Salíamos del pueblo por la Portillera antes de amanecer y caminábamos deprisa, carretera arriba hasta el camino del cerro, empinado y lleno de piedras traicioneras. Subíamos jadeando, sorteando los barrancos y los cantos rodados, hasta el alto; luego, la bajada y el comentario invariable al pasar por la cruz cincelada en la roca - aquí mató una chispa a un hombre que venía en un caballo a ver la novia-. Lo sabíamos de sobra, desde siempre, pero había que decirlo, como si así exorcizáramos cualquier posibilidad de correr la misma suerte. Cruzábamos el pueblo de Navasequilla, aún dormido, bajo el brillo metálico de un cielo lleno de estrellas, apenas alguna sombra en las calles desiertas o en las eras solitarias y entrábamos en la dehesa por el Charcón, el chozo en lontananza y la cerca al fondo, las vacas echadas, rumiando tranquilas al son acompasado de los cencerros. Entrábamos rompiendo la quietud casi idílica de la aurora y, cada uno, buscábamos las nuestras, las que llevaríamos a la era para trillar, dos o tres yuntas - ahí hay una de tu tío Vicente-. Esa, no, que fue ayer- y las sacábamos del recinto para que comieran, todas juntas, mientras nosotros desatábamos el pobre hatillo, pan y chiche, y comíamos también, tumbados sobre la hierba fresca y mullida. Hacia las ocho y media, con el sol ya tendido en la finca, nos íbamos acercando a la puerta, las vacas delante y nosotros estratégicamente colocados detrás, los palos a punto y las voces encendidas, intimidatorias, porque las más viejas intuían ya que el buen trato de la mañana no era gratuito y en algún lugar de su cerebro debían representarse duras imágenes de un largo día enganchadas al yugo, tirando del trillo en una serie de giros interminables y monótonos. Y, de repente, una levantaba la cabeza y echaba a correr como loca, garganta arriba, el rabo levantado, sin volverse, con un solo objetivo: huir cuanto antes de la puerta fatídica porque, una vez fuera, la angostura de la calle impediría cualquier intento. Entonces estallaba la batalla: voces, gritos, insultos y la carrera de los más jóvenes detrás de la vaca díscola mientras los mayores se ocupaban de las otras. Al final, el encuentro irremediable, el palo en el morro o en los costillares, el grito de desahogo -qué te creías, puta-, el jadeo sudoroso y la satisfacción y el reconocimiento agradecido de los otros – pues hoy, si no llegas a venir tú, esta no sale-.