Casi nunca se nos presentaba una tarde como aquella: todo el tiempo para nosotros, haciendo nuestra santa voluntad, sin más compañía que unos cuantos borregos que andaban a lo suyo, medio escondidos en el lindón, buscando entre las matas las hierbas escasas de la escasa primavera serrana. Lo habitual era exactamente lo contrario: Vas, echas el agua y te vuelves y mucho cuidaíto con quedarte de caraba con el primo. Que cuando vuelvas, lo catas. Y metían, además, alguna pulla: Que nosotros tenemos mucho que hacer y esos lo tienen ya todo hecho.
Las madres estaban tres prados más allá, tapadas por enormes bardos de sauces y espinos, escabuchando el trigo que empezaba a verdeguear en el huerto. El prado, un recinto pequeño de geometría irregular, lindaba con otro cuya pared tenía varios tramos en el suelo y nosotros, llevados por ese afán de imitar a los adultos y de demostrar nuestra valía, amén de que lleváramos ya un buen rato tumbados debajo de los robles lanzando cantos a los arrendajos y a las tórtolas sin ningún resultado, decidimos levantar uno de los trozos más arruinados.
Así que, ni cortos ni perezosos, nos pusimos a la faena: retiramos las piedras caídas hasta dejar al descubierto el suelo embarrado y las colocamos cerca, en fila, para tenerlas a mano. Nos pusimos uno enfrente del otro y emprendimos la tarea. Habíamos visto a los hombres del pueblo levantar portillos tantas veces sin que nos dejaran meter mano -quita de ahí, estorbo- que puedo decir que dominábamos la teoría con una solvencia extraordinaria. Así que, como ellos, empezamos colocando las piedras más pesadas abajo, directamente sobre el suelo. Luego, fuimos poniendo las otras encima, buscando el asiento más favorable, sin más argamasa que la propia fuerza de la gravedad. En los huecos metíamos cantillos más chicos que golpeábamos con otros hasta que quedaban firmemente agarrados a la pared. O eso creíamos nosotros. Y así, poco a poco, fue surgiendo una esbelta fila de piedras, algo torcida, la verdad, que pronto alcanzó una altura de un metro, más o menos, que nos pareció suficiente. Y fue entonces cuando oí a mi primo, como si reflexionara para sí mismo:
- Antes de colocar las cabreras deberíamos probar si es segura.
Y sin más comentarios lo dos trepamos encima de lo hecho y nos pusimos a saltar. Subíamos y al caer flexionábamos las piernas, empujando para hace más fuerza. Claro, que sólo pudimos saltar cuatro o cinco veces porque, de repente, la pared, que tan laboriosamente habíamos levantado, se vino abajo con un ruido que a nosotros nos pareció ensordecedor, pero que, seguramente, nadie pudo oír porque quedó apagado por nuestros gritos y, luego, por nuestras propias risas.
Desde aquel día, en esa escala imaginaria que he ido forjando sobre la utilidad del conocimiento, uno de los primeros lugares está ocupado por esos hombres que saben hacer cosas útiles.
Las madres estaban tres prados más allá, tapadas por enormes bardos de sauces y espinos, escabuchando el trigo que empezaba a verdeguear en el huerto. El prado, un recinto pequeño de geometría irregular, lindaba con otro cuya pared tenía varios tramos en el suelo y nosotros, llevados por ese afán de imitar a los adultos y de demostrar nuestra valía, amén de que lleváramos ya un buen rato tumbados debajo de los robles lanzando cantos a los arrendajos y a las tórtolas sin ningún resultado, decidimos levantar uno de los trozos más arruinados.
Así que, ni cortos ni perezosos, nos pusimos a la faena: retiramos las piedras caídas hasta dejar al descubierto el suelo embarrado y las colocamos cerca, en fila, para tenerlas a mano. Nos pusimos uno enfrente del otro y emprendimos la tarea. Habíamos visto a los hombres del pueblo levantar portillos tantas veces sin que nos dejaran meter mano -quita de ahí, estorbo- que puedo decir que dominábamos la teoría con una solvencia extraordinaria. Así que, como ellos, empezamos colocando las piedras más pesadas abajo, directamente sobre el suelo. Luego, fuimos poniendo las otras encima, buscando el asiento más favorable, sin más argamasa que la propia fuerza de la gravedad. En los huecos metíamos cantillos más chicos que golpeábamos con otros hasta que quedaban firmemente agarrados a la pared. O eso creíamos nosotros. Y así, poco a poco, fue surgiendo una esbelta fila de piedras, algo torcida, la verdad, que pronto alcanzó una altura de un metro, más o menos, que nos pareció suficiente. Y fue entonces cuando oí a mi primo, como si reflexionara para sí mismo:
- Antes de colocar las cabreras deberíamos probar si es segura.
Y sin más comentarios lo dos trepamos encima de lo hecho y nos pusimos a saltar. Subíamos y al caer flexionábamos las piernas, empujando para hace más fuerza. Claro, que sólo pudimos saltar cuatro o cinco veces porque, de repente, la pared, que tan laboriosamente habíamos levantado, se vino abajo con un ruido que a nosotros nos pareció ensordecedor, pero que, seguramente, nadie pudo oír porque quedó apagado por nuestros gritos y, luego, por nuestras propias risas.
Desde aquel día, en esa escala imaginaria que he ido forjando sobre la utilidad del conocimiento, uno de los primeros lugares está ocupado por esos hombres que saben hacer cosas útiles.
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