El camino hasta la ermita
transcurre por la carretera que sube a Navasequilla y desde allí, desviándose a
la derecha en la misma ermita, se convierte en una vereda angosta, llena de
piedras y calabones que dificultan el paso de cualquier caballería. Desde el
prado de Paná hay que andar con ojo, porque un resbalón o un mal paso del
animal pueden terminar con el costal en el arroyo. Y entonces, adiós burro y
adiós grano. Por eso hay gente que agarra el burro del rabero y no lo suelta
hasta pasar la garganta. Sin embargo, Braulio piensa que es mejor dejar que el
animal se las apañe solo, sin arrearle, dejándole libertad para que busque el
paso más conveniente.
La vista es impresionante: abajo, Zapardiel, con su torre irguiéndose
soberana sobre las casas arracimadas en torno a la plaza, en uno de cuyos
frentes negrean las verjas de una casa blanca, grande, que llaman de los
Caselles; más allá, las eras, aún amarillentas y, detrás, el robledal y los
cerros pelados que marcan el camino hacia Ortigosa. A la derecha, el río medio
seco y a lo lejos, los picachos azulados de Gredos, Risco Redondo en primer
término. Al fondo, los pinares y la carretera que dicen de Madrid.
El último trecho del camino se hace a través de una calzada de piedra
hecha por las manos sabias de los hombres de antes, entre curvas y recodos, con el molino acercándose y alejándose como si
tuviera vida, siempre por debajo de los canchales de La Somaílla, entre subidas y descensos hasta alcanzar la morera que
adorna la entrada del edificio.
El molino está abierto. Braulio da una voz, descarga y traba un
extremo de la soga a una mano del burro y el otro a un rebollete, dejando el
trozo de cuerda suficiente para que animal pueda comer sin que se enrede a se
aleje demasiado. El molinero, que es algo teniente, saluda desde dentro cuando
ve acercarse al hombre. Sobre la frente lleva unas gafas oscuras sujetas a la
parte posterior de la cabeza con una goma, que le dan un aspecto extraño. Anda
muy afanoso picando la piedra e indica al hombre que tendrá que esperar un rato
hasta que acabe y pueda colocar en su sitio la inmensa mole redonda que pende
de una grúa de madera como si fuera de juguete. Entonces se ocupará de su
grano. Braulio sabe que estas cosas pasan y, aún puede ser peor, porque, a
veces, el molino está cerrado y no hay más remedio que acercarse al pueblo, a
casa de la madre, a ver qué pasa y si alguien puede venir a abrir. Resignado,
sale al exterior y se sienta en una piedra dispuesto a liar un cigarro. No ha
terminado el hombre de pasar la lengua por el papel cuando llegan hasta él las
cabras de Navasequilla que ramonean en apacible careo entre los tomillos y las
hierbas frescas de la regadera. Todas juntas, menos una, negra como la pez, que
pasta a unos metros del rebaño, sola, como si estuviera enfadada con las otras.
Extrañado, el hombre pregunta al cabrero, viejo y arrugado como él por los años
y los aires de la sierra, cuál es la causa de la separación. “Esa es que es nueva, la compraron antier en
Navalperal y hoy es el segundo día que viene a la cabrá. No sé, yo creo que
anda algo triste, así que habrá que enseñarla para que haga buena junta con las
otras”.
Braulio, que como es de rigor ha invitado a tabaco al vecino, acude a
la voz del molinero, escupe la colilla, la pisa y se despide pensando en la
cabra solitaria. Estas historias le dan siempre qué pensar. A veces, los
animales tienen las mismas reacciones que las personas. O parecidas.
RHM
Diciembre2012
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