jueves, 11 de noviembre de 2010

PAN

Apenas vislumbró por entre las hojas de la puerta un hilo de luz, se echó abajo de la cama. Llevaba ya un buen rato despierta, como siempre que tenía que masar, esperando que se hiciera de día. Entre los oficios propios de la mujer, amasar el pan le gustaba especialmente: convertir la harina blanca y fina en pan tierno y esponjoso evocaba en ella cierta misión esencial y creadora; pero, sobre todo, era el propio proceso lo que llevaba a la mujer a reflexiones íntimas propiciadas por el agua tibia, la harina maleable y el calor de la cocina.

Se abrigó bien y metió en casa un haz de escobas que había dejado ya preparado en la casilla la noche anterior. No se fijó mucho en la fina película de nieve que adornaba el suelo ni en los carámbanos que colgaban de las canales porque en el pueblo y en este tiempo era algo natural. Encendió la lumbre y colgó de las llares un gran caldero de cobre, limpio y reluciente por dentro, lleno de agua a la que añadió un buen puñado de sal; bajó la artesa del sobrado y la colocó en el escaño y, mientras se calentaba el agua, se bebió un tazón de café con leche y un poco de pan. Luego se lavó cuidadosamente las manos, echó la harina en la artesa y vertió el agua, añadió la lielda[1] y comenzó el amasado: despacio, mezclando harina y agua cuidadosamente, con cariño, triturando con las manos los pequeños grumos que se iban formando, una vez y otra hasta que el agua y la harina se fueron mezclando en un solo cuerpo tierno y maleable.

Amasaba la mujer y pensaba. El pan. Pan con chorizo, con queso, solo; pan con todo. Pan. La palabra más importante en las cocinas de Castilla. Ni siguiera lo llamaban trigo cuando lo sembraban, sino, pan. Ya hemos recogido el pan, decían. Lo habían sembrado, aricado, escabuchado, escardado, segado y trillado. Habían sufrido para recogerlo y limpiarlo y se habían enfurecido muchas veces ante la escasa colaboración del cielo que, incomprensiblemente, enviaba el granizo cuando ya estaba seco o la tormenta cuando estaba en la era. No era de extrañar lo que contaba su padre: aquel labriego que, con la parva extendida, ya casi trillada y en la oscuridad encendida por una sucesión de rayos furiosos y una lluvia salvaje, blasfemaba furibundo por encima del ruido ensordecedor de los truenos desafiando a Dios, con una horca en la mano. Baja si te atreves, decía, mientras veía alejarse el trabajo de todo el año y acercarse inexorablemente el hambre, como en tiempos pasados. Hambre para él y hambre para los suyos, porque el pan era el alimento principal: pan en el desayuno, pan en la comida y pan en la cena. Pan a cualquier hora y en cualquier momento. Cómete un bocao pan y vete a cambiar el agua. Pan. Siempre el pan como alimento fundamental y, a veces, único.

La mujer no amasaba ya con las manos, sino con los puños cerrados, hundiendo los brazos, ahora libres de ropa hasta los codos, en la masa tibia y esponjosa. Habían acribado el grano y lo habían envasado en blancos costales, limpios como el jaspe, lo habían llevado al molino y habían seguido el runrún de la piedra, habían frotado la harina entre los dedos calibrando su textura, imaginando el pan. Pan bienhechor, generoso, pan sano, saludable, benefactor. Por eso decía el médico que comieran migas, que cenaran pan, que él no había curado nunca un cólico de sopas.

Cuando la masa tuvo la textura adecuada, la distribuyó con mimo ocupando toda la superficie de la artesa, la roció levemente con harina y la arropó con una manta, como se arropa a un niño y, ciertamente, la artesa y la ropa parecían una cuna. Metió otro haz de calabones en la cocina, los partió, los echó en el horno y, con un tizón de la lumbre baja, los prendió fuego. Se quedó un momento mirando las llamas y, cuando tuvo la certeza de que no se iban a apagar, se retiró hacia la trasera oscura de la cocina y cogió un pequeño pedazo de masa que había separado anteriormente, se sentó a la lumbre, debajo de la claridad de la chimenea y, con la práctica que dan los años, hizo cuatro bolas de masa, moldeándolas en el hueco de la mano y estirándolas hasta formar una especie de torta. Puso a la lumbre las trébedes – ella decía estrébedes- y, encima, una sartén con una buena cucharada de manteca de cerdo que se derritió al instante, y depositó cuidadosamente una torta hasta que adquirió un hermoso color dorado; la sacó y la espolvoreó generosamente con azúcar e hizo lo mismo con las otras tres, consiguiendo unos suculentos bollos fritos que, sin duda, harían las delicias de los hijos cuando salieran al recreo.

La mujer quitó la tapa del horno y se cercioró de que la leña ardía sin dificultad; retiró la manta de la artesa y acarició la masa, hizo un gesto de asentimiento y, con un cuchillo enorme, cortó un buen trozo, lo amasó otra vez, le dio forma de pan y lo depositó encima del otro escaño sobre el que había extendido un mantel. Repitió el proceso varias veces hasta configurar ocho panes redondos en los que hizo cuatro cortes superficiales en forma de cuadrado. Luego formó dos más pequeños, los frotó con aceite y les hundió el dedo índice varias veces siguiendo el borde circular. A continuación moldeó un trozo más para la lielda que usaría la próxima vez. A la mujer le habría gustado inventar panes con formas caprichosas, originales: pájaros, animales, flores o plantas, pero cierto pudor y la trascendencia del oficio se lo impedían.

Se levantó, retiró la chapa de la puerta del horno y, sin más termómetro que la mano derecha extendida, calibró la temperatura. Demasiado caliente, pensó; así que metió del corral un palo largo con unos trapos atados en uno de los extremos – el barredor- lo mojó en un cubo y le restregó por el suelo del horno, encima de las brasas, rebajando así la temperatura. Esperó un momento, cogió una pala de madera, colocó encima el primer pan y lo introdujo en el horno, depositándolo cuidadosamente en el fondo; hizo lo mismo con los otros y con otro palo largo curvado en un extremo, que llamaban jurgunero, fue comprobando que los panes no se tocaban. Cerró el horno y con un paño se limpió unas gotas de sudor que perlaban su frente noble. No estaba cansada, sólo algo intranquila por el resultado de la hornada que se estaba cociendo. Tenía calor, pero se abrigó bien, porque el calor y el frío son muy traicioneros, y salió a la puerta para ir fregando los cacharros que había usado. Cuando entró de nuevo en la casa, un olor familiar y eterno lo invadía todo. Se acercó al horno, retiró la chapa de la puerta, y, con la pala, fue sacando los panes, uno a uno, los limpió de ceniza con un trapo y los fue depositando en un cesto de mimbre para que se enfriaran. Fuera nevaba copiosamente.
RHM. Nov. 2010.
[1] Lielda: levadura. En León, yelda.

