lunes, 18 de diciembre de 2017

NADA NUEVO BAJO EL SOL

   
A Braulio le gusta sentarse al solecillo tenue del mes de enero. Al resolano, como dicen en el pueblo, la cabeza tapada con la boina, las manos en el bastón y la espalda apoyada en las piedras de la pared. Así; con los ojos semicerrados, pensando; aunque muchas veces ni siquiera sabe que piensa; o recordando cosas, aunque ya no recuerda o no quiere recordar porque la memoria es selectiva y a veces se emperra en traer a la cabeza cosas que le duelen en el alma y otras no es capaz de recordar ni el nombre de la dehesa donde estuvo a punto de casarse. 

A Braulio casi nunca le interesa la conversación de la sobrina, que suele parlotear con la vecina mientras borda y borda unas letras inacabables sobre una tela blanca aprisionada en un bastidor de madera. Pero hoy es otra cosa. Andan las dos mujeres a vueltas con los cambios que da el mundo, que hay que ver a donde hemos llegado, que fíjate tú —dice muy seria la sobrina parando el bordado y mirando a la otra fijamente, como si en esa mirada larga y profunda se escondiera el conocimiento de todos los adelantos que en el mundo han sido—. Que ha contado el mi muchacho, que ha estado aquí el domingo, o el finde, como dice él, que se fueron a Oporto y que un hombre los llevó al aeropuerto en el su coche —el del hijo— y que se lo trajo y cuando regresaron, allí estaba otra vez el hombre con el coche para recogerlos y que yo pensé que sería un amigo, pero no, que no le conocían de nada y que eso es un servicio que se puede contratar por Internet, ya ves tú que qué cosas. Y como la otra no dice nada, la sobrina sigue perorando, haciéndose cruces sobre lo adelantados que viven en Madrid y que dónde vamos a llegar.
            Pero Braulio hace ya un rato que no la escucha. Desde que oyó lo del coche, su imaginación, ávida de recuerdos, ha volado hacia atrás, cuando no había coches en el pueblo y, para ir a El Barco a por lo más necesario, no tenían más remedio que ir andando por La Lastra o en el coche de línea que pasaba por La Aliseda. Braulio ha hecho muchas veces los seis kilómetros que separan los dos pueblos en el coche de San Fernando,  unas veces a pie y otras andando, pero si había que traer pienso o algo de peso, no tenía más remedio que llevarse el burro, como hacían otros muchos.
Así que bien de mañana aparejaba el animal y echaba camino abajo por El Castrejón, que la carretera no le gustaba y cuanto menos fuera por ella, mejor, que algunos decían que Los Guardias eran algo impertinentes  con lo de la circulación por la derecha. Y cuando llegaba al pueblo de abajo, dejaba el animal en casa de algún amigo o conocido y ellos lo acogían amorosamente, lo metían en la cuadra y le decían que allí le estaría esperando el burrito para cuando regresara en el coche de línea, sobre las tres y media. Mismamente como lo que cuenta la sobrina del hijo en el aeropuerto, sólo que este caso el conductor era él. Claro que alguna vez, Braulio, que solía poner esos días el aparejo más nuevo al animal para que los otros no le criticaran, se sorprendía al ver ciertas manchas de estiércol o restos de heno o de tierra en la manta nueva que arropaba la albarda. Y, aunque Braulio nada decía al hospedero, le miraba con sorna y hacía algún comentario intencionado, dirigiéndose al burro,  sobre lo descansado que debía de estar, que se había tirado seis horitas en la cuadra sin dar golpe. Pero como el otro no se daba por aludido, no iba más allá porque los burros no tienen cuentakilómetros. Y Braulio sonríe tan ruidosamente que las dos mujeres  se callan de repente y se le quedan mirando como si le hubiera dado algo.