continuó: —Nos pasamos la semana al resolano y luego tenemos que
aprovechar el domingo—. Y se metió en la iglesia.
—Será el que no lo necesite, que usté ya tiene asistías todas las vacas— refunfuñó por lo bajo el tío Juan.
Pero no fue eso
lo que más le molestó. Lo que le jodió de verdad fue que lo echara en el
sermón, delante de todo el pueblo. Y lo que dijo: “Que algunos no se acordaban
de que había que trabajar durante la semana, por ejemplo, traer el heno para
las vacas, y tenían que hacerlo el domingo, cuando la Santa Madre Iglesia lo
prohibía”. Y como muchos estaban ya a la puerta cuando él pasó con el burrillo,
todos supieron sin ninguna duda a quién se refería el cura. Y ahí se quedó la
cosa. Pero desde aquel día, el tío Perrenda procuró llegar el último a la
iglesia y salir de los primeros. Se colocaba atrás, en la cómoda penumbra de la
tribuna y ni siquiera se quedaba luego en el cementerio de conversación, como
hacían los otros.
Lo
del bonete fue más bien cosa de la fatalidad. Porque fatalidad fue que el cura
y el tío Perrenda se encontraran cuando este último regresaba, algo achispado,
eso sí, de las regaderas de la dehesa boyal, que se hacían una vez al año. De
cada casa iba el que podía. Si había hombre, iba el hombre y, si no, la mujer o
los muchachos, que, una vez allí, ya se encargaría alguien de dirigir el
trabajo y de mandar a cado uno al sitio adecuado: los hombres a cerrar los
portillos y levantar las piedras de las paredes, las mujeres a aclarar las
regaderas y los muchachos a deshacer las boñigas. Y como el tío Perrenda era el
hombre de su casa, afiló con mimo el calabozo en la piedra del pilón, dispuesto
a dar buena cuenta de los espinos y las escobas, que tampoco era cuestión de
llevar una herramienta de más peso, que no era el Sr. Juan hombre de gran
envergadura, sino más bien al revés: corto de estatura y enjuto de cuerpo.
En la dehesa se
echaba el día entero y se comía alrededor del chozo, cada uno de lo suyo. El
vino lo ponía la comisión y esa fue la perdición del tío Perrenda. Porque, a
media mañana, dijo Basilio que ya era hora de echar un trago; y lo echaron y,
un rato después, repitieron. Porque el vino, que era de El Valle, estaba muy
bueno y, además era gratis. Así que no echaron un trago, sino varios y cuando
se sentaron a comer, el vaso, que iba de mano en mano, se paró más veces de las
convenientes en la del tío Perrenda. Sobre las cinco dejaron el trabajo y el
tío Juan desató el burrillo, montó con dificultad y enfiló la calleja haciendo
equilibrios encima del animal. Cuando, desde los cercados de tía Jeroma, divisó
la sombra negra del cura, que subía por La Portillera, algo se revolvió en su
interior. Mira, el de la carga, pensó, sabiendo que el tropiezo sería
inevitable. Cuando se encontraron, el Sr. Juan acercó el burrillo a la figura
negra e intentó decir algo, pero la lengua se le trabó y sólo acertó a musitar
algo así como: “Hoy no es mingo y los que
trabjamos, tabjamos”. Y levantó el calabozo por encima del hombro para
mantener el equilibrio. El cura debió de interpretar otra cosa, porque saltó
hacia atrás, como si el viejo fuera una tentación. El tío Perrenda bajó la
herramienta y, algo envalentonado por el vino, azuzó al burro, repitió que hoy
no era domingo y, con un escorzo impropio de la edad y del estado en el que se
encontraba, arrancó de un manotazo el bonete que el sacerdote llevaba en la
cabeza, como muestra de su cargo y para protegerse del sol. El cura, mucho más
joven, reaccionó rápidamente y, para evitar males mayores, arrebató al tío
Perrenda el calabozo que este alzaba en el aire sin ningún control. Y allí se
quedaron los dos, con los papeles cambiados: el tío Perrenda con el bonete en
la mano, farfullando por lo bajo y el cura sujetando una herramienta que a él
le parecía un arma.
—Sr. Juan, deme usted el bonete—dijo
entonces el sacerdote sin levantar mucho la voz y con tono conciliador.
—Dame tú a mí el calabozo— replicó a
gritos el tío Juan con voz entrecortada.
Así estuvieron
un rato, repitiendo el mismo son, en un tono más alto cada vez; y así hubieran continuado,
en un imprevisible final, si no hubieran ido llegando los que venían detrás, que
se paraban a una distancia prudente asombrados por aquella situación equívoca:
un viejo que arrugaba con saña el gorro de un cura y un sacerdote que intentaba
esconder una herramienta detrás de la sotana. El primero en intervenir fue Juan Mediero, que
se acercó al burrillo del tío Juan, que ya daba ciertas muestras de
nerviosismo, lo tranquilizó, retiró el arrugado bonete de las manos del viejo,
lo estiró un poco encima de los zajones y se lo devolvió al cura, quien,
mansamente, le entregó el calabozo, con el ruego de que no se lo diera al tío
Perrenda por si acaso. El Mediero, que se había ido deshaciendo de los otros
con un leve gesto de la mano, aseguró al tío Perrenda en la albarda, cogió el
burrillo del rabero y emprendió la marcha hacia el pueblo. Cuando llegaron, acompañó
al viejo a la casilla, le ayudó a atalantar
al burro y lo escoltó hasta la vivienda, en cuya puerta se habían
congregado ya algunos vecinos, sabedores del incidente con el cura.
El tío Juan,
pasó entre ellos con la cabeza alta, haciendo alguna que otra ese, empujó la
puerta, la cerró con la escasa pujanza que le permitían sus fuerzas, se sentó
en el poyo, descansó la frente en el puño y allí se quedó, en actitud reflexiva.
Lo de Juan Perrenda soy… vino después, cuando el Sr. Juan ya estaba harto de
oír por lo alto de la pared del corral a los que pasaban que aquella era la
casa del que pegó al cura; y aunque él sabía que no era cierto, también sabía
que en los pueblos las cosas no son como son, sino como se cuentan. Por eso
añadió lo de las ovejas. Y, alguna que otra vez, lo de los huevos. Porque en su
fuero interno, no sabía muy bien por qué, no se sentía mal con la confusión.