sábado, 10 de enero de 2009

SOMOS TRES PRIMOS HERMANOS...



No hace mucho tiempo, tuve ocasión de visitar el centro de interpretación del Valle del Jerte que la Comunidad de Extremadura ha instalado en la localidad de Tornavacas. Tiene dicho centro una sala dedicada a la trashumancia, cosa que hemos de agradecer a la Junta , sobre todo si tenemos en cuenta que El Valle en la trashumancia sólo fue el camino, el lugar de paso natural para los rebaños de vacas y ovejas, especialmente de ovejas, que bajaban del valle del Tormes. Conocimos pastores de la zona del alto Tormes, de la ribera del mismo río, de la sierra de Béjar, pero no tuvimos compañeros de Tornavacas, Jerte, Cabezuela o Navaconcejo, lugares naturales de pernocta para personas y animales.

En dicha sala, además de una fotografía de Patricio, pastor de nuestro pueblo, publicada ya por Pedro M. Madera en un guía de El País-Aguilar, se puede ver un chozo y otros enseres propios del oficio del pastoreo trashumante, así como una serie de fotos con un texto explicativo sobre la imagen que representan. En el apartado referido a la vestimenta y el folklore, me llamó la atención un poemilla que dice así:

Vale más una extremeña
Con una cinta en el pelo
Que cuatrocientas serranas
Vestidas de terciopelo.


Reparé en la letra de dicho poemilla porque ya había oído a mi madre muchas veces cantar esa misma canción, pero con una letra ligeramente distinta:

Vale más una serrana
Con una cinta en el pelo
Que doscientas extremeñas
Vestidas de terciopelo.

Esta discrepancia en el primer verso me llevó a reflexionar sobre el “pique” que existió siempre entre serranos y extremeños. Nosotros, los serranos, nos considerábamos depositarios de las mejores esencias castellanas: éramos trabajadores, ahorrativos, austeros, duros, capaces de los mayores sacrificios, vencedores del tiempo y del clima…Los extremeños nos parecían despilfarradores, con el ánimo justo, amigos de la juerga, poco trabajadores, blandos… Seguramente ambas concepciones son erróneas, porque los dos pueblos somos el fruto maduro de una historia en la que los protagonistas han tenido muy poca participación: en la Extremadura pastoril, la ordenación de la tierra en enormes latifundios condujo a la mayoría de sus habitantes a la más absoluta miseria y en la zona de la sierra abulense, la miseria estuvo instalada siempre y ese concepto de ahorradores como valor supremo, no era tal porque no cabía lo contrario. No gastábamos porque no teníamos qué gastar. Más que duros, éramos supervivientes, no pasábamos hambre porque en nuestros pobres huertos teníamos lo imprescindible para subsistir. Así era nuestra economía, de pura subsistencia.

En este contexto, relataré una anécdota que, en mi opinión, ilustra bastante lo que he escrito anteriormente.

Era a finales de octubre. El rebaño de ovejas, cerca de mil, había cubierto el trayecto hasta Jerte sin más vicisitudes dignas de mención que el que una de las yeguas que cargaban con el equipaje estaba en celo, iba alta. Hombres y ganado se disponían a pasar la noche en unos prados arrendados previamente a una señora del pueblo. El dueño de la yegua, viendo un enorme garañón en un corral anejo, esperó a la noche y, sigilosamente introdujo a la yegua en el recinto para que el caballo cumpliera fielmente la función para la que la naturaleza le había dotado tan espléndidamente, regodeándose además, por haberse ahorrado el pago de la monta, más bien la remonta, como decían ellos.

Antes de amanecer, el pastor sacó la yegua del corral para evitar la evidencia de la noche de amor entre los animales, y la llevó con las ovejas. Cargaron los pertrechos, se despidieron de la dueña y continuaron el camino hacia Plasencia. Cuando varias horas después, el ama fue a sacar el semental del corral, supo enseguida que el animal había tenido una noche de trabajo no remunerado y, maldiciendo la tacañería de los serranos, se conjuró para cobrar la monta en primavera, cuando subieran a la sierra.

Pasó el invierno y a mediados de junio, los rebaños fueron subiendo por el valle, entre cerezos rojos de fruta y aromas primaverales. La yegua de nuestro cuento venía espléndida en su preñez de casi ocho meses, amplia de panza y fina de pelo. Estuvo al quite el ama y cogiéndola del rabero, inquirió a los pastores sobre la propiedad del animal. Se adelantó uno de ellos, de rostro enjuto y rugoso, curtido por el sol, al que la falta de dos dientes en el maxilar superior, daba un aspecto inconfundible.

- Oiga, ¿es usté el dueño de esta yegua?
- Sí, es mía.- repondió el pastor.
- Pues, es que la montó el mi caballo en el otoño, cuando bajaban y usté no me pagó la remonta.
- ¡Qué dice usté, señora, si yo y la mi yegua bajamos por Béjar!
- ¡Que no!, que le conozco por la mella.
- Ay señora, la mella, la mella… Somos tres primos hermanos y toos con el mismo defeuto.

RHM. Enero 09.