miércoles, 20 de octubre de 2010

DE BURROS Y ALBARDAS

Llevaba toda la tarde puliendo el palo de álamo que había cortado con intención de hacer una garrota, pero no debía de haber acertado con el retoño porque cuando quiso doblarlo para hacer la curva de la empuñadura, se había partido con un chasquido seco y rotundo. Así que no había tenido más remedio que forjar un garrote largo y tosco, afilado en el extremo más delgado. Más por aburrimiento que por otra cosa. Toda la santa tarde en el prado de La Balsa cuidando de un burro enorme, soso y triste y llenando de agua un pequeño pozo que tapaba y soltaba cada poco para regar el prado, un pocillo por cada cortadero. Ni siquiera tenía el aliciente de montar en el burro porque su padre no le había dejado traer la albarda y a pelo no le apetecía mucho, la verdad. Además, el burro, grande y gordo, no ganaría nunca un campeonato de velocidad. Por eso seguía alisando y raspando el palo con una navajilla roma y algo oxidada que había logrado sacar de casa sin que le viera su madre, deseando con todas sus fuerzas que el sol, que aún andaba alto por encima de los cerros del Llanillo, corriera deprisa y que la tarde se acabara.
Apenas la luz amarilla dejó de iluminar las copas verdes de los robles, puso la cabezada al borrico, lo llevó hasta la puerta, lo sacó al camino y se encaminó al pueblo, el rabero en una mano y el garrote en la otra. Al llegar a las tapias del camposanto vio venir a su hermana caminando delante de un burrillo gris, pequeño y gordo como un tejón, que cabresteaba detrás de ella cargado con varias mantas en lo alto de una albarda nueva y tan pequeña como el burro. Cuando el niño reconoció al animal, no le extrañó que su hermana –que amaba a más no poder montar en los burros- viniera andando, porque el burrillo, que resultó ser el de tía Elisa, veloz como un gamo, tenía fama de falso, indómito y algo escabezao. La niña llevaba en la mano una cesta de mimbre cubierta con una servilleta de cuadros blancos y azules que tapaba lo que el chiquillo supuso que sería la cena de algún pastor, sobre todo, porque cerca del asa sobresalía la tapadera de un puchero de porcelana roja.
Cuando se encontraron, cerca de las primeras casas del pueblo, la cara de la muchacha reflejaba un convencimiento firme, como si en los pocos metros que habían caminado el uno hacia el otro, hubiera tomado una decisión que, en un primer momento, el muchacho, no sólo no entendió, sino que le pareció bastante rara. Porque el niño había acompañado ya una vez a su padre a Zapardiel a encargar una albarda para el burro que traía detrás y el albardero, un hombre viejo, sosegado y poco hablador, había medido al burro con una cuerda desde las ancas hasta la base del cuello y había hecho un nudo y luego, con otra cuerda, había rodeado la panza del animal y había hecho lo mismo. Por eso no entendió muy bien a su hermana cuando comenzó a descargar las mantas del burrillo y las dejó encima de una pared y le desacinchó y quitó la albarda y se la colocó al burro grande del muchacho y le apretó los ataharres y la cincha, que apenas le llegaba. Y cuando terminó de aparejar al burro, miró el resultado y pareció satisfecha, aunque el niño intuía por el precario equilibrio de la carga, aún más alta cuando la muchacha cargó las mantas y montó encima, que algo malo iba a pasar, porque la altura del cargamento y el balanceo del burro presagiaban un viaje delicado. Y así fue, porque cuando el animal llegó a la regadera de la presa y levantó las patas delanteras para saltar, la albardilla, pobremente sujeta con la cincha, se escoró hacia un lado y la niña, las mantas y la cesta cayeron al suelo, afortunadamente sin más pérdidas de consideración que el contenido del puchero. La muchacha, en un intento vano de paliar su desgracia, recogió con la cuchara algo de la comida esparcida entre las hierbas, procurando evitar los guijarros y la tierra y la añadió a la poca que había quedado dentro del recipiente. Y así llegó a la mampara y entregó la cena al tío Teófilo que inquirió enseguida la causa de la desproporción entre la albarda y el animal y que, cuando conoció la historia, se quedó aún más extrañado que el niño. Cenó el hombre pan y chiche y, cuidadosamente y sin más preguntas, vació el contenido del puchero encima de una lancha para que lo comieran los perros. Luego encargó gravemente a la muchacha que no se le ocurriera volver a montar en el burro y la mandó para casa.
Mientras tanto, el niño encantado con el cambio y algo envalentonado, arrimó el burrillo a una piedra y montó a pelo, sin albarda, sobre las agujas, sujetándose fuertemente con las piernas a la panza del animal, que, encantado también con el cambio de planes, enfiló hacia casa con un trotecillo alegre que hubiera sido galope si la prudencia del niño y cierto miedo – todo hay que decirlo- no lo hubieran retenido con firmes tirones del rabero. Y así, caballero en un burro que siempre tenía ganas de correr, entró el muchacho en la calle que da a la plaza y queriendo dejar bien claritas sus dotes de jinete, intentó arrear al animal un golpecillo con el garrote que tan firmemente había pulido toda la tarde, con tan mala fortuna que, más que golpe, le salió un puyazo directo a los ijares. El burro levantó las patas traseras de tal manera que el niño no tuvo más remedio que iniciar un vuelo que le llevó directamente a aterrizar a plomo sobre la dura tierra de la plaza. “Ya se mató ese muchacho”, oyó que decía alguien que le ayudaba a levantarse y le palpaba brazos, piernas y cabeza con cierta agitación. Pero el chiquillo no tenía nada más que la boca y la nariz llenas de tierra, además de muchas ganas de llorar y un temor considerable a llegar a casa. Así que cogió al animal del ramal y lo llevó hasta la casa de su ama, repitió la historia increíble del cambio de albarda y, despacito, tardando todo lo posible, se fue acercando a su casa para ver si la hermana había llegado ya. Cierta intuición infantil le decía que sería mejor esperar para dar las explicaciones los dos a la vez. Además, a lo mejor, a la muchacha no le habría ocurrido nada.

jueves, 2 de septiembre de 2010

CAROLO



Carolo no es pequeño ni peludo ni suave; es más bien grande y áspero. Tampoco es blando y más que de algodón, parece de corcho. Ni siquiera sus ojos, negros como el azabache, son duros, sino blandos, como dos ciruelas negras, redondas y húmedas de rocío. Carolo es un burro grande y desgarbado. Tiene las orejas enormes y caídas y cuando anda las mueve rítmicamente arriba y abajo como en un ejercicio de gimnasia imposible en un asno. El pelo, negro en los costillares y entremezclado de blanco en la barriga y las patas, le da un aspecto seductor de burro color ceniza. Pero lo que hace atractivo a Carolo son sus andares.
Siempre hemos tenido en casa burros indómitos que no cabestrean, que no andan y tan tozudos que, a veces, son ellos quienes deciden la ruta. Ni voces ni palos en el cuello consiguen torcer su voluntad de burros. Sin embargo, Carolo es extrañamente dócil: le tiras suavemente del rabero y te sigue confiado y tranquilo. Lo arrimas a una piedra para montar y espera hasta que te has acomodado en la albarda. Cuando lo tocas suavemente con los talones en la panza, emprende el camino; primero despacio y luego al ritmo que marca el jinete. Con esos andares tan particulares: moviendo rítmicamente los ijares y las orejas, balanceando a un lado y a otro el rabo, deprisa, sin necesidad de palo ni de voces. Al principio el jinete vacila un poco imbuido del balanceo del animal, como si fuera algo achispado, pero enseguida se acomoda al ritmo del burro, como si viajara en una barca mecida por un viento suave y constante.
A Carolo lo han comprado en Extremadura y ha hecho el camino con las ovejas que suben en primavera. Es hijo de una burra del guarda de la dehesa a la que los niños llaman Carola –de ahí el nombre del burro- y de un garañón del porquero, grande como un carro de heno. Antes de traerlo a la sierra, lo han castrado, porque los burros enteros rebuznan como locos cuando ven a otros, aunque sean machos, y resultan muy difíciles de dominar, sobre todo por los niños. Así que al pobre Carolo lo ha capado un pastor experto y como no corre a otros burros ni se encela ni tiene malos pensamientos, se ha puesto gordo como un tejón.
Sin embargo, Carolo sufre un problema bastante común en los burros capones: se espanta. Cuando un lagarto se esconde entre las piedras o una culebrilla repta entre el pasto, cuando un pájaro vuela entre los sauces o, incluso, cuando un golpe de viento mueve bruscamente las ramas de los robles, Carolo se asusta, salta y se retuerce hasta alcanzar un escorzo imposible que puede dar con el jinete en el suelo. Los burros espantizos no son buenos para la casa: un brazo, una pierna, un dedo o cualquier otro miembro del cuerpo son más necesarios que el propio burro; por eso, contra el criterio de los más jóvenes, los mayores han decidido venderlo cuando terminen las tareas del verano.
Hoy Carolo ha estado trillando, firmemente uncido al cuello de otro burro. Todo el día dando vueltas y vueltas tirando del trillo sin un mal gesto, triturando con sus cascos la paja de cebada reseca por el sol; moviéndose lánguidamente, como si no le costara, como si no hiciera calor, como si las moscas no le molestaran, como si disfrutara con las canciones hermosas que le llegan del trillo.
Esta noche los niños hemos ido a verle a la cuadra porque Carolo está triste, como si presintiera que lo van vender. Tumbado sobre las patas traseras, las orejas mucho más gachas de lo habitual, los ojos negros húmedos y llorosos, emite pequeños sonidos, como lamentos profundos. Carolo no ha querido cenar. Los mayores entran con cubos de agua y de comida, pero como no come ni bebe, salen preocupados; dicen que no está triste, que está enfermo. Enseguida echan a los niños, que nos quedamos en la calle con los ojos pegados al cristal de la ventana, callados, escuchando. Carolo tiene torzón. Parece ser que ha comido más cebada de la cuenta y luego ha bebido agua y se le han atascado los intestinos. Eso dice un mayor que entra con una vara de acebo. Entre todos lo levantan con mucho trabajo y lo mantienen de pie, sobre las cuatro patas temblorosas. Colocándose un hombre por cada lado, meten la vara por debajo de la barriga y, firmemente sujeta por ambos, comienzan a moverla adelante y atrás, en un masaje suave que pretende mover también el intestino del burro. Una vez y otra, y otra y así hasta que los dos hombres sudan y jadean. Pero el burro sólo quiere descansar en el suelo y, en cuanto le dejan, se echa. Ni un aire ni nada que indique movimiento en las tripas. Pesimismo en las caras, pesadumbre en los amos. Los mayores hablan bajito, como si no quisieran que el burro conociera sus intenciones y, de pronto, parecen ponerse de acuerdo; levantan con mucho esfuerzo al animal otra vez, lo sujetan firmemente y una mujer, con el brazo remangado hasta el hombro y envuelto en un plástico blanco, introduce la extremidad por el ano del animal en un intento vano de alcanzar el atranco y deshacerlo. Carolo ya ni siquiera se queja; tembloroso se deja hacer y, cuando puede, se acuesta sobre los ijares e inclina la cabeza. Los mayores lo rodean como en un duelo prematuro, firmemente convencidos ya del final próximo e ineludible. Sólo los niños, las caritas pegadas a la ventana, abrigamos alguna esperanza. De pronto, Carolo hace un intento por levantarse, emite un quejido largo y profundo y se deja caer sobre un costado cuan largo es. Luego, se queda quieto, las patas muy juntas y el belfo caído.
RHM
Julio 2010.

