Todo el día dando vueltas y vueltas amarrados al trillo. Sólo algún momento de escaqueo con la excusa de ir a por un barril de agua o a cortar una vara para los burros. Bajo un sol de justicia; de justicia social, sobre todo, porque los niños trabajábamos como adultos. Como adultos totalmente responsables de mantener la yunta dentro de la parva, de que no comieran, de que respetaran las hacinas que bordeaban la era. Responsables de recoger en una lata las boñigas o los cajagones para que no mancharan la mies. Responsables, incluso, de devolver las vacas a la dehesa al terminar la faena.
Por la tarde nos animábamos algo. El bálago se había amortiguado ya y las vueltas, aunque siempre monótonas, se hacían más llevaderas. El calor disminuía bastante y la sombra oblicua de los robles y de los enebros marcaba la cercanía de la suelta. Ya desde la comida estaba decidido quién llevaría las vacas a la dehesa, cerro arriba, deprisa, deprisa, azuzadas por el hambre y las ganas de ver a las crías. En cuanto veíamos pasar un par de yuntas por la carretera, empezábamos con la cantinela: ¿No soltamos ya? ¿No soltamos ya? Hasta que la madre decía: “Venga, hombre, suelta ya las vacas, que luego se hace muy tarde para el muchacho”. Y el muchacho, que podía ser cualquiera, bien provisto de un grueso garrote y de un trozo de pan y chorizo, se preparaba para seguir al ganado, camino arriba, detrás del polvo, sin intervenir, porque las vacas conocían cada piedra, cada barranco que pisaban, sabían dónde iban y no se equivocaban jamás. Podrían haber ido solas y no se hubieran perdido.
Así, siempre detrás, aguantando el polvo que levantaban las pezuñas de los animales, llegábamos a Navasequilla. El paso por el pueblo, especialmente por la eras que quedaban a ambos lados del camino, a la salida, era siempre un suplicio, sobre todo para los más tímidos. ¿Tú de quién eres?, preguntaban invariablemente los campesinos que se afanaban en las parvas de trigo o de centeno. Casi siempre contestábamos la verdad, dando el nombre del padre y de la madre. Por lo bajo, y más que nada para convencernos de nuestra propia valentía, siempre decíamos lo que nos decían los demás que contestaban ellos: “Soy de mi padre y de mi madre”. Pero esto no lo oían los campesinos, aunque nos hubiera gustado. Caminábamos deprisa, cabizbajos y modositos, procurando pasar desapercibidos entre la gente, sin mirar, como si no viendo, posibilitáramos que no nos vieran.
La vuelta era otra cosa. Metíamos el ganado en la dehesa, colocábamos deprisa las piedras o los palos de la puerta, enfilábamos la estrecha calleja hasta las eras y cogíamos la calle de la iglesia, hasta que llegábamos a la puerta verde. Se trataba de una puertecilla estrecha, de madera, que alguien había forrado en la parte inferior con un trozo de chapa, para que escurriera el agua. La lata sonaba y nosotros la hacíamos sonar mucho más fuerte con dos o tres garrotazos certeros. Golpear y correr. Alejarnos deprisa, pero no tanto como para que la distancia nos impidiera escuchar los gritos e improperios que lanzaba la dueña de la puerta. Para algunos era una especie de venganza: aguantábamos el paso por la eras como si nos expusieran en un escaparate, respondíamos a las preguntas por miedo y callábamos por miedo. Nos llamaban perreros y callábamos, y cuando venían a nuestro pueblo los llamábamos currines y callaban ellos.
Si la dueña no salía, siempre nos quedaba la campana. La torre, que se recortaba sobre el azul del poniente como un prisma casi perfecto, era el último edificio del pueblo. Tenía una única campana que nosotros apedreábamos con escasa puntería, pero con saña, haciéndola sonar tres o cuatro veces hasta que alguno avisaba: ¡Que viene un hombre! Y corríamos otra vez, como conejos asustados, hacia la carretera, cruzábamos por delante del camposanto y empezábamos a subir el tortuoso camino del cerro, siempre mirando hacia atrás, como esperando alguna reacción que casi nunca se producía, sintiendo vibrar nuestros corazones como si fuéramos héroes de una batalla incruenta mil veces repetida.
RHM
Febrero2012
Si la dueña no salía, siempre nos quedaba la campana. La torre, que se recortaba sobre el azul del poniente como un prisma casi perfecto, era el último edificio del pueblo. Tenía una única campana que nosotros apedreábamos con escasa puntería, pero con saña, haciéndola sonar tres o cuatro veces hasta que alguno avisaba: ¡Que viene un hombre! Y corríamos otra vez, como conejos asustados, hacia la carretera, cruzábamos por delante del camposanto y empezábamos a subir el tortuoso camino del cerro, siempre mirando hacia atrás, como esperando alguna reacción que casi nunca se producía, sintiendo vibrar nuestros corazones como si fuéramos héroes de una batalla incruenta mil veces repetida.
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Febrero2012