lunes, 12 de diciembre de 2011

TORMENTA





Braulio va a tardar mucho tiempo en olvidar el día que la tormenta se llevó de los cercados de La Gargantilla la vaca de Emilio El Mentirola. Desapareció del prado arrastrada por la riada y apareció trabada entre los alisos de la garganta de El Clavillos, tres kilómetros más abajo, milagrosamente entera, pero tan golpeada que casi no se pudo aprovechar la carne. Él no se enteró hasta el día siguiente porque pasó, como otras muchas veces, todo el día en el campo, en esta ocasión con la pastoría.
Hacía ya varios días que el calor era insoportable y totalmente inusitado para una zona tan alta. Los animales andaban como sonámbulos, comidos de moscas que se cebaban con sus ojos llorosos y los hombres, hoscos, malhumorados y taciturnos, realizaban a duras penas las faenas propias de la estación.
Braulio había soltado el ganado en La Nava, apenas a unos metros del vecino anejo de Navasequilla, antes de pintar el sol, y lo había encaminado hacia el cerro Parrado, con el fin de llegar a lo más alto del monte antes de que empezara a calentar. Conocía perfectamente el careo: siempre por detrás de El Frontón, aprovechando la frescura de los charcos de las Lagunillas y los Colgaízos para ir a dormir a lo llano de la Sierra. Las ovejas remoloneaban mucho, andaban despacio con las cabezas gachas, buscando la sombra de las compañeras hasta formar un ovillo para protegerse algo del calor sofocante de la mañana. Braulio tenía la cabeza pesada, sentía como un zumbido sordo que le producía un malestar desconocido, como si un sopor perenne e insistente le impidiera pensar y le llenara de malos presagios. No tenía ganas de nada. Ni sentado en lo alto de los canchos ni tumbado en los mullidos juncos de las fuentes encontraba el sosiego que siempre le acompañaba cuando iba con el ganado. Al fin, en los regajos que dan vista La Avellaneda, sin apenas haber probado bocado, dormitó un poco en un duermevela que le produjo más cansancio que otra cosa. Cuando se incorporó, su experiencia de hombre del campo le indicó claramente que venía la tormenta. Una nube negra asomaba amenazadora por encima de los calabones del mojón de Pepe Lindo. El cielo había perdido la luminosidad de la mañana y un manto sombrío se cernía sobre el paisaje. El hombre era un experto. Sabía que en poco tiempo se produciría el estallido y se preparó para afrontar lo que viniera de la mejor manera posible.
Braulio recordaba que ciertas mujeres recogían cantos el domingo de Pascua mientras las campanas tocaban a santo y que, cuando se anunciaba la tormenta, las lanzaban al cielo en la dirección de sus tierras para que la nube se esparciera y no destrozara sus campos de trigo o sus huertos de patatas y remolachas. Otras metían el farol encendido en la nasa del pan para proteger la casa y, aunque él no creía en esas cosas, escondió el paraguas debajo de un calabón y se alejó de los animales que, ahora estaban en un rebujo informe, como anclados los unos a los otros.
Braulio había oído mil veces que lo mejor para pasar una tormenta en el campo es quedarse al raso. Así que se colocó el capote sobre los hombros y comenzó a abrochárselo, pero antes de terminar, un haz de luz vertical iluminó los cielos y corrió ladera abajo a esconderse en el valle. Inmediatamente después sonó el trueno y el agua comenzó a caer en tromba como si alguien se hubiera ocupado de abrir a la vez todos los diques que la almacenan en las alturas. La oscuridad era casi total, sólo empañada por los relámpagos flameantes que cruzaban de un lado a otro, persiguiéndose en una guerra luminosa que llenaba de claridad nítida el cielo, seguidos por el ensordecedor ruido de los truenos, como si todas las criaturas del cielo anduvieran a la greña. Braulio no era miedoso. Sin embargo, ante el sobrecogedor espectáculo, se oyó de pronto musitando de manera mecánica aquella oración que tantas veces había oído a su madre en situaciones parecidas: Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita en el ara de la cruz. Pater noster, amén, Jesús, mientras aguantaba como podía sin perder de vista al rebaño que asistía como embobado a la furia de la tempestad.
Despacio, el hombre se acercó al alto y tendió la vista hacia el valle. El espectáculo era impresionante: una densa cortina de agua impedía ver con nitidez el pueblo, pero el ruido atronador en los caminos daba fe la magnitud de la violencia desatada. Braulio miró hacia el arroyo de El Vallejo, rebosante de un barro ocre y sucio. El agua indomable bajaba ya en estampida, arrancando tierra, piedras y plantas, saltando como una manada de potros desbocados, anegando prados y huertos y arruinando paredes y caminos. El hombre, en su soledad, sabía ya que no quedaba otra cosa que esperar y prepararse para afrontar los daños. Se acurrucó como pudo entre los fríos pliegues del hule del capote y se limpió con el hueco de la mano la cara arrugada en la que se mezclaba la humedad del agua con sus propias lágrimas.
Luego, dejó de llover. Las nubes, arrastradas por el viento, se alejaron por encima de los cerros de El Castrejón y una claridad irreal lo invadió todo. Del suelo húmedo subía un maravilloso olor a tierra mojada. Las hierbas secas y amarillas, castigadas por el severo calor de los días anteriores, tomaron un tenue color verde pajizo. Los animales, ampliamente repartidos por la cañada, comían con deleite. En los lejanos picos de Gredos se dibujaba una línea amarilla y un solecillo tenue quería aparecer entre las nubes esponjosas. La calma era total.
RHM
Diciembre 2011