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lunes, 3 de diciembre de 2018

AL RESOLANO...



A Braulio le gusta el análisis sociopolítico que se hace en los bares. Los bares son las universidades del pueblo, dice alguno cuando está ya algo pasado y no sabe lo que dice. Braulio se ha tragado de todo en esos bares de pueblo donde se grita mucho y se piensa poco; desde los comentarios más obscenos hasta los lamentos más tristes relacionados con la vida en general. Braulio parece tener un sexto sentido para arrimarse a los contertulios. Quizá porque, si supiera escribir, le gustaría plasmar toda esa información en un libro; un libro de humor, naturalmente. 
Braulio es un escuchante nato. Y un lector paciente. Sabe que, si se publicara ese hipotético libro, debería compartir derechos de autor con mucha gente: con la gente que escribe en las puertas de los baños públicos frases verdaderamente ingeniosas, algunas dignas de Gómez de la Serna y otras, auténticas reflexiones del pensamiento más cultivado, como esa que explica brevísimamente la teoría del tiempo mucho mejor que el tocho que necesitó Bergson para hacer lo mismo: La medida del tiempo depende de que lado de la puerta del baño estés. Braulio admira a los autores de esos cartelillos de bar, tan ingeniosos como el de su pueblo, donde reza un anuncio bien visible que advierte de que allí está prohibido hablar de la cosa, al lado de otro que informa de que en el local no hay wifi, por lo que los clientes no tendrán más remedio que hablar entre ellos.
 Braulio entiende que tendría que compartir derechos con todos ellos, pero, sobre todo, con los ancianos que se colocan a la sombra de los álamos de El Venero y enhebran recuerdos platicando bajito, quizá hablando para ellos mismos, como si temieran que alguien pudiera oírlos. Cuando Braulio los ve, sentados en la viga que hace las veces de tosco banco, dibujando arabescos en la arena del suelo con garrotes diversos, pulidos por el uso, se va acercando despacio y, sin hacer ruido, se sitúa detrás, en un segundo plano, lo suficientemente lejos como para no interrumpir y lo suficientemente cerca como para no perder ripio de lo que dicen.
      Hoy está hablando un viejo cetrino de mirada viva que abre una boca enorme en la que ya no quedan dientes.


-Que sí hombre, que sí; que antes era otra cosa. Que cuando yo era mozo todo el mundo sabía el terreno que pisaba, no como ahora. Que en las ferias se sabía quiénes iban a comprar y quiénes iban a ver si caía algo. Y en las ciudades, lo mismo, que los policías y los carteristas se conocían y se buscaban las vueltas, como es de rigor, pero todo dentro de un orden. No como ahora, que no puedes fiarte ni de tu padre y que cualquier banquero te puede dejar en cueros.
-Algo de razón tienes- responde otro de un pelaje similar. Que me contó a mí una historia un compañero de Brozas que ahonda en eso que dices, que no sé si será verdad, pero viene a darte la razón. Contaba el compañero, que un alto cargo del gobierno de Franco había ido a Cáceres para presidir una  procesión, codo a codo con las autoridades de allí; ya sabéis, los Gobernadores Civil y Militar, el Alcalde y otros. Causó tan buena impresión el enviado de Madrid que, quizá pensando en el futuro, los mandamases de la ciudad extremeña consideraron conveniente invitarle a presidir la corrida del domingo. Aceptó el hombre encantadísimo y salió del hotel hacia la plaza para reunirse con los cabecillas que le esperaban en la puerta, con la mala fortuna de que en el trayecto le birlaron la cartera. Cuando, ya en el palco, los otros le preguntaron que cómo le iba, el pardillo de Madrid, dijo que bien, pero que, o se había dejado la cartera en el hotel, cosa bastante improbable porque nunca la sacaba del bolsillo interior de la chaqueta, o que la había perdido, o que alguien se la habría robado, cosa impensable en una ciudad tan religiosa y tan adepta al régimen. 
Sin embargo, los dirigentes supieron en seguida que la posibilidad real era la última y actuaron en consecuencia. Movieron tan bien y tan pronto los hilos que tenían que mover, amenazaron tan bien y tan pronto a quienes tenían que amenazar, que antes de que terminara el festejo, un policía de uniforme se presentó en el palco con la cartera del gerifalte madrileño y se la entregó a la autoridad civil que, a su vez, se la devolvió a su dueño, diciéndole que se le debía de haber caído justamente a la entrada y que un ciudadano, ejemplar sin duda, la había recogido y se la había entregado a uno de los de gris, y que en aquella ciudad, hechos como aquel, eran algo normal y cotidiano. A su vez, le rogaba que mirara en el interior de la cartera por si echaba algo en falta, que no creía él, pero por si acaso.

 Miró detenidamente el hombre y, radiante, contestó al Gobernador que estaba muy de acuerdo con lo que decía de la ciudad, porque no solo no robaban, sino que tenían detalles extraordinarios con los que extraviaban algo. Porque él mismo estaba seguro de haber salido del hotel con dos mil pesetas en la cartera y ahora resultaba que se la habían devuelto con cinco mil.


2 comentarios:

  1. Bien podría el Sr. Braulio comentar la matanza de aquellos tiempos en que era una fiesta familiar y deleitarnos con sus historias

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