sábado, 29 de marzo de 2014

FUEGO



El niño podría revivir una a una las imágenes del incendio como si hubiera estado presente. Aunque no estuvo. Son tantas y tantas las veces que ha oído contar el episodio a unos y a otros que en su mente se ha formado una película de los hechos tan real que no se diferencia en nada de los acontecimientos, tal como se produjeron.

            Los recuerdos comienzan en la madrugada de un marzo lluvioso, aún en pleno invierno en el pueblo, allá por los primeros años sesenta, cuando su tía, embarazada y a punto del alumbramiento, interrumpió su sueño inocente con voces y golpes en la puerta de la casa materna. “¡Ay, hermanita, ¿te parece que de la casilla de tio Machorro salen llamas? Levántate, que está ardiendo!” Y la respuesta aterrada de la madre. “¡Suéltame las vacas, corre. Corta los corniles!”. Y la voz de fuera: “No, si no es en la casa, que es en la casilla”. Y la madre que salta de la cama como una exhalación y el niño que corre detrás, los pies desnudos sobre el suelo helador, hasta que la voz dura de la mujer, voz de miedo, le para en seco. “Tú ahí quieto. Ni se te ocurra salir de la cama”. Y el niño se acuesta otra vez, pero ya no vuelve a dormirse. Se acurruca en el lecho, ahora frío y solitario, y espera.

            Pronto suenan las campanas; tocan a rebato, aunque a aquella hora, todos en el pueblo saben ya sin ningún error que se trata de algo grave, terrible, que requerirá la ayuda de todos; y todos, repentinamente despiertos, abandonan sus lechos calientes. “Es la casilla de tio Diola, que se está quemando” Y allí se van, hombres y mujeres, provistos de cubos. Algunos, los más precavidos, llevan hachas y escaleras rudimentarias.

El niño puede ver la organización casi militar del trabajo. La fila doble –eso sí que es una cadena humana- que se forma desde el pilón de Abajo hasta la cuadra: en un sentido, los cubos llenos de agua pasan de mano en mano hasta los brazos vigorosos de los hombres que, subidos en precarias escaleras de mano de fabricación propia, arrojan con fuerza el líquido al interior de la casa. En el otro regresan vacíos. Así hasta que se acaba el agua del primer pilón y hay que alargar las hileras para llegar al de la plaza. Incluso se piensa en traer la presa. El niño puede ver a los hombres más jóvenes subidos al tejado, quitando las tejas y hurgando entre las bardas para cortar las vigas que caen al recinto de cualquier manera, en un montón informe para terminar de quemarse y morir allí. El niño puede oír el lamento terrible de la vecina. “Corred aquí, que se me quema la casa!”. Y puede oír también el bramido terrible, casi salvaje, de la vaca, atada a la viga del pesebre con un grueso cornil que no puede romper. El niño puede ver la cara sudorosa y blanca del cura nuevo, un hombre joven, subido al tejado como uno más. Se ha quitado la sotana y echa agua y corta palos y tira tejas no como uno más, sino como el que más. El niño puede ver la cara de alivio de los hombres cuando una especie de pelota gris chamuscada y temblorosa sale al corral como si retozara. Es el burro. “Ese se ha salvado porque estaba suelto, pero la vaca…” Inmediatamente después, otra pelota humeante, ahora marrón, irrumpe en el corral enloquecida. Es la becerra. “Esa ha salido porque tampoco estaba atada, pero la vaca…”. La vaca, el mayor tesoro y casi único capital de los dueños de la cuadra, no saldrá.

Cuando, ya entrada la mañana, los rostros tiznados por el humo, cansados pero satisfechos, se retiran de las paredes aún calientes, el niño se cuela entre las piernas y se acerca a lo que ahora no es más que un portillo ennegrecido, y que antes fue una ventana, para ver los restos del desastre: los dos edificios sin tejado y el suelo lleno de retejones y piedras negras aún humeantes. Sobre las paredes oscuras y húmedas, hueras de revoque, se apoyan vigas y palos menores, tizones enormes que lanzan al sol incipiente un mensaje de desolación y de desgracia irreparable. Y en un rincón, la vaca, extrañamente entera, pero muerta. El niño ve cómo le atan de los cuernos una gruesa soga de esparto que fijan por el otro extremo al yugo de una yunta que alguien ha traído. El niño ve cómo azuzan a las vacas para que tiren de su congénere, ya inerte, y la sacan a la calle. El niño sabe que la van a desollar, a sangrar y a repartirse la carne entre todos, a tanto el kilo. Ese será el primer consuelo que reciban los dueños, sin más seguros ni indemnizaciones.

            Y en la cabecita del niño se va asentando un respeto profundo hacia estos campesinos, duros como el pedernal, firmes en sus amores y desamores, moradores de unos pueblos huérfanos de cualquier ayuda institucional, que dan siempre una bella lección de solidaridad cuando ocurren estas desgracias. Por encima de lindes, aguas o ganados.