miércoles, 28 de julio de 2010

OLORES Y SABORES



A la cuñada le gustaba despotricar del pueblo. Aunque había vivido allí hasta después de casada, decía que en el pueblo no había de nada; no había costumbre de limpieza – higiene, explicaba-; se lavaban como los gatos y recalcaba que aún dormían con el orinal debajo de la cama. No como en Olivenza, donde ella vivía, que tenían un cuarto en el corral que llamaban privado y que cuando tenían ganas iban allí y hacían aguas mayores o menores en una especie de baño que tenía un agujero en el medio y echaban un cubo de agua y todo se iba por el boquete. Decía también que ni siquiera tenían cocinilla de gas, y que en su pueblo sólo encendían la lumbre cuando hacía frío, mientras que allí, venías en julio de hacer un armeal o de la era en agosto y tenías que encender la lumbre para hacer una tortilla o unas patatas con arroz.

Las mujeres del pueblo hacían como que la escuchaban y como que se interesaban por el asunto de la cocina y de los otros adelantos que tenía en su pueblo grande, y le contestaban que cómo iba a saber igual una olla de berzas hecha en el puchero, a la lumbre, que con esos inventos del diablo que seguro que la dejaban choncha. Luego, ya solas, la tachaban de tontiloca, marisabidilla y presumida, porque sabían bien que en su casa no había tanto como ella decía y sabían también que su marido, el Eufrasio, que había dejado las ovejas para colocarse de guarda en una dehesa y cobrar todos los meses, ganaba tan poco que tenían que agarrarse a lo que salía y que ella misma se había tenido que poner a servir en la casa de un rico del pueblo y que allí sería donde habría visto el privado – y decían privaaaado- y la cocinilla, en la casa de los amos, que los ricos ya se sabe y que por mucha agua que echaran, aquello tenía que oler; así se consolaban también ellas, que ya estaba bien de tanta presunción y de tanta tontería. Y que en el pueblo los establos del ganado estuvieran al lado de la vivienda no quería decir nada porque ya se sabe que lo de los animales no huele y, además, sirve para estercolar los huertos.

Pero a la mujer no se le olvidó lo de la cocina y cuando fue a Olivenza a llevar a la abuela, que la tenían a años, y la cuñada dijo que iba a hacerles un agua porque la anciana iba bastante mareada, se dio buena cuenta de que no encendió la lumbre, sino que levantó la tapadera de una especie de caja grande de latón pintado de blanco con ribetes azules, giró un botón que tenía en el frontal y de un redondel negro de la parte superior surgió una llama azul que calentó el agua en un pispás. Así que la mujer, que al fin y al cabo estaba en casa ajena, no tuvo más remedio que bajarse del burro y preguntar a la cuñada por la cocinilla. La otra, que algo presumidilla debía de ser, le dio todo tipo de detalles sobre el aparato y repitió muchas veces que si la compraba que tuviera mucho cuidado con el gas, que explotaba a la mínima y que tendría que agujerear la puerta de la cocina y la de la calle para que saliera en el caso de que hubiera un escape. Y le enseñó el habitáculo donde iba la botella y la cabeza, que tenía como una pestaña - una válvula, dijo la cuñada-, que había que cerrar siempre que no se cocinara.

La del pueblo pequeño se asustó un poco, pero pensó más en lo que ganaba que en lo que podría pasar y, además en su casa tenían la jornilla en las puertas para que entraran y salieran los gatos y la chimenea abierta y el marido se tiraba una buena parte de agosto echando leña y ella sudaba la gota gorda en verano, cuando lo primero que tenía que hacer nada más levantarse era encender la lumbre y lo mismo a mediodía y por la noche, aunque hiciera un calor de mil demonios. Así que, al regresar, mientras esperaba en El Barco a que se hiciera la hora para el coche de línea, fue a ver a uno que descendía de La Lastra, de los Folanas decían, y le pidió precio por la más chica que tuviera porque la cocina de la casa era muy pequeña. Y como vio al hombre dispuesto y el precio no la desarreglaba, la compró y a los pocos días se la llevaron y, aunque tuvieron que sacar la cantarera, la cocinilla quedó lista para el uso en la parte de atrás y la mujer, enterada de todo lo que necesitaba saber para guisar en ella. Y cuando, al verano siguiente, vino la cuñada y vio el utensilio, preguntó con cierto retintín si ella o el hombre habían notado alguna diferencia en el sabor de la comida y la mujer, con cierto orgullo, respondió que su marido decía que los guisos de puchero no sabían igual, pero que lo que perdía en el paladar lo ganaba en los brazos, que unas buenas cargas de leña se había ahorrado.
RHM
Julio 2010.

