A Braulio le gusta el análisis
sociopolítico que se hace en los bares. Los bares son las universidades del
pueblo, dice alguno cuando está ya algo pasado y no sabe lo que dice. Braulio
se ha tragado de todo en esos bares de pueblo donde se grita mucho y se piensa
poco; desde los comentarios más obscenos hasta los lamentos más tristes
relacionados con la vida en general. Braulio parece tener un sexto sentido para
arrimarse a los contertulios. Quizá porque, si supiera escribir, le gustaría
plasmar toda esa información en un libro; un libro de humor, naturalmente.
Braulio es un escuchante nato. Y un
lector paciente. Sabe que, si se publicara ese hipotético libro, debería
compartir derechos de autor con mucha gente: con la gente que escribe en las
puertas de los baños públicos frases verdaderamente ingeniosas, algunas dignas
de Gómez de la Serna y otras, auténticas reflexiones del pensamiento más
cultivado, como esa que explica brevísimamente la teoría del tiempo mucho mejor
que el tocho que necesitó Bergson para hacer lo mismo: La medida del tiempo depende de que lado de la puerta del baño estés.
Braulio admira a los autores de esos cartelillos de bar, tan ingeniosos como el
de su pueblo, donde reza un anuncio bien visible que advierte de que allí está
prohibido hablar de la cosa, al lado
de otro que informa de que en el local no hay wifi, por lo que los clientes no tendrán más remedio que hablar
entre ellos.
Braulio entiende
que tendría que compartir derechos con todos ellos, pero, sobre todo, con los
ancianos que se colocan a la sombra de los álamos de El Venero y enhebran
recuerdos platicando bajito, quizá hablando para ellos mismos, como si temieran
que alguien pudiera oírlos. Cuando Braulio los ve, sentados en la viga que hace
las veces de tosco banco, dibujando arabescos en la arena del suelo con
garrotes diversos, pulidos por el uso, se va acercando despacio y, sin hacer
ruido, se sitúa detrás, en un segundo plano, lo suficientemente lejos como para
no interrumpir y lo suficientemente cerca como para no perder ripio de lo que
dicen.
Hoy está
hablando un viejo cetrino de mirada viva que abre una boca enorme en la que ya
no quedan dientes.
-Que sí hombre, que sí; que antes era otra cosa. Que cuando
yo era mozo todo el mundo sabía el terreno que pisaba, no como ahora. Que en
las ferias se sabía quiénes iban a comprar y quiénes iban a ver si caía algo. Y
en las ciudades, lo mismo, que los policías y los carteristas se conocían y se buscaban
las vueltas, como es de rigor, pero todo dentro de un orden. No como ahora, que
no puedes fiarte ni de tu padre y que cualquier banquero te puede dejar en
cueros.
-Algo de razón tienes- responde otro de un pelaje similar.
Que me contó a mí una historia un compañero de Brozas que ahonda en eso que
dices, que no sé si será verdad, pero viene a darte la razón. Contaba el
compañero, que un alto cargo del gobierno de Franco había ido a Cáceres para
presidir una procesión, codo a codo con
las autoridades de allí; ya sabéis, los Gobernadores Civil y Militar, el
Alcalde y otros. Causó tan buena impresión el enviado de Madrid que, quizá
pensando en el futuro, los mandamases de la ciudad extremeña consideraron conveniente
invitarle a presidir la corrida del domingo. Aceptó el hombre encantadísimo y
salió del hotel hacia la plaza para reunirse con los cabecillas que le
esperaban en la puerta, con la mala fortuna de que en el trayecto le birlaron
la cartera. Cuando, ya en el palco, los otros le preguntaron que cómo le iba,
el pardillo de Madrid, dijo que bien, pero que, o se había dejado la cartera en
el hotel, cosa bastante improbable porque nunca la sacaba del bolsillo interior
de la chaqueta, o que la había perdido, o que alguien se la habría robado, cosa
impensable en una ciudad tan religiosa y tan adepta al régimen.
Sin embargo, los dirigentes supieron
en seguida que la posibilidad real era la última y actuaron en consecuencia.
Movieron tan bien y tan pronto los hilos que tenían que mover, amenazaron tan
bien y tan pronto a quienes tenían que amenazar, que antes de que terminara el
festejo, un policía de uniforme se presentó en el palco con la cartera del
gerifalte madrileño y se la entregó a la autoridad civil que, a su vez, se la
devolvió a su dueño, diciéndole que se le debía de haber caído justamente a la
entrada y que un ciudadano, ejemplar sin duda, la había recogido y se la había
entregado a uno de los de gris, y que en aquella ciudad, hechos como aquel,
eran algo normal y cotidiano. A su vez, le rogaba que mirara en el interior de
la cartera por si echaba algo en falta, que no creía él, pero por si acaso.
Miró detenidamente el hombre y, radiante,
contestó al Gobernador que estaba muy de acuerdo con lo que decía de la ciudad,
porque no solo no robaban, sino que tenían detalles extraordinarios con los que
extraviaban algo. Porque él mismo estaba seguro de haber salido del hotel con
dos mil pesetas en la cartera y ahora resultaba que se la habían devuelto con
cinco mil.
2 comentarios:
Bien podría el Sr. Braulio comentar la matanza de aquellos tiempos en que era una fiesta familiar y deleitarnos con sus historias
Lo intentará. Gracias.
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