Si siempre esperábamos con impaciencia la noche de Reyes, aquel año, mucho más. Porque por fin íbamos a ver de cerca a tan importantes personajes. Atraído por tan novedoso acontecimiento, todo el pueblo se había congregado en la parte baja de la plaza, entre el pilón y las dos fuentes, dejando libre el trozo embarrado de la carretera, esperando con impaciencia la llegada de Los Magos. Hacía ya un buen rato que había anochecido y una neblina escasa se extendía por encima de las cabezas. Los niños aguantábamos como podíamos el frío, el hielo y la humedad de la noche invernal. Nuestras caras, nerviosas, reflejaban emoción, turbación y esperanza. Pero cuando vimos aparecer entre la bruma el primer caballo montado por un jinete con turbante y una amplia capa que nos pareció de seda verde, todo nuestro frío desapareció como por arte de magia.
Los Reyes y su séquito se mezclaron con la gente, dejaron que nos acercáramos sin ningún reparo, que admiráramos su vestimenta, tan nueva para nosotros, sólo intuida por los pocos que habían leído ya algún cuento oriental. Dejaron que nos fijáramos en sus barbas marrones y grises, en sus amplias casacas brillantes y en sus pantalones bombachos que descansaban sobre unas botas puntiagudas que, eso lo supimos después, se llamaban babuchas. Uno de los tres, negro como el betún que le cubría, era para la mayoría el primer hombre de color que veíamos. Pero, cuando los más atrevidos intentaron tocar su piel para ver si era como la nuestra, él, mucho más recatado que los otros dos, no lo permitió.
Los Reyes no trajeron regalos. Bastaba con su presencia, que venía a confirmar su existencia. Y no necesitábamos nada más. Por eso, cuando el niño oyó decir a un hombre viejo, que se tapaba la cabeza con un andrajoso sombrero de paño, que uno de los de a caballo era el tío Pesao, de La Aliseda, el muchacho estuvo seguro de que el viejo, además de arrugas y frío, tenía un serio problema en la vista. Que no veía, vamos. Porque aquellos eran los Reyes y en la cabeza de los niños, plenamente ocupada por la necesidad de corroborar su existencia, no cabía ninguna otra cosa. Y menos aún cabía duda alguna.
Los Reyes tiraron caramelos, hicieron caracolear a los caballos sobre el suelo duro de la carretera, saludaron varias veces y se fueron hacía el pueblo vecino. De su llegada quedó, además de un recuerdo imborrable en la imaginación de los niños, una bicicleta comunitaria que custodió el cura y que los niños usamos como pudimos hasta que se rompió.
Los Reyes no han vuelto nunca al pueblo. De su primera y única visita queda hoy el reconocido agradecimiento al cura que tuvo la idea, que fue capaz realizarla y que dejó en los niños el primer rasgo ilusionante de una noche mágica que tardaríamos muchos años en olvidar. Incluso cuando supimos que Los Reyes, más que de Oriente, vinieron del sur.
RHM
Septiembre 2012
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