viernes, 18 de junio de 2010

LEÑA Y ASCENSORES


No era un oficio que el niño amara especialmente. Guardar las vacas era monótono y aburrido. El día se hacía interminable, tedioso. No había que hacer nada, sólo estar allí, mirando de vez en cuando a los animales y dando alguna voz para que notaran la presencia del vaquero. La linde del prado quedaba dibujada por un leve bardo de sauces que aún no servía para retener a los animales. Los campesinos tenían por costumbre pinchar una hilera de varas cuando dividían una finca en dos o más partes. Todavía hoy se pueden admirar estos bardos hermosos, ahora crecidos de más, que adornan muchos prados que antes fueron uno solo. Hasta que las plantas crecían no había más remedio que guardar las vacas para que no se pasaran de un prado a otro.
Cuando llegó, los dos hombres estaban a lo suyo y no repararon en el niño. El día anterior habían derribado un roble grande y viejo, lo habían despojado de las ramas con hachas afiladas y habían dividido el tronco en pedazos de un metro más o menos serrándolo con un tronzador que el niño ya había visto en otras ocasiones. Ahora estaban rajando los leños para convertirlos en astillas más finas que, una vez secas, calentarían las cocinas en los días siempre fríos del duro invierno serrano. El niño sabía que las cuñas de hierro, utilizadas para astillar los gruesos troncos de roble verde, eran herramientas peligrosas si no se usaban con sumo cuidado. Ya habían originado algún accidente, especialmente cuando saltaban del tronco y volaban como pájaros asustados, al golpearlas fuertemente con la marra. Por eso no se acercó a los dos hombres hasta que pararon para comer.
Uno era ya viejo. Gastaba calzones de estezao y zajones de cuero; se cubría con una gorra de paño negro que tocaba constantemente con la mano libre, como si quisiera cerciorarse de que seguía en su sitio. En el cuerpo llevaba la clásica blusa de lienzo azul, suelta por encima de la cintura. El otro era más joven y vestía una indumentaria más moderna: camisa blanca de rayas y pantalón de pana negro, sujeto a la cintura con una cuerda blanca que llamó la atención al niño. Ambos calzaban abarcas de goma atadas con correas de piel de gato.
Los dos hombres se sentaron a la sombra. Extrajeron de unas grandes alforjas de cuero oscuro un pan redondo y grande abierto como un bocadillo enorme que albergaba en su interior una amarillísima tortilla de patatas. Extendieron una servilleta de cuadros azules y blancos sobre el pasto reseco y encima colocaron una fiambrera de latón que rebosaba trozos de jamón, chorizo, queso, torreznos y trozos de costilla de cerdo frita. Bebían a garlo de una bota de vino, ennegrecida por el uso, que levantaban con ambos brazos y apuntaban directamente a la boca. Se ayudaban de sendas navajas cabriteras que hacían las veces de tenedor y cuchillo. Cortaban pedazos de pan y colocaban encima el fiambre sujetándolo con un dedo; partían pequeños trozos y los llevaban a la boca mientras charlaban animadamente.
El niño, un poco apartado a la sombra de un rebollo, sin perder de vista la linde de los dos prados, sacó de un morralillo de piel de borrego la comida que su madre le había preparado con mimo: pan, fiambre, un gran trozo de queso fresco y un bollo frito bien espolvoreado de azúcar. Entonces le llamaron los hombres para que se sentara con ellos. Se acercó con cierta timidez expectante y pronto se sumergió en la conversación de los mayores; escuchaba embebido cómo contaba el más viejo sus escarceos con el lobo en León y en el pueblo. Entonces llegó el tío Basilio; traía al hombro una azadilla mojada, se quedó mirando a los hombres y sin más preámbulo preguntó, algo irónicamente, si la leña se dejaba rajar. Y el más joven, que aún sudaba copiosamente, respondió inmediatamente que eso era lo malo, que no se dejaba y que por eso andaban a hostias con ella.
El niño, nada experto en ironías, no entendió cómo podría dejarse rajar la leña ni la metáfora de andar a golpes con ella.
El nuevo se sentó tranquilamente, sacó una petaca de piel del bolsillo de la chaqueta, vertió un buen puñado de tabaco en el hueco de la mano derecha, sujetó con la punta de los dedos un fino papel blanco, de librito, y, con destreza de fumador experimentado, lió un cigarro que se colocó entre los labios. El niño, que no había perdido ripio de todo el proceso, se sorprendió del trozo enorme del cigarro que el hombre introdujo en su boca, cerca de la mitad. Cuando se disponía a encenderlo con un chisquero de mecha, una especie de relámpago brilló en la lejanía de la carretera y el hombre dijo que era el reflejo del sol en el cristal de un coche, otro más y van cuatro hoy, y se embarcó en una reflexión sobre la posibilidad nada remota de que pronto habría un coche en cada casa y que qué acierto había sido hacer la carretera, que cuando estaban picando, algunos creían, que para camino de burros y carros, valía como estaba, que no se iba usar y mira tú, cuatro coches hoy, sin contar el del médico, que los había contado él que llevaba toda la mañana en las Puentecillas.
Entonces la conversación derivó sobre los últimos adelantos, que llegaban casi sin avisar, como decía el recién llegado. El más viejo dijo que había visto en el periódico del maestro la fotografía de un edificio cuatro o cinco veces más alto que la torre de la iglesia, por lo menos de cuarenta pisos, uno encima del otro. El niño, que miraba alternativamente al que hablaba y luego a los otros girando el cuello con soltura, imaginó enseguida la escalera de la torre, de treinta y cinco peldaños, que a él le habían parecido muchos más y, sin poderse reprimir, preguntó por las escaleras infinitas que el edificio de la foto debería de tener. El más viejo comentó que había oído decir que existían ya unos aparatos que subían a la gente a esos edificios tan altos; y el que fumaba dijo que eso la sabía él muy bien y la madre del niño, también, porque habían ido los dos a Salamanca a operar a uno de sus hijos de las anginas y habían visto esas cajas, que llamaban ascensores, y que te montabas en ellas y le decías a un hombre que estaba siempre dentro a qué piso ibas y que el aparato – dijo aparato- te subía sin más y que no te mareabas ni nada. Y, mirando al niño, le dijo claramente que si no se lo creía, que a la tarde, cuando llegara a casa, que le preguntara a su madre, que ya vería como no le dejaba por mentiroso.
Pero el niño, que en muchos momentos había estado tan fascinado por la conversación de los mayores, que se había olvidado de comer el bollo frito de pan recién amasado, cuando, ya solo, conducía las vacas al establo, decidió no preguntar nada a su madre, no fuera ésta a pensar que era tan fácil engañarle. Ascensores, menudo nombre- pensaba el niño- Aún si se hubieran llamado montadores, subidores o elevadores, quizá.
RHM. Junio 2010.

lunes, 7 de junio de 2010





El agua en los prados, los nidos incipientes, las tardes eternas y los anocheceres lentos y suaves; los grillos musicales, la luz única. Es la primavera en el valle.

sábado, 5 de junio de 2010

SIMEÓN


Mira que se lo dije bien clarito. Que si vienes a atar, que tengas en cuenta que voy a cargar yo solo. Estábamos terminando de recoger los chivos de la orilla después de haber segado lo mollar de La Iruela. Era entre dos luces y llevábamos ya un rato jugando a la lotería con la hoz y los dedos de la mano izquierda; pero queríamos terminar aunque se quedaran sin atar los haces. Luego mañana ya vendría Simeón a recoger las gavillas y por eso le dije que hiciera los haces arreglados. Porque hay que conocer a Simeón: grande como un toro y fuerte como una mula. Tan grande que una vez que se cayó entre la pared de la almialera y el almeal se vieron mal para sacarle entre cuatro hombres. Tan fuerte que podía levantar una garipola de heno de una sola vez, como si fuera papel. Una tarde que andábamos unos pocos matando el tiempo, ya al anochecer, en la Asomadilla vimos que se movía algo en la fuente del Barajón y dijo Juan Mindaña: Llega un bulto a la fuente; o es una carga de heno, o es el toro concejo, o es Simeón. Cuando El Mediero le fue con el cuento, Simeón quiso enseguida ir a buscar a Juan para cantarle las cuarenta, aunque yo creo que, en el fondo, le agradaba que le comparáramos con el toro del pueblo, el bicho más grande que conocíamos.
Así que cuando fui a cargar y cogí el primer haz ya me pareció que pesaba algo más de lo normal. Lo coloqué con cuidado para que no se esgranara, las espigas a la derecha, y puse el segundo al revés, tracamundeao, como nos han enseñado desde chicos y el tercero encima, al hilo con el primero; luego, hice lo mismo con los otros tres, los até con cuidado y situé bien el burrillo, que ya lo decía el abuelo, si quieres cargar bien un burro, la mano derecha pónsela al culo y me dispuse a echar los lazos. Los levanté con bastante esfuerzo y me di la vuelta, pero cuando empujé para ponerlos encima de la albarda, ¡los cojones!, no llegué más allá de la testera. El burro se movió y los lazos fueron al suelo. Me cabreé lo mío con Simeón y con el animal, aunque bien sabía yo que el burro no tenía ninguna culpa. Como pude los levanté otra vez y los apoyé en la albarda, luego me subí por el otro lado y tirando de ellos con fuerza me dejé caer al suelo. Sólo así, como se carga el heno, conseguí subirlos. Después coloqué otro haz en el centro, las espigas para atrás, como Dios manda y pinché los cargadores en los lados con otros dos haces; eché en lo más alto el cuarto y tire la riata; trabé el ventril y apreté con todas mis fuerzas. Que no son muchas. El burro ya no se movía, quizá algo asustado por mis bramidos anteriores. Cerré la puerta y, el animal delante y yo detrás, emprendimos el camino hacia la era.
Tuve que parar dos o tres veces a enderezar la carga, que se ladeaba, no sé si porque iba floja o porque el mismo burro, que llevaba un sofocón grande y se doblaba como si quisiera revolcarse, la torcía. Al pasar el arroyo del Tejaízo estuvo a punto de caerse, así que me agarré a ella como si se fuera a escapar y así llegamos a la Portillera. Allí estaba la mi María, con un huevo batido en vino, para llevar la carga a la era y que yo me fuera a soltar la pastoría; pero nada más separarme de ella oí un chillido y cuando volví la vista, vi al burro y la carga en la tierra del camino. Y entonces sí. Se me nubló la mente y, más que gritos fueron aullidos. La Virgen y los Santos y todos los Coros celestiales fueron saliendo de mi boca con palabras que vale más no reproducir. Y cuando María dijo: Ay, Nisio, por favor, no blasfemes más y encomiéndate a Dios, yo, sin pensarlo, respondí: ¡Encomiéndate a Dios, encomiéndate a Dios, encomiéndate al forro de los mis cojones! Y con la ayuda de la mujer, cargué el burro otra vez y, uno por cada lado de la carga, llevamos a la era el poco grano que quedaba.
RHM
Mayo 2010.

