martes, 21 de enero de 2014

ABURRIMIENTO

Esta noche ha nevado. No mucho, pero si lo suficiente como para que los caminos se hayan convertido en un chapinal de barro y lodo. Y esperemos que no hiele, porque entonces vamos apañados para unos pocos días de frío y humedad. A Braulio no le gusta la nieve y no puede disimularlo. Se hace el remolón en la cocina, se arrima a la lumbre, fuma más que de costumbre y utiliza cualquier excusa para no asomar la cabeza a la calle hasta que el sol, que suele brillar con más fuerza cuando sale después de un nevazo, calienta un poco el ambiente. Sólo entonces se anima algo el viejo y, bien abrigado, camina despacito, apoyado firmemente en la garrota, sopesando cada paso, no se vaya a caer, hasta la solana más cercana, lejos de las canales que pronto empezarán con su goteo rítmico a mojar el suelo y a humedecer el aire. Suele salir Braulio con el transistor que le trajo de Ceuta el sobrino, bien sujeto debajo del brazo y en cuanto se acomoda encima de una toza de madera que lleva ya allí mucho tiempo, seguramente olvidada, enciende el aparato y se sumerge en un sopor que le alivia un poco, aunque no consigue levantarle el ánimo, algo aburrido, la verdad, porque Braulio es hombre de conversación y en estos días la soledad se nota más.
Y en estas anda el hombre cuando una noticia que vocea la radio le saca de su ensimismamiento. Aguza el oído y escucha a uno de esos tertulianos de costumbre, quien, con ese uso tan peculiar de la lengua que suelen hacer, está diciendo: “Centremos la cuestión. Este señor se aburre en un trabajo al que sólo va una vez al mes y que le proporciona un sueldo que marea. Ya me gustaría a mí aburrirme así”. Debe de referirse a ese político que ha declarado que porque se aburre va a dejar un trabajo al que solo va una vez al mes y que está pagado como si le hubiera dedicado la vida entera.
     A Braulio estas cosas ya no le extrañan, y esta noticia la conocía de antes. Así que apaga y saca la petaca. Levanta la vista y mira a lo lejos, a los campos blancos, brillantes, que la nieve tapa por completo. A los robles, que sabiamente han perdido ya la hoja para evitar averías. Al cielo, intensamente azul, que luce inocente como si la noche anterior no les hubiera regalado una nevada enorme. Braulio no se aburre casi nunca.
     Podría haberse aburrido, piensa mientras fuma, cuando iba detrás del burro con una carga de estiércol a Lo Llano de la Sierra, más de una hora pasito a pasito. O cuando andaba segando, ris –ras, una vez y otra sin querer oír a los brazos, varios metros, parando solo para aguzar. O en los largos días de junio, interminables, cuando ir con la pastoría podía suponerle un poco de descanso. O cuando, en las noches otoñales, bajo una escueta mampara, dormía con el ganado escuchando los sonidos de la noche: tan familiares, tan adormecedores. No. Braulio no ha tenido ocasión de aburrirse casi nunca.
            Podría haberse aburrido en la parva, sentado en el trillo, dando vueltas y más vueltas, siempre por el mismo carril, moliendo lentamente la mies que tan necesaria es para estos días de invierno. Podría haberse aburrido segando a la hoz, agachado hasta el suelo, los dedos siempre al borde del filo, los riñones quejándose y el sudor resbalándole por detrás de las orejas, humedeciendo el escaso cabello que adorna su cuello. Podría haberse aburrido arando detrás de la yunta, la mano empuñando firmemente la mancera y la boca hablando a las vacas como se habla a un niño: tira Cordera, baja, tente, vuelve. 
       Podría haberse aburrido cuando, en la era, estallaba la tormenta y había que correr. Soltar los animales y correr. Correr a por mantas, recoger la parva, barrer y tapar. Tapar antes del estallido, antes de que el cielo que hoy luce bello, arruinara para siempre el trabajo de todo el año y condenara a la miseria a los pobres campesinos. Podría haberse aburrido, pero no. Entonces no se aburría. Se encabronaba con el tiempo, con el cielo y con quien lo custodia. Ni siquiera tenía tiempo de pensar en el aburrimiento. 
     Cómo iban a aburrirse los hombres y mujeres del campo cuando se ahorraba una vaca, se moría el burro de torzón, se les quemaba la casa o les ocurría otra desgracia cualquiera. Convencido como está de la necesidad perentoria de estercolar, arar, sembrar, segar, recoger y de las consecuencias de no hacerlo, Braulio no se aburre. Procura disfrutar del canto de las mozas en las eras vecinas, de los niños que riñen, lloran y ríen; de las voces de los otros gañanes que dirigen las yuntas mientras abren la tierra para preñarla de amor y sementera, como decía un verso que los leyó el maestro la otra noche y que a él le impresionó.  Pero no se aburre.
No. El aburrimiento queda para esta gente de hoy. Para esos que cobran una pasta por un trabajo que les ocupa un día al mes y que les deja otros treinta para seguir aburriéndose contando nubes, diseñando joyas o escribiendo libros que solo interesan a los suyos. Previo paso por caja, naturalmente. Así se aburre cualquiera. Cualquiera que no tenga que pensar cómo vendrá el año.
Y Braulio se levanta despacio, coge el transistor y se vuelve a la cocina. Que ha vuelto a refrescar y no es cosa de cogerse un catarro. Que en la cama sí que se va a aburrir. Sobre todo sin poder fumar y aguantando a la sobrina. 
Ruherma. Enero  2014.