viernes, 16 de diciembre de 2016

UN HOMBRE


Le recuerdo siempre con traje de pana, chaqueta y chaleco, incluso en verano; silencioso y adusto, los bolsillos rebosantes de trapos que utilizaba profusamente como si fueran pañuelos. Siempre solo, siempre con el cigarro apagado colgando de la comisura de los labios, incluso cuando acunaba al nieto sobre su brazo izquierdo y le palmeaba suavemente con la mano derecha al ritmo cansino de una tonada monótona mil veces repetida: tirín tin tin, tirín tin tin, tirin tin tin…
Siempre me pareció un hombre apenado que vivía porque estaba vivo, pero al que le hubiera dado igual no estarlo. Toda la información que pude reunir sobre él tuvo que venir de fuera. Así fue como supe que antes, de joven, allá por el cambio de siglo, no sólo no era triste, sino que hacía gala de cierto sentido del humor que sus vecinos conocían bien. Como cuando perdió la cabra de la tía Jeroma, que apareció sana y salva a la mañana siguiente en la puerta del corral, a la querencia del ama.
Había nacido en el verano de 1884 y antes de cumplir los veinticinco había vivido lo que otros no viven en toda una larga existencia. Se libró por los pelos de formar parte del cortejo que acompañaba al rey Alfonso XIII por la calle Mayor de Madrid el día de su boda de camino al palacio Real; pero no pudo librase del ambiente prebélico de la llamada guerra de Melilla, que terminó en desastre a finales de 1909. Por allí se movió comiendo las galletas que habían sobrado de la guerra de Cuba —contaba él— subiendo al cerro Gurugú y bajando al Barranco del Lobo. Por allí anduvo esquivando la muerte junto a otros desdichados como él, muchos de ellos ocupando un lugar que no les correspondía, supliendo a otros más ricos, cuyo patrimonio los había librado del viaje; un sistema perverso que redimía a los ricos y condenaba a los pobres. Como casi siempre, sólo que entonces no se trataba de mejoras sociales, sino de luchar por la propia vida.

Alguna vez le oí criticar el sistema de reclutamiento en aquella guerra absurda. No reprendía a los padres que pagaban para que otros murieran en lugar de los suyos. Cualquier padre pagaría por librar a su hijo de la guerra. No. Si su padre hubiera sido un hombre de posibles, habría vendido hasta la camisa y se habría alimentado de cardos, escaramujos y aliceras para evitar que él fuera a África. Pero nada puede dar quien nada tiene. Él criticaba a la Administración que lo permitía, que, incluso, lo facilitaba, convirtiendo lo que tan pomposamente llamaba servicio a la patria en una cuestión meramente económica. 

Y luego, La República;  y La guerra Civil. Entonces rondaba los cincuenta años y ya no tenía miedo de que le llamaran filas; sus miedos tenían que ver más con la trashumancia por caminos y trochas y con la estancia en solitarios puertos de León, expuesto siempre a la rapiña de los dos bandos, ambos igual de peligrosos e igual de rapaces. Sus miedos tenían más que ver con la familia, especialmente con los hijos, tres varones, que podrían ser reclutados en cualquier momento si la guerra se alargaba. Y de eso tampoco se libró. Porque en aquel funesto verano del 37 murió un sobrino, hijo de su hermana y unos días después, debió de ser unos días después, aunque él tardó varias semanas en saberlo, mataron a su hijo primogénito. Lo habían sacada de una cómoda oficina de Toledo, donde cumplía labores de escribiente, para agregarlo a las tropas que iban a tomar la capital. Pero su querido David no llegó a ver Madrid, porque una bala perdida, pero tan certera y cruel como las otras, acabó con su vida en una tierra que no había pisado antes.

 Por si no había sufrido bastante, enviudó a los sesenta y cinco años y se quedó en manos de las nueras, un año en el pueblo y otro fuera, porque uno de los hijos vivía en Extremadura. De su estancia en el pueblo son mis recuerdos y los de los que le conocimos viejo y afligido; de los que no tuvimos la suerte de degustar su fino sentido del humor, su seriedad en los tratos y su predicamento entre los pastores y los amos.

Ya viejo, cuando sentado al resolano en el corral dejaba pasar el tiempo, una tarde cálida de otoño, le pregunté por el paradero de la tumba del hijo muerto en la guerra. “Nunca supimos nada, sólo que había muerto” espetó. Yo, entonces, no pude menos que decirle:
—Ahora entiendo que algunos digan que es usted un hombre triste y no le faltan motivos para serlo.

Él, con una viveza inusual en alguien que se tomaba su tiempo para todo, contestó:
—No, hijo. Yo sólo soy un hombre— Y con el revés de la mano se limpió una lágrima furtiva.






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