jueves, 27 de mayo de 2010

INGENUO

En el pueblo siempre tuvimos con Dios una relación de respeto no exenta de temor. El fervor religioso, al menos externamente, dependió mucho del cura de turno. Los hubo que se integraron poco; cumplían fielmente con su cometido, pero apenas se mezclaban con la gente: caminaban siempre solos leyendo un libro de tapas negras y bordes dorados, contestando lacónicamente a las escuetas buenas tardes, señor cura de los aldeanos. Inspiraban poca confianza y si preguntaban algo, siempre surgía la eterna susceptibilidad de los campesinos pobres: ¡Qué querrá saber éste. Si te pregunta, tú no contestes! Y así transcurría la vida religiosa en el pueblo, entre misas dominicales, rosarios en mayo, bautizos, matrimonios y viáticos. Cada uno a lo suyo, o, mejor dicho, cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Sin embargo todo cambió con la llegada del padre Ángel. Cuando me dijo mi hermana que había venido un cura nuevo y que había que llamarle padre, me extrañó bastante, sobre todo porque padre no hay más que uno y el mío estaba, como casi siempre, en Extremadura y yo no entendía cómo mi madre iba a consentir que yo llamara padre a otro. Pero era cierto: había llegado un cura nuevo que se llamaba Ángel, al que había que llamar Padre Ángel. Se instaló con sus padres -estos sí lo eran- en la inmensa y destartalada casa que llamábamos del cura, al lado mismo de la iglesia. La única casa del pueblo que tenía rosales en las paredes y frutales en el gran corral que la rodeaba. Que estuviera separada del antiguo cementerio sólo por una pared no debió importar a los curas porque, al fin y al cabo, hacía muchos años que no se enterraba a nadie allí y, además, como decía mi abuela: “De ahí no ha vuelto ninguno. Ni volverá”.
Recuerdo al cura nuevo como un hombre alto y fuerte, moreno, con el pelo negro, liso, la cara redonda y ancha y la frente amplia. Era algo panzudo y de aspecto imponente frente a los escuálidos vecinos del pueblo. Poseía una voz bien timbrada y un verbo fácil que adecuaba sencillamente al vocabulario de los campesinos. En conjunto, resultaba bastante atrayente Enseguida despertó mi curiosidad, sobre todo por lo que oía a los mayores en la escuela: que subía con ellos a la torre por la noche y tiraban cohetes dando palmadas y golpeándose los pantalones a la altura de los muslos, que les había enseñado a fabricar las obleas que servirían en la iglesia para tomar la comunión, que se sabía un montón de juegos nuevos, como el pañuelo, la bandera y otros, que por la noche esperaban a que bajara de Navasequilla para mirar las estrellas y escuchar de su boca las historias más seductoras... Así que el Padre Ángel tuvo pronto una numerosa corte de admiradores entre los chicos y chicas mayores a la que yo no pude pertenecer por mi poca edad y bien que lo sentí.
El cura intervenía en todo: iba a la escuela como si fuera el maestro, e incluso se hizo cargo de los alumnos en ausencia de éste y lo hizo muy bien. Trajo al pueblo los Reyes Magos en una noche mágica e imborrable sólo empañada por el frío y la falta de luz; hablaba con todos con una llaneza y camaradería que a mí me asombraba y parecía, y seguramente lo estaba, dispuesto a atender cualquier problema a cualquier hora y en cualquier lugar donde se le necesitara.

No sé muy bien cuándo cambió la situación. Ni siquiera recuerdo si fue de forma brusca o no. Pero sí sé que pronto el cainismo ancestral que nos caracteriza se hizo presente en el pueblo y reclamó su parte de tarta en forma de rumores malintencionados que la ingenuidad de un niño, en este caso yo, llevó a los oídos del cura. Ahora sospecho que ya debía de conocer por algún otro medio los comentarios chismosos que ciertos ciudadanos y, sobre todo, ciertas ciudadanas hacían de su ilustre persona. El caso es que cuando me fui a confesar y el padre me preguntó sobre la murmuración e insistió un poquito con dos hábiles y certeras preguntas, yo le explique con pelos y señales los comentarios que había oído a las mujeres y que no reproduzco aquí porque seguramente no serían ciertos. Muchas veces he pensado en la expresión que debió de poner el sacerdote, pero entonces ni siquiera hice ademán de levantar la cabeza para mirarle.
El cura se quedó algún tiempo más y luego se fue. Y con él se fue, como un viento fresco y vivificador, el primer soplo de modernidad que vino al pueblo y, quizá, la posibilidad de haber cambiado algo en el triste destino de los campesinos. Regresó varios años después, un día de El Corpus para celebrar la misa y la procesión. Entonces, ya más mayor, me sorprendieron los abrazos efusivos, las sonrisas directas y los gestos de cariño que le dedicaron los y las que antes tanto le habían criticado, así como los esfuerzos que hacían para estar a su lado. Hoy ni siquiera me hubiera sorprendido.
RHM
Dic09

martes, 11 de mayo de 2010

CALABONES Y TOMILLOS



Allá por el año 1895, aprovechando que el Estado andaba, como ahora, escaso de fondos, los hombres del pueblo compraron la dehesa. Se beneficiaron de los vientos desamortizadores de la Ley Madoz, que puso a la venta muchos de los bienes llamados de propios de esta zona de la provincia de Ávila. Es probable que los compradores no supieran entonces que estaban dotando al pueblo de la única finca capaz de producir ingresos en efectivo de forma inmediata y continuada. De hecho, ciento quince años después, sigue siendo la posesión más rentable del pueblo y la única que reparte beneficios anualmente. Los administradores de la dehesa eran dos comisionados que se nombraban el día de Año Nuevo a propuesta de los salientes y después de que el concejo revisara y aprobara las cuentas. Que el cargo se aceptara de mejor o peor grado dependía de diversas circunstancias. Se valoraba, sobre todo, la buena sintonía con el compañero, llegándose incluso a rechazar con un rotundo y claro yo con ése no soy si la susodicha sintonía no era la adecuada. A veces, los consejos de los más allegados tampoco contribuían a que el cargo de comisionado se ejerciera con más entusiasmo que el estrictamente necesario. Recuerdo ahora, cuando los comisionados ya no residen en el pueblo, una anécdota que oí a un grupo de ancianos una tarde cálida de verano. Estaban sentados a la entrada del pueblo, sobre una viga dura que, a falta de mejor banco, les servía de descansadero después de haber paseado despacito hasta el puente, firmemente apoyados en sus rudimentarios bastones de álamo o sauce. Hablaba con voz firme una señora mayor, enteramente vestida de negro como las otras, sobre un viaje que uno de sus hijos -comisionado aquel año- tuvo que realizar desde Madrid al pueblo en pleno invierno, con las carreteras nevadas y el tiempo incierto, para recabar unos documentos relacionados con la dehesa boyal en el Ayuntamiento de la localidad.
-Mira, cuando me dijo que se venía al pueblo, es que me encendí. Así que le dije: Pues yo… Que tú vayas al pueblo por la desa, por esas carreteras, con el tiempo que está, pa la parte que tienes… Tú estate quietito y el que tenga parte que lo negocie, que muchos he visto yo que bien que cobran en agosto cuando pagan las vacas, pero luego, cuando hay que hacer algo, bien que se están en casa. Que ya lo decía tu padre, el mi pobre, que algunos sólo van a la desa el día de las regaderas; a pimplar y porque es gratis.
Hablaba la mujer y asentían los demás, como si todos compartieran la misma opinión y como si todos hubieran sido siempre colaboradores desinteresados, aunque, mientras dibujaban con el garrote extraños arabescos en la tierra ocre del borde de la carretera, en su cabeza, estarían ubicando a cada uno de los otros en el bando correspondiente.
Los comisionados determinaban los días de regaderas, las fechas de entrada y salida, el número de vacas forasteras, la búsqueda de toros, y, además llevaban la administración económica de la finca: cobro y reparto de beneficios, a tanto la centésima. En agosto, aprovechando que la mayoría de los propietarios estaba en el pueblo, se hacían las cuentas y se entregaba a cada socio la cantidad correspondiente en forma de dinerito contante y sonante y en función de la parte que tuviera. La propiedad estaba tan repartida que muchos no poseían más que algunas centésimas.
La administración de la dehesa estuvo siempre sometida a controversias que, en muchas ocasiones, se dilucidaban en los días de regaderas – de asistencia obligada para todos los que tuvieran parte-. El día señalado, nos juntábamos en la puerta de la finca y allí, mientras los hombres hacían las regaderas que llevarían el agua a las zonas de pastos y levantaban los portillos que se habían originado durante el invierno, las mujeres y los niños, bajo la batuta de algún hombre mayor y animados por el ya entonces clásico vamos, muchachitos, de tio Catalino, recorríamos toda la propiedad deshaciendo las boñigas de las vacas y esparciéndolas entre la hierba incipiente para que sirvieran de abono a las praderas, aún invernales. A la hora de comer nos juntábamos en la puerta del chozo, sacábamos del morral las viandas que llevábamos de casa y conversábamos amigablemente hasta que algunos hombres, animados por el vino de Jerte que la Comisión repartía con prodigalidad aquel día, levantaban la voz algo más de lo conveniente y todos nos callábamos para escuchar y contar luego lo que había pasado. Recuerdo que en aquella ocasión la discusión había surgido entre los socios que tenían vacas -la mayoría– y otro que no las tenía y que se quejaba de lo poco que pagaban los animales del pueblo:
-¡Qué bonito, está de cojones esto de la desa, tú cinco, este tres, ese las que quiera, a la desa gratis, a comerse lo mío y lo de los otros que no las tenemos! ¡Tiene huevos; vosotros cobráis los becerros y nosotros mantenemos las madres!
Intervino entonces un hombre moreno, de aspecto serio y cachazudo, quien, sin levantar mucho la voz, respondió:
-Calla, hombre, no te quejes tanto, que en tocante a la parte de la desa, poco nos pueden robar a ti y a mí, porque yo no tendré más de un calabón y tú no creo que llegues a un tomillo.
Entonces, por encima de las risas del grupo, se oyó una voz rotunda:
-Di que sí, muchacho.
RHM. Mayo 010.

