Ahora
que se habla tanto de las nuevas tecnologías, me permito presentaros el primer
acercamiento que tuvimos en el pueblo a tan magnos adelantos. Fue allá por los
sesenta. Hasta entonces siempre habíamos separado el grano de la paja, una vez
trillada la mies -como manda El Evangelio-, con la ayuda del viento. Ya se
sabía: si hacía aire, se lanzaban horconadas de mies hacia arriba para que el
viento hiciera volar la paja unos metros mientras el grano caía por su propio
peso a los pies del limpiador. El problema era que el aire, siempre caprichoso,
podía aparecer a cualquier hora, incluso por la noche o de madrugada, lo que
obligaba muchas veces a los sufridos campesinos a dormir en la era. Incluso,
podía no aparecer en varias jornadas, con lo que la parva se eternizaba,
expuesta a cualquier inclemencia porque ya se sabe que La Naturaleza o quiénquiera que mande allí arriba no suele tener en cuenta las necesidades de los
hombres del campo e, incluso, algunas veces parece manifestarles una hostilidad
fiera.
Estas
y otras razones, como el exceso de trilla para tan poca era, fueron las que
decidieron al abuelo invertir en la máquina, como siempre la llamamos. La
máquina; porque sólo había una y no existía ninguna posibilidad de confusión.
Así fue como los yernos y el hijo fueron a Piedrahíta, a la feria de labranza y
compraron el aparato que veis. En la parte trasera figuraba el nombre, digo yo
que sería de la casa madre: La Ceres, bella denominación latina que entonces no
entendíamos, pero que nos gustaba por aquello del cereal.
La
máquina llegó al pueblo en un camioncillo, pasó unos días en el corral del
abuelo y desde allí, tirada por una pareja de burros, fue llevada a la era ante
la expectación general y encerrada en una caseta fabricada al efecto y de
donde sólo salía para limpiar.
Trabajar
con ella era todo un adelanto, porque las parvas se trillaban y limpiaban inmediatamente después, por lo que no era raro escuchar a los vecinos o a los transeúntes: ¿Ya habéis
recogido el centeno? Claro, vosotros como tenéis máquina. Y aunque notábamos
algún retintín, también observábamos cierta admiración.
Hacer
funcionar el aparato requería de una cierta habilidad que fuimos consiguiendo
con el tiempo. Si bien no todos poseían la técnica depurada que se aprecia en
el vídeo,-sin duda alguna, un profesional contratado para tal fin-, todos fueron
aprendiendo que era mejor accionar la rueda sólo con los brazos que con todo el
cuerpo y, aunque limpiar era cosa de hombres, algunas intrépidas mujeres de la
familia también quisieron probar alguna vez. Todo hubiera ido mejor con un
motorcillo acoplado a la rueda motriz, pero nunca se puso porque entonces la
mano de obra era barata, sobre todo la de los mozos que estábamos de vacaciones
e ir mucho más allá con la tecnología en manos de muchos no parecía conveniente
Luego
llegaron otras al pueblo, pero ya no fue lo mismo.
RHM
Nov2015