El día que Braulio oyó decir honesto por honrado era uno más de ese invierno suave tan poco frecuente en el pueblo. Un invierno seco, continuador de un otoño seco y de un verano en el que no había caído una gota de agua. Los arroyos eran apenas una huella y los más viejos del lugar, Braulio entre ellos, habían asistido por primera vez al triste espectáculo de ver secas algunas fuentes que habían manado toda la vida. Así hasta que el tiempo se encabronó y cayó lo que hacía tiempo que no caía: un nevazo que dejó al pueblo incomunicado, a los animales en las casillas y a los viejos en la cocina, al calor de la lumbre y con la radio como única compañía.
Braulio,
que no es un hombre culto por formación, pero que es leído por voluntad,
escucha el ronroneo monótono del locutor, ocupado ahora en las triquiñuelas de
esos políticos que parecen vivir en una realidad paralela;
que se saltan la ley e intentan esquivar a la justicia con regates que tienen
mucho que ver con la cobardía. El locutor pontifica sobre la doble moral y
termina diciendo que en su opinión, —en su opinión, lo deja bien claro—, que
nunca se sabe quién puede estar detrás de los dineros en las empresas de radio.
Pues eso, que, en su opinión, son personas deshonestas. A Braulio esta matraca
monotemática, curiosamente, no contribuye a serenarle. Por eso lleva ya un buen
rato escarbando la lumbre sin prestar atención al ronroneo del aparato que reposa
en una estantería de la trasera de la cocina, tapadito con una tela de
colorines para protegerlo del humo. Pero cuando oye el calificativo, aguza el
oído y escucha otra vez: deshonestos, eso es lo que son estos políticos que
tiran la piedra y esconden la mano, enfatiza el locutor.
Braulio
siempre ha creído que la honestidad tiene que ver con asuntos de cintura para
abajo, o eso es lo que ha oído mil veces al cura, que lo repite en cada misa y
en cada rosario, dirigiéndose sobre todo a las mujeres, como si los hombres
estuvieran libres de ese pecado. Y eso que al viejo, los comentarios del cura
le suscitan ciertas dudas. Porque el clérigo habla también de la honra de las
mujeres, refiriéndose al mismo asunto; pero lo dice de otra manera: las mujeres
pierden la honra o se la quitan, pero siempre de manera pasiva, como si no
tuvieran nada que ver en ello.
Braulio está convencido de que estas cosas de la política tienen que ver más con la honradez que con la honestidad. Y una sonrisilla leve se dibuja en su rostro porque se acuerda de aquella vez que llamaron a Vítor al Ayuntamiento porque, creía el alcalde, que había abierto un poco, no mucho, el bocín de la presa de El Tejadizo y que, como a lo bobo, así lo dijeron ellos, había dejado el remano convenientemente guiado al prado del mismo nombre. Y todos sabían en el pueblo que, durante el verano, los frutos tenían preferencia sobre los pastos. Pero cuando, al ser de día, fue el veedor a soltar la poza, se encontró con que estaba a medias. Y no hubo que investigar mucho para deducir que si el remano iba al prado, el amo del prado sería el culpable. Así que esa misma mañana, se presentó en casa el alguacil para comunicar al hombre que al anochecer se personara en El Ayuntamiento. Por lo del agua, dijo. Tampoco le costó mucho enterarse de qué era lo del agua; le bastó con salir a la calle y hablar con los vecinos. Y tampoco tardó mucho en descubrir lo que había pasado. El día anterior había sido el último en regar en el huerto de La Torre y el último estaba obligado a tapar la poza. Y él había mandado a la muchacha chica y seguramente la habría tapado mal y ahí estaba el resultado.
Braulio está convencido de que estas cosas de la política tienen que ver más con la honradez que con la honestidad. Y una sonrisilla leve se dibuja en su rostro porque se acuerda de aquella vez que llamaron a Vítor al Ayuntamiento porque, creía el alcalde, que había abierto un poco, no mucho, el bocín de la presa de El Tejadizo y que, como a lo bobo, así lo dijeron ellos, había dejado el remano convenientemente guiado al prado del mismo nombre. Y todos sabían en el pueblo que, durante el verano, los frutos tenían preferencia sobre los pastos. Pero cuando, al ser de día, fue el veedor a soltar la poza, se encontró con que estaba a medias. Y no hubo que investigar mucho para deducir que si el remano iba al prado, el amo del prado sería el culpable. Así que esa misma mañana, se presentó en casa el alguacil para comunicar al hombre que al anochecer se personara en El Ayuntamiento. Por lo del agua, dijo. Tampoco le costó mucho enterarse de qué era lo del agua; le bastó con salir a la calle y hablar con los vecinos. Y tampoco tardó mucho en descubrir lo que había pasado. El día anterior había sido el último en regar en el huerto de La Torre y el último estaba obligado a tapar la poza. Y él había mandado a la muchacha chica y seguramente la habría tapado mal y ahí estaba el resultado.
Cuando,
en la comida, preguntó a la niña, esta dijo que habían ido unos pocos a taparla
y que uno de ellos, había guiado el cortadero hacia el prado porque, había
dicho, la noche era muy larga y, cuando rebosara, pues la que saliera que empapara
bien el pradito para que echara hierba verde para las vaquitas; y que eso era
mucho mejor que dejar que el agua fuera regadera adelante. Y que habían tapado
bien el bocín y que no sabía por qué se había ido el agua. El padre sí lo supo
enseguida: las pocas fuerzas de la niña para tirar del palo. Y eso fue lo que
contó en el Ayuntamiento. Y remachó:
—No
sé cómo habéis llegado a pensar que yo podía haber ido entre la noche a soltar
la poza y que iba a ser tan gilipollas de echar el agua al mi prao como si no
supiera la huella que deja el agua en este tiempo. Además, que lo sepáis, yo no
hago estas cosas. Soy un hombre honrado.
Y
dijo honrado. Porque si hubiera dicho honesto, Braulio, que formaba parte de la
Corporación, se hubiera descojonado a reír.
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