jueves, 29 de abril de 2010

A TI TE DEJO...




Muy cerca de las escuelas del pueblo se encontraban las eras municipales, una en cada barrio. En el tiempo de la trilla estaban llenas de vida de la mañana a la noche: gente que cantaba montada en el trillo, otros que gritaban a los animales y niños que corrían entre la mies. El resto del año se utilizaban para almacenar grandes montones de leña de piorno que llamábamos hacinas. Cuando perdieron su función principal, la trilla, algunos vecinos se fueron llevando discretamente las lanchas del suelo para habilitar otras eras, ahora particulares, y nadie se ocupó de cerrar los socavones que dejaban, originado así una especie de paisaje lunar por el que los niños corríamos como gamos sorteando barrancos y saltando agujeros que dificultaban tanto la persecución como la huida en nuestros juegos. En este patio destartalado y desigual pasábamos los niños el recreo de la mañana, entre las hacinas de piornos resecos por el tiempo, simulando incruentas luchas entre perros y lobos, persiguiendo aros que sustraíamos a las calderillas de latón u hostigándonos unos a otros hasta que el maestro, único vigilante del reloj, nos llamaba para reanudar el trabajo en la escuela.

Los niños que se quedaban fuera de los juegos por cualquier circunstancia solían subirse a las hacinas de leña para asistir desde tan privilegiada atalaya a las carreras y escorzos de los compañeros, animando con sus gritos a los participantes en las terribles batallas de pitisí, pídola, la baya o la bandera. A nuestros padres no les gustaba que nos subiéramos a la leña porque se caían los gramujos de la escoba y luego no servía para encender. Aunque los hijos de los dueños hacíamos guardia frente a nuestro montón para evitar que se sentaran otros chiquillos, siempre nos subíamos algunos y mirábamos cómo jugaban los otros, plácidamente, mientras comíamos el pan con torreznos o chorizo o los suculentos bollos fritos que la madre hacía cuando masaba. Sólo se sentaban los amigos más allegados, ejerciendo el amo entre los niños de su edad y los más pequeños una exhibición de poderío infantil que nos elevaba a altas cotas de bienestar: tú sí, tú no. Tú no me dejaste jugar el otro día, así que ahora no subes. La defensa del fortín y la elección de los momentáneos moradores dependían mucho de la calidad del atacante e, incluso, de los familiares que compartieran con él escuela ese año. La edad y el volumen eran factores determinantes a la hora de permitir o no la subida a la leña. Así que cuando le tocaba quedarse fuera de los juegos a algún mayorzote fuerte y desgarbado del último año, que se subía sin pedir permiso, el dueño de la hacina, ante las miradas inquisitoriales de los compañeros que estaban abajo, solía decir: “A ti te dejo”. Era una forma de salvar la dignidad porque el grandote se iba a sentar de cualquier manera. Y era también una forma de evitar un conflicto de final incierto y acaso problemático para el guardián del castillo.

Exactamente esto fue lo que me recordó el otro día un cura que intentaba explicar a través de la televisión la postura de la Iglesia en relación con El Rey y la ley del aborto de la “miembra, joven y austera” Aído. Decía el prelado que serían excomulgados los diputados y senadores que, siendo católicos, votaran a favor de la ley. Cuando se le preguntó por El Monarca, sólo le faltó decir: “A ti, te dejo”.
RHM

lunes, 12 de abril de 2010

NOCHES LOCAS




Después del episodio de la oveja en el corral y a medida que crecía, me fui convenciendo de que no había sido llamado para ejercer profesión tan noble y tan dura como el pastoreo. Así que, persuadido como estaba de dedicarme a otros menesteres, siempre que me arrimé a las ovejas lo hice por necesidad perentoria. Iba con ellas cuando no había más remedio porque mi padre estuviera enfermo o porque tuviera otras obligaciones ineludibles. Y enfermo estaba aquel final de agosto de hace más de cuarenta años cuando me vi en la obligación de guardar la pastoría y dormir al raso para que los animales estercolaran una tierra en Lo llano de la sierra. Los días anteriores al evento andaba yo ya un poco preocupado, no porque me diera miedo pasar la noche solo debajo de la mampara, aunque nunca he sido lo que se dice valiente, sino por la posibilidad de que se soltaran las ovejas y originaran algún estropicio. Así que, ante tal situación, mi primo Ángel, pastor avezado y referente en este oficio, me dio un curso rápido sobre el asunto e, igual que ciertos políticos aprenden economía en una tarde y así nos va, yo aprendí que “si se sueltan las ovejas en agosto, hay que buscarlas en los altos, no en los barrancos, por muchas razones, pero, sobre todo por el calor”.

En el pueblo llamábamos pastoría a un rebaño de unas trescientas ovejas de varios amos, que guardábamos por días. El relevo se producía muy de mañana y la red se cambiaba -mudar la red, decíamos- a alguna tierra del pastor de turno. A veces, según la época del año, incluso se mudaba de sitio en la misma tierra durante la noche con el fin de que las ovejas estercolaran una superficie mayor.

Aquel día de finales del verano, saqué las ovejas del redil al pintar el sol y, seguido de una perrilla negra y viva que llevaba varios años en casa, las llevé a los regajos de las Lagunillas, donde pasamos el día, ellas en el cervuno y yo buscando la sombra debajo de un calabón sobre un suelo áspero e inhóspito, dormitando unas veces y leyendo otras. No debí darles un buen careo porque por la tarde, mientras yo clavaba pobremente las estacas de la red en una tierra dura y polvorienta, los animales se agarraban a la hierba de las paredes de los prados vecinos como si no hubieran comido en todo el día. Pero eso lo deduje después.

Cerré el ganado, até bien los biscales de la parte superior de las estacas, especialmente los de las esquinas, como me había enseñado mi primo, cené pan y chiche con algún traguillo del vino que me había sobrado, hice la cama en el suelo, debajo de la mampara y me fui a charlar con el tío Emilio, que estaba con su pastoría en una tierra cercana. Fumamos un cigarrillo y hablamos un rato hasta que el hombre dijo: Bueno, muchacho, habrá que ir pensando en acostarse. Regrese a la majada, me descalcé y me metí vestido entre las mantas de lana blanca y negra que tantas veces había visto en casa. Enseguida me quedé profundamente dormido. No sé qué extraño estremecimiento me obligó a despertarme sobre las dos de la mañana, pero lo cierto es que, cuando abrí los ojos, allí sólo estábamos la perra y yo. Ni una sola oveja había en la red, y ningún ruido indicaba dónde podían estar. Sin pensarlo dos veces, me puse las botas y, seguido de la perra, que aparentaba estar tan nerviosa como yo, prendí hacía el Vallejo, el Frontón, el mojón de Pepe Lindo, el risco de la Tarayuela y recorrí todo el careo del día unas veces de pie y otras rodando, sin que en ningún momento el miedo u otra sensación que no fuera la necesidad de encontrar el rebaño turbara mi afán. Subí pareones, salté barrancos, tropecé, caí, me levanté, grité, callé y escuché intentando oír algún campanillo que me indicara la presencia de los animales, pero lo único que oía era mi propia respiración entrecortada por la fatiga y el cascabel de la perrilla, que se paraba entre mis piernas como si tuviera miedo. Al fin, cansado, arañado y dolorido llegué a la mampara sin haber dado con el rebaño. Sólo entonces se me ocurrió buscar ayuda.

