La era del tío
Manolete era como un pequeño ecosistema. Todos los elementos –personas, animales y mies- eran necesarios y todos cumplían su misión. El tío Manolete se ocupaba
del orden; por la mañana pronto uncía las yuntas, las metía en la parva y,
cuando todo estaba en su sitio, se sentaba a la sombra del roble, liaba un
grueso cigarro de picadura y se ponía a fumar en un estado de paz total, como
si en el mundo no hubieran más cosas que su cigarro y él. El quehacer del niño,
cedido gratis et amore por la
madre los días que duraba la trilla, era bien sencillo: desde el momento en que
su yunta de vacas —la más experimentada y la más mansa— entraba en la era, el
niño se subía al trillo con la certeza absoluta de que no bajaría hasta la hora
de comer. Después de la comida volvería al mismo sitio hasta el final de la
jornada. Así un día y otro hasta que se trituraba la mies, con lo que su
inexistente contrato de trabajo quedaba cumplido y resuelto.
Seguramente era esta claridad en las
funciones de cada uno lo que convertía la era en un remanso de paz y en espejo
para otras eras, donde las voces, los gritos, las risas, el bullicio y algún
que otro llanto eran constantes. Quizá porque no había una cabeza que
organizara las funciones de cada uno como el tío Manolete, capaz de convertir
la era en un lugar de perfección solo alterado muy de cuando en cuando por la
abuela Casia, aunque, eso sí, siempre por una causa externa.
La abuela Casia era un viejecita
pequeña, menuda y arrugada, de nariz aguileña y ojos vivos, siempre vestida de
negro de los pies a la cabeza. Solía venir a la era por la tarde, cuando ya el
calor había bajado y la temperatura era más dulce. En cuanto llegaba, requería
una yunta y se acurrucaba en el trillo, hecha un ovillo. Al niño le parecía un
ser indefenso, tan vulnerable como esos pajarillos que caen del nido antes del
primer vuelo y andan sin rumbo expuestos a cualquier peligro. Si el niño hubiera
podido, la habría mandado a la sombra del roble para que estuviera fresquita y
no se ensuciara con el tamo de la paja. Pero el niño no mandaba. La viejecilla
debía de notar estas muestras de cariño porque buscaba debajo del mandil y
sacaba tres o cuatro aceitunas negras que ofrecía al niño y que este rechazaba
porque no sabía qué vecinos habrían tenido las aceitunas en la faltriquera de
la abuela.
Algunas veces, en el pueblo, el niño
oía comentarios de la anciana que no le gustaban, incluso que le ofendían, pero
él no los tenía en cuenta.
Porque, ¿qué importancia podía tener
que la mujer conviviera con las gallinas dentro de la casa y que colocara en la
lumbre una chapa a modo de parapeto para que los pollitos no se quemaran? Si al
niño le hubieran dejado, habría hecho lo mismo y, además de las gallinas y los
polluelos, habría metido en la casa gatos y perros y el chivo negro al que
tanto quería.
El día que se derrumbó la obra y
sepultó a los dos albañiles y todos los hombres del pueblo estuvieron horas
cavando hasta que los encontraron, muertos y bien muertos, la tía Casia, aunque
no era de la familia, se lanzó al suelo y se revolcaba y pataleaba como si la
sepultada hubiera sido ella. El niño lo entendió porque la desgracia se había
cebado con el pueblo y él hubiera hecho lo mismo si se le hubiera ocurrido.
¿Y cuando abandonó la yunta y tuvo
que intervenir el tío Manolete? Estaba tan tranquila acurrucada en el trillo
disfrutando del tedio de la tarde cuando pasó la madre del niño y le dijo:
-¿Ah, sí? Pues
ahora mismo lo dejo.
Y se bajó del trillo y la yunta se
salió de la era y se preparó un follón de padre y muy señor mío, más propio de
otras eras, porque aquella era un remanso de paz. Y tío Manolete voceaba como
un loco y tuvo que arrimar la vara a las vacas que no querían volver a la era.
¿Y qué culpa
tuvo ella? Era evidente que había habido una causa externa. Y, además, si el
niño hubiera podido, habría hecho lo mismo.