Pasear, ya no se
pasea. Ahora se anda, se camina. Vamos a caminar, dicen los veraneantes de
pantalón corto y gorra de visera. Y se cogen un garrote, cuando más alto mejor,
se calzan unas zapatillas de colorines y emprenden la marcha como si no tuvieran
que regresar, siempre por el mismo sitio, siempre pisando el mismo suelo; unos
detrás de otros, sin hablar, casi a paso ligero, intentando robarle al tiempo
unos días más de vida.
A
mí, lo que me gusta es pasear. Salir del pueblo por cualquier calle, andando
despacito y recreándome en el paisaje. Que trabaje la vista y que trabaje la
cabeza, aunque no trabajen mucho las piernas. Tender la mirada