Así que no tuve más remedio que despertar al vecino, que, somnoliento e incorporado a medias entre las mantas, dijo con esa serenidad que caracteriza a los pastores de verdad acostumbrados a situaciones mucho más difíciles: No hombre, no, hoy, con el fresquillo que hace y el aire que corre, los animales habrán ido para abajo, buscando el abrigo. Vamos a por ellas. La seguridad con la que dijo vamos a por ellas me tranquilizó bastante. Cogió la garrota y, después de obligar a su perro a quedarse al lado de la red, comenzó a caminar hacia el Porrezuelo y en menos que canta un gallo encontró el rebaño plácidamente acostado en las patatas que el tío Perincheles había sembrado en la Fuente de la Huesa. Las levantamos, y los animales caminaron dócilmente hasta la red. Clavó Emilio las estacas caídas por las ovejas al salir golpeándolas fuertemente con el mazo, como debería haber hecho yo al anochecer y como sin darse importancia me dijo: Anda, trata de dormir el resto de la noche, que ahora ya no se van a ir. Están hartas. Y se fue despacio hacia su mampara. Faltaba un cuarto de hora para dar las cinco y el cielo estaba rutilante y hermoso; pero yo no me había dado cuenta hasta entonces.
RHM
Abril10

jueves, 11 de marzo de 2010

ANÍS



En el pueblo nunca dimos mucha importancia al alcohol. En un lugar donde el café no se conoció hasta bien entrados los cincuenta y no se popularizó hasta la década de los sesenta, el vino era considerado, sobre todo, un reconstituyente. Lo habitual era que el padre tomara un vaso de vino para desayunar, a veces con un huevo batido, si lo había y que la madre, en ocasiones, empapara una buena rebanada de pan en vino, la rociara con un poco de azúcar y nos la diera como merienda sin más cortapisa que la que se ponía a otros alimentos: la ración justa, más bien menguada. Tampoco se impedía que los niños tomáramos la « sopa en vino » que se repartía en las bodas. La quina era considerada como un medicamento que abría el apetito, fortalecía los huesos y contribuía al crecimiento, que bien clarito lo decía el anuncio «Quina Santa Catalina ... que es medicina y es golosina». De las bebidas destiladas, la más conocida era el aguardiente, presente en la mayoría de las casas, sobre todo en tiempo de matanza, para que los dos hombres que se habían quedado con el remate del pesaje de los cerdos y los que colaboraban en el trabajo pudieran entrar en calor en las heladas mañanas de noviembre, todos en la misma copa, de un solo trago, sintiendo en el esófago el calor momentáneo del licor, cuanto más fuerte, mejor. Joder, cómo escarba, comentaba alguno. Otras veces una gotita de anís en días señalados, servida en una de aquellas copas primorosamente labradas que había en todas las casas o las probaturas con alguna bebida nueva en Nochebuena, cuando los paquetes de los emigrados a Madrid llegaban con alguna innovación no sólo en la comida, sino en la bebida. Aún recuerdo aquellas botellas de licores extraños con nombres tan llamativos como « Cualquier cosa », « Lo que sea » y otros que tanta gracia nos hacían.

En cierta ocasión, mi hermana fue a llevar un puchero de leche, como era costumbre en el pueblo, a una casa cercana, que estaba de matanza. Alguien tuvo la idea de obsequiar a la niña, que rondaría los diez años, con una copita de anís. La chiquilla, ingenuamente infantil, aceptó el convite y bebió un poco, recreándose en el sabor dulce del licor. El efecto fue fulminante: recogió el puchero, que alguien había tenido el detalle de lavar, y con él en la mano, regresó a casa. Cuenta que mi madre estaba masando y cuenta también las dificultades que tuvo para colaborar con ella. Aunque los encargos eran sencillos y bien claritos, no acertaba más que a llegar a la sala y echarse en la cama hasta que la madre la sacaba de allí sorprendida por el sueño machacón e insistente de la cría. Así, hasta que se le pasó el efecto.

Cuenta Manuel Hernando, Mata para los amigos, que siendo aún muy pequeño estuvo de zagal en La Herguijuela con el tío Modesto. Dice que en otoño, de camino hacia Extremadura, bajaron por el Puerto del Pico y pernoctaron en uno de los pueblos del valle. Como era costumbre, cerraron el rebaño en un prado con el fin de que los excrementos de las ovejas abonaran la tierra. El ama, agradecida, se presentó en la majada a la mañana siguiente con un puchero de café bien caliente y una botella de aguardiente para agradecer a los pastores el detalle de haber estercolado el prado. Afanados como estaban en recoger las mantas y cargar los animales para continuar el camino, nadie reparó en que el niño tomó café y copa como los mayores. Dice Manuel que no le gustó mucho, más bien al contrario, que sintió como si un espino seco y duro arrancara sus entrañas. Se pusieron en marcha y el niño, como le había ordenado el mayoral, ocupó su puesto de mansero en la cabeza del rebaño. Se sentía extrañamente bien, así que llamó a los mansos, metió la mano en el morral, les dio un trozo de pan y empezó a caminar deprisa, sin mirar atrás, silbando una canción que había aprendido en la plaza del pueblo, cuando, en las noches otoñales, jugaban los zagales alrededor del pilón. Luego oyó voces que le llamaban. ¡Manolo, muchacho, Manolo, párate, hostias…! Cuando volvió la vista, comprobó con sorpresa que los únicos que venían detrás de él eran los mansos y que a lo lejos, una fila de ovejas desorientadas intentaba mantener el ritmo frenético que el buen Manuel había impuesto a la marcha.

Los dos protagonistas de este relato han sido bebedores responsables, aunque la niña, hoy mujer, cuando se toma una copita, una sola, suele reproducir aquel comportamiento de la niñez: tranquilamente, como si no le importara la gente, busca un rincón discreto, se queda callada y, suavemente, sin ruidos, se sume en un profundo sueño, como si el tiempo no hubiera pasado y aquella copa de su infancia hubiera dejado un mensaje indeleble en su cerebro : « Si bebes …, duerme ».
RHM
Marzo2010

viernes, 12 de febrero de 2010

CÁNTARO



Algunas noches del duro invierno aparecía en casa alguna de mis tías bien provista de rueca y uso para pasar la sonochada con nosotros. Mi madre decía que venían de hilandero y debía de ser así porque se sentaban al amor de la lumbre e iban hilando el copo con paciencia infinita a la débil luz del candil y, cuando hubo luz eléctrica, a la de una bombilla mortecina. Hablaban y hablaban, a veces reían, robando así un trozo a la larga noche invernal. Yo solía hacer los deberes sentado en una banqueta, usando como mesa el escaño de madera. El runrún de la conversación de las mujeres no interfería en mi quehacer, quizá porque los diálogos reincidían la mayoría de las veces sobre temas que no me interesaban nada: que si Fulana y Mengana habían reñido malamente y se habían hartado a picardías, que si Tal moza hablaba con algún mozo y que la familia de ella no le quería o cualquier otra cosa que les viniera a la cabeza. Sólo cuando alguna palabra suelta me llamaba la atención, ponía yo interés en la plática. Dejaba cuidadosamente el lápiz sobre el cuaderno y dirigía la mirada a la mujer que hablaba esperando con impaciencia que la narración tomara cuerpo para centrarme totalmente en ella. Me perdía siempre o casi siempre el origen del cuento que solía ser la continuación de algún comentario que yo no había oído: “Tú como la del cántaro…”, seguido de una risa. Entonces yo preguntaba siempre:
- ¿Qué es lo del cántaro, tía?
- ¿Qué es lo del cántaro, tía? ¿Qué es lo del cántaro, tía?- remedaba mi madre con una mirada tierna y cálida- Anda, cuéntaselo o ya tenemos la noche hecha.
Y mi tía relataba:
En el pueblo siempre ha estado muy mal visto que alguien no pague sus deudas. Contaba mi madre que una mujer con fama de mala pagadora encargó un cántaro de barro a otra que iba a El Barco acompañada de su marido, con el compromiso de pagárselo por la tarde, cuando se lo trajera. La viajera decidió desde el primer momento no comprar el cántaro ante el temor de no cobrarlo, por lo que cuando la primera fue a recoger el encargo le dijo:
-Ay, chacha. Te lo compré, pero me se ha roto. Veníamos llegando a la fuente el Gamo cuando algo raceó entre los espinos. Se espantó el burro y por no carme yo, me se cayó el cántaro y se hizo añicos.
Se dio la vuelta la mujer y dijo para sí.
- Anda que si se lo pago…
La otra, desde dentro de la casa, susurró al marido:
- Anda que si se lo compro…
RHM. Ene10.

