domingo, 14 de octubre de 2018

ILUSIÓN





Habían llegado por la mañana en una furgoneta vieja y destartalada que a los niños nos pareció un vehículo de lujo. Preguntaron por la casa del Alcalde y allí se fueron para pedirle la llave del Ayuntamiento. El niño, que era algo sabelotodo, se enteró porque vio salir a los forasteros del corral de la autoridad y, como un detective de los que había conocido en los cuentos, los siguió hasta la furgoneta que habían dejado en la plaza y escuchó con atención: querían echar una película por la noche y, como en el pueblo no había un local adecuado, les parecía que el salón donde se celebraban los concejos, podría servir. Sobre todo porque en la plaza hacía mucho frío y el cura ya les había dicho que la iglesia no estaba para cosas de titiriteros. Y se los veía contentos porque el Alcalde les había concedido el permiso sin muchas trabas: que lo dejaran limpio y poco más.
     Desde el mismo momento en que supo el niño que por la noche habría cine en el Ayuntamiento, se puso a las órdenes de la madre sin excusa ni pretexto. Madre, ¿quiere usté que vaya yo a por las vacas? Y al rato: madre, ¿quiere usté que raspe la casilla? ¿Quiere usté que saque yo al abuelo al sol? Quiere usté , quiere usté , quiere… Muy querencioso estás tú hoy. ¿No será que esos forasteros que andan por la plaza traen algo que quieres ver? El niño, que era algo ingenuo, no pensó que la madre estuviera enterada de lo del cine, pero se equivocaba, porque la madre se levantó, entró en la sala y cuando salió le puso en la palma de la mano una peseta y le dio un beso de refilón. Pero al niño no le importó, porque muchas veces se lo comía a besos y no le daba un duro, ni una peseta, quizá porque no la tenía. Y luego, la madre, como el que no quiere darse importancia, le dijo que se llevara la banqueta y que tuviera cuidadito de traerla otra vez, que, aunque en los cines de verdad había butacas —dijo butacas— en el del pueblo cada uno se tenía que llevar la suya.
      Así que, en cuanto cayó el sol, el niño se fue a la puerta del Ayuntamiento, que no estaba lejos de casa, con su banqueta en la mano porque quería estar de los primeros para coger un buen sitio. Esperó con impaciencia a que los hombres de dentro abrieran la puerta, entregó la moneda al primero que se lo pidió y fue a colocarse lo más cerca posible de un artilugio que los forasteros habían colocado encima de un estaribel formado por una mesa y una silla. Se trataba de un extraño aparato de color negro que tenía una gran ojo de cristal y del que salían dos brazos de los que pendían sendas ruedas.
 Luego apagaron la luz y todo se volvió oscuro y el que manejaba el aparato le dijo al niño con cierta sorna que se diera la vuelta y que mirara a una sábana blanca que colgaba de la pared del fondo, porque era allí donde había que mirar. Y así era, porque, de pronto, el local se llenó de música y en la sábana empezaron a aparecer letreros e imágenes de caballos y de soldados con unos extraños trajes y una señora muy guapa rodeada de otras mujeres también muy guapas y luego y un rey y luego… Luego el niño se centró en seguir los diálogos porque el hombre mágico que manejaba la máquina estaba contando una historia y al niño las historias le fascinaban y si, además, las podía ver, le fascinaban mucho más. A partir de ese momento, el tiempo dejó de correr para el niño que miraba a la sábana fascinado, con los ojos totalmente abiertos y tan pendiente de lo que decían los actores que todos los que estaban a su alrededor habían desaparecido como por arte de magia. Cuando brotó la palabra fin en la sábana, el niño aún seguía tan absorto que le costó asimilar que la historia había terminado.
      Luego el niño creció y cuando supo de la existencia de Melquiades y su tribu de gitanos, entendió aún más la magia del cine. Pero para entonces era ya un aficionado empedernido que había encontrado en eso que llaman el séptimo arte un aliado especial para sus tardes de ocio. Y era tanto lo que le había dado el cine, tantas horas de grato entretenimiento, tantos conocimientos sobre la humanidad, que nunca agradecería bastante a aquellos viejos cómicos que, en un coche, viejo como ellos, llevaron por primera vez la magia del cine a su pueblo perdido en la sierra.