Habían llegado por la mañana en
una furgoneta vieja y destartalada que a los niños nos pareció un vehículo de
lujo. Preguntaron por la casa del Alcalde y allí se fueron para pedirle la
llave del Ayuntamiento. El niño, que era algo sabelotodo, se enteró porque vio
salir a los forasteros del corral de la autoridad y, como un detective de los
que había conocido en los cuentos, los siguió hasta la furgoneta que habían
dejado en la plaza y escuchó con atención: querían echar una película por la
noche y, como en el pueblo no había un local adecuado, les parecía que el salón
donde se celebraban los concejos, podría servir. Sobre todo porque en la plaza
hacía mucho frío y el cura ya les había dicho que la iglesia no estaba para
cosas de titiriteros. Y se los veía contentos porque el Alcalde les había
concedido el permiso sin muchas trabas: que lo dejaran limpio y poco más.
Desde
el mismo momento en que supo el niño que por la noche habría cine en el
Ayuntamiento, se puso a las órdenes de la madre sin excusa ni pretexto. Madre,
¿quiere usté que vaya yo a por las
vacas? Y al rato: madre, ¿quiere usté
que raspe la casilla? ¿Quiere usté
que saque yo al abuelo al sol? Quiere usté
, quiere usté , quiere… Muy
querencioso estás tú hoy. ¿No será que esos forasteros que andan por la plaza
traen algo que quieres ver? El niño, que era algo ingenuo, no pensó que la
madre estuviera enterada de lo del cine, pero se equivocaba, porque la madre se
levantó, entró en la sala y cuando salió le puso en la palma de la mano una peseta y le dio un beso de refilón. Pero al niño no le importó, porque muchas veces se
lo comía a besos y no le daba un duro, ni una peseta, quizá porque no la tenía.
Y luego, la madre, como el que no quiere darse importancia, le dijo que se
llevara la banqueta y que tuviera cuidadito de traerla otra vez, que, aunque en
los cines de verdad había butacas —dijo butacas— en el del pueblo cada uno se
tenía que llevar la suya.
Así
que, en cuanto cayó el sol, el niño se fue a la puerta del Ayuntamiento, que no
estaba lejos de casa, con su banqueta en la mano porque quería estar de los
primeros para coger un buen sitio. Esperó con impaciencia a que los hombres de
dentro abrieran la puerta, entregó la moneda al primero que se lo pidió y fue a
colocarse lo más cerca posible de un artilugio que los forasteros habían
colocado encima de un estaribel
formado por una mesa y una silla. Se trataba de un extraño aparato de color
negro que tenía una gran ojo de cristal y del que salían dos brazos de los que
pendían sendas ruedas.
Luego
apagaron la luz y todo se volvió oscuro y el que manejaba el aparato le dijo al
niño con cierta sorna que se diera la vuelta y que mirara a una sábana blanca
que colgaba de la pared del fondo, porque era allí donde había que mirar. Y así
era, porque, de pronto, el local se llenó de música y en la sábana empezaron a
aparecer letreros e imágenes de caballos y de soldados con unos extraños trajes
y una señora muy guapa rodeada de otras mujeres también muy guapas y luego y un
rey y luego… Luego el niño se centró en seguir los diálogos porque el hombre
mágico que manejaba la máquina estaba contando una historia y al niño las
historias le fascinaban y si, además, las podía ver, le fascinaban mucho más. A
partir de ese momento, el tiempo dejó de correr para el niño que miraba a la
sábana fascinado, con los ojos totalmente abiertos y tan pendiente de lo que
decían los actores que todos los que estaban a su alrededor habían desaparecido
como por arte de magia. Cuando brotó la palabra fin en la sábana, el niño aún
seguía tan absorto que le costó asimilar que la historia había terminado.
Luego
el niño creció y cuando supo de la existencia de Melquiades y su tribu de
gitanos, entendió aún más la magia del cine. Pero para entonces era ya un
aficionado empedernido que había encontrado en eso que llaman el séptimo arte
un aliado especial para sus tardes de ocio. Y era tanto lo que le había dado el
cine, tantas horas de grato entretenimiento, tantos conocimientos sobre la
humanidad, que nunca agradecería bastante a aquellos viejos cómicos que, en un
coche, viejo como ellos, llevaron por primera vez la magia del cine a su pueblo
perdido en la sierra.