lunes, 1 de febrero de 2010

LUMBRE



Cuando el tiempo era malo, los hombres buscaban los prados que no tuvieran nieve, llevaban allí las vacas, les echaban unos brazados heno y se juntaban con los vecinos de otros prados para comerse la merienda alrededor de una lumbre hecha con calabones secos y ramas de roble. Algunos llevaban en el morral útiles para coser y, provistos de leznas, cerote e hilo de cáñamo, remendaban burdamente las sandalias y botas de piel que ellos llamaban de material. Los pensamientos de estos hombres rugosos y nobles giraban muchas veces sobre el futuro, especialmente su futuro de personas mayores, que pronto deberían abandonar el pueblo para vivir con sus hijos en la ciudad los últimos años de su vida, al menos durante el invierno. Las grandes ciudades causaban en los campesinos cierta fascinación no exenta de temor. Los hijos habían emigrado mayoritariamente a la capital y la gente del pueblo consideraba Madrid como cita ineludible en el final del camino. Por eso la ciudad estaba machaconamente presente en muchas de las conversaciones alrededor de la lumbre en las tardes de nieve o en las noches de invierno. Algunos la habían conocido ya, en breves y nada turísticos viajes cuando uno de los hijos había iniciado su propio negocio – establecerse, decían ellos-. La imagen que trasladaban al pueblo a su regreso no podía ser más conmovedora. Hombres habituados a pasar solos largas temporadas en los campos extremeños o en los puertos leoneses, que valoraban la compañía como un bien supremo, no entendían la incomunicación de la ciudad. En Madrid, decían, “la gente no habla, va andando muy deprisa, mirando constantemente el reloj; no se conocen”. Y los otros imaginaban una riada de gente, en fila india, moviendo rápidamente los brazos de adelante a atrás, a la vez que levantaban de cuando en cuando, rítmicamente, la muñeca izquierda para mirar la hora, como hormigas solitarias, sin verse ni oírse unos a otros. Individualismo total. Alguno manifestaba entonces su temor a extraviarse en la ciudad o a perder la documentación y, entonces, invariablemente, otro decía: “Perder la cartera no es fácil, pero que te la quite algún carterista, sí”, e inmediatamente proseguía: “Joder, conocí yo uno, en la mili. Estábamos en el cuartel de artillería de El Goloso - decían siempre el nombre completo- y teníamos un teniente más recto; alto y seco como un palo. Un tío chuleta que te miraba y empezabas a temblar, aunque a él no se le movía ni una ceja. Luego no era malo, pero acojonaba de verdad. – Estos personajes autoritarios y justicieros producían en los campesinos una fascinación sorprendente-. Llegó un soldao de Madrid y pronto se enteró el teniente de que era del manguis. -Ese venía ya avisao-, decía otro de los del corro. Así que le llamó, le puso las dos manos en los hombros y le dijo: Dicen que eres un carterista fino. A ver si tienes guevos y me quitas a mí la pluma o la cartera. Y dice el otro: Perdone, mi teniente, pero su pluma y su cartera las tengo ya en el mi bolsillo. Y se las devolvió al teniente, que se quedó a cuadros”. Silencio en el corro hasta que alguno decía: ¡Qué jodío, el teniente!, mientras que el narrador repetía el final una o dos veces más. Luego se quedaban callados otra vez, escarbando la lumbre, pensativos, como si la voz de un teniente cualquiera resonara en la cabeza de cada uno de ellos.
RHM
Enero10

lunes, 25 de enero de 2010

VIDA



Era un pueblo pequeño. Apenas ciento cincuenta casas tendidas al sol en una ladera alta del valle. Visto desde el río parecía un nido de cigüeña en lo alto de la loma. Sin embargo, desde el otro lado emergía de lo más profundo del barranco. En invierno nevaba mucho. Entonces el rutinario quehacer se interrumpía, las calles se volvían intransitables y el barro, el hielo y el frío castigaban duramente los cuerpecillos de los niños, mal calzados y peor vestidos. La primavera llegaba mucho más tarde que al valle y cuando los alisos y los sauces del río estaban ya plenos de hojas verdes, los robles del pueblo empezaban apenas a insinuar los botones de las suyas. El verano era primavera eterna. No hacía calor y muchas veces, incluso en agosto, los viejos y los niños buscaban el resolano y recelaban de las sombras siempre traicioneras de los árboles.

El niño era delgado, de grandes orejas y facciones pronunciadas. Tenía la cara redonda salteada de pecas y los ojos oscuros y profundos. Los dientes superiores, desigualmente alineados, le daban un aspecto peculiar, como de chiquillo travieso que nunca fue. Leía muy bien y desde pequeñito había mostrado gran afición a los libros de aventuras. Soñaba con ellos y su fácil imaginación le llevaba por derroteros que sus amigos no podían imaginar. La monotonía de los días iguales y repetidos del invierno no le gustaba. Necesitaba espacios abiertos donde dejar volar su imaginación y el invierno le retenía en la cárcel de la casa, de la cocina más bien, atado al escaño incómodo o a la banqueta triste. Sólo los libros le consolaban algo en esos días largos, de lumbre pobre y humo constante. Odiaba la nieve y amaba la primavera y, sobre todo, el verano. Le gustaban los juegos en la plaza en las noches cálidas de junio, las correrías por los prados buscando nidos, aunque el niño era más bien miedoso y poco hábil para escalar los robles inmensos o bajar a los peligrosos zarzales donde las grajas colocaban sus nidos, bien a la vista, como desafiando: “Sube si puedes, valiente”. Pero el niño no era valiente, ni siquiera hábil para descubrir los de escribanía, siempre fáciles de coger. Por eso nunca se benefició de la perra chica que daba por cada huevo el presidente de la Hermandad para evitar la cría de chovas, arrendajos y otros pájaros e impedir así que se comieran las pobres cosechas de los huertos de la sierra. Alguna vez vio el niño entregar cajas enteras de hermosos huevos azules o marrones, con pintas de colorines, que el Presidente pagaba a los muchachos y luego estrellaba contra la pared más próxima con una furia incomprensible para el niño, mientras dejaba escapar algún exabrupto también incomprensible. No entendía el chiquillo por qué tiraba el hombre los huevos si, faltos de la madre, era imposible que generaran pollos. En su ingenuidad infantil no se le ocurría que pudieran llevárselos y cobrárselos otra vez al hombre si este no los destruía.

La vida en el pueblo era monótona. La madre levantaba al niño y le lavaba, le daba un tazón de leche recién ordeñada migada con el pan amasado por ella y le mandaba a la escuela. La madre siempre fue muy cuidadosa para que el niño no faltara a clase. Aún hoy, el hombre que ya es, se maravilla de la intuición de la madre para acertar en la importancia de la diana del conocimiento. Ni cabras, ni vacas, ni prados fueron estorbo suficiente para que el niño faltara a clase. Durante el recreo, el pan con morcilla o los bollos si la madre estaba masando. Y luego, la comida, generalmente olla, y vuelta a la escuela. Después de las cinco, la colaboración necesaria en las tareas de la casa: ir por las vacas, raspar las casillas, soltar las pozas o echar el agua a algún prado, siempre buscando la caraba de algún amigo de la escuela. Al anochecer, los juegos en la plaza, las carreras por las calles mal iluminadas, los saltos terribles de pídola o las menos inocentes cacerías de gurriatos. Y vuelta a empezar, con la sola excepción de los jueves por la tarde y domingos, cuando la suerte o la necesidad podía sacar al niño del pueblo para herrar algún burro en la Lastra, bajar al molino o llegarse hasta Navalperal para reconocer la lengua de algún guarro muerto para la cachuela.

Y el niño era feliz.

RHM
Dic09