Ahí está, viendo pasar el tiempo. Y no es la puerta de Alcalá. Es la iglesia del pueblo, que lleva ahí desde siempre. A Braulio le gustaría saber todo de la obra magnífica que tiene delante: cómo la edificaron, quién puso las perras, de dónde sacaron la piedra, quién fue el maestro de obras… Porque el edificio, quizá el más viejo de los que aún quedan en pie en el pueblo, tiene una pinta excelente. Bien es verdad que se ve que le han echado algunos remiendos, pero, aún así, es de una solidez que gusta.
La
iglesia forma parte del pueblo, como los peñascos de El Castrejón o las
Campanas de El Frontón. Está ahí, como un elemento más del paisaje. Dicen los
que saben que la iglesia tiene más de quinientos años, que se hizo cuando Los Reyes
Católicos y que se sabe que fue en aquel tiempo por unas bolas de piedra que adornan
la torre, en la cornisa que pega a las tejas. Dicen también que las iglesias se
edificaban en la parte más alta del pueblo, mirando al saliente y que por
encima de ellas no se construía ninguna casa. Y que, por dentro, el techo era de piedra, formando una bóveda que hubo que tirar
para que no se cayera encima de los que iban a misa. Braulio ha oído contar a
su padre que tiraron la bóveda con barrenos y que el cura convidó a vino a los
mozos del pueblo para que fueran sacando las piedras, muchas de las cuales
sirvieron para hacer la pared de la plaza y las que sobraron fueron
aprovechadas en algunas casillas de La
Somaílla.
La
pared del poniente ha servido siempre de refugio a una gran cantidad de aviones
que anidaban en los huecos y alegraban las tardes de primavera con un piar que se
oía en todo el pueblo. Al otro lado está la torre, con su entrada propia y sus
campanas; tres: la gorda, que se voltea los días de procesión, sobre todo el
día Santiago y la chica, para llamar a misa y con la que se dobla en los
entierros. Antes había otra aún más chica, el chinguilín, que se tocaba en
Semana Santa cuando no se podían tocar las otras dos. Las campanas servían
también para llamar a los vecinos en caso de catástrofe, que en el pueblo
siempre era algún fuego al que los hombres y mujeres acudían todo lo deprisa
que podían, dejando lo que estuvieran haciendo.
Braulio oyó contar
a su abuelo que antes de que hicieran el camposanto de El Jerechal, se enterraba a los muertos en el recinto que rodea la
iglesia; y así debió de ser porque desde siempre han llamado cementerio a esta
especie de corral que tiene una pared que rodea toda la iglesia. Y decía su
abuelo que mucho antes se enterraba dentro de la propia iglesia, aunque él no
lo había conocido, pero que a la puerta de la sacristía, en el santo suelo,
había una losa con unas letras que él no entendía, pero que había oído decir al
cura que indicaban que allí estaba enterrado un tal Juan González, que a saber quién sería.
Por
dentro, lo más importante es el retablo del altar, que dicen que hizo un tal
José, de Villafranca, hace más de doscientos años y que costó algo más de 5.000
reales, moneda que a Braulio le resulta casi más familiar que el Euro de ahora.
Y, aunque sólo sea por mantener ocupada la cabeza, Braulio pasa los reales a
pesetas, algo menos de 1.300 y luego a Euros, algo más de 7, para que todos lo
entiendan.
Braulio
piensa todo esto cómodamente sentado a la sombra de un roble en los huertos de
la Torre, mientras se riegan los fréjoles con el agua sobrante del depósito,
que para cuatro surcos que siembra el nieto no hace falta traer la presa. Y
piensa en la iglesia por dentro, cuando el cura decía la misa en lo alto del
altar, de espaldas a los feligreses, que sólo se volvía para decir dominus vobiscum; con los monaguillos a ambos lados, levantándole la casulla
de vez en cuando y tocando la campanilla en el momento solemne de la consagración
o colocando la patena debajo de la barbilla del comulgante. Muchos chiquillos
del pueblo, que ya son hombres, e incluso viejos, fueron monaguillos y algunos
presumen hoy día de saberse la misa en latín; porque entonces la misa se decía
en latín: el cura decía una cosa y el monaguillo respondía de corrido, como un
loro, diciendo lo que sabía, pero sin saber lo que decía. Y los que estaban
abajo, igual: respondían algo que habían aprendido de memoria, pero cuyo
significado les era totalmente desconocido. Muchos niños del pueblo fueron
monaguillos y muchos se cayeron transportando aquel misal enorme que había que
cambiar de sitio en el altar haciendo una genuflexión al pasar por delante del
sagrario. Y muchos probaron el vino o contaron a los otros que lo habían
probado.
Braulio recuerda todo esto mientras el agua va empapando los surcos. Entonces la misa era otra
cosa. El cura arriba, los niños a la izquierda, las niñas a la derecha, con los
maestros vigilantes. Luego, las mujeres y detrás, los hombres. Los mozos en la
tribuna, ahora de madera, pero que en tiempos fue también de piedra. Braulio
rememora todo desde arriba: los hombres con las gorras en las manos, las
calvas brillantes y las pellizas sobre los hombros. Las mujeres, todas de
negro, las cabezas cubiertas por un velo también negro. Sólo la maestra, cuya
figura se yergue en los bancos de las niñas, pone una nota de color en la
penumbra. Y ve la figura del maestro, en
la esquina del banco, hierático, dirigiendo miradas inquisitoriales a los niños
que se sientan a su izquierda. Todo en un ambiente de recogimiento. Entonces el
cura era D. Tal o el señor cura, luego fue el padre Cual y hoy en día es Jesús, José
Antonio o Pepe.
Ahora
es otra cosa. El cura dice misa de cara al público, en un altar que han
colocado al mismo nivel de los feligreses, apenas unas maderas encima de unas
burrillas de metal; cada uno se coloca donde quiere y todo transcurre en una
ambiente mucho más familiar, no exento de devoción. Así hasta que llega el
momento de darse la paz. Es pronunciar el cura la palabra paz y todo se desata.
La iglesia se convierte en una especie de gallinero sin orden ni concierto. Un
niño baja de arriba a toda mecha a dar la paz a la abuela que está en el último
banco, otros se cruzan y recruzan haciendo caraquetas para no chocarse, porque
aprovechan para dar la paz a amigos y conocidos a los que buscan a toda
velocidad. De repente, la iglesia se
ha convertido en un ir y venir caótico; y hasta el cura abandona el sitial y se
acerca a los bancos a dar la mano a los feligreses. Braulio observa todo esto
desde su cómodo retiro en la penumbra de la trasera, al lado de la pila
bautismal y una leve sonrisa se dibuja en su cara. ¡Ay, si D. Anastasio
levantara la cabeza! Y no sin cierto esfuerzo se levanta de la piedra y entra
en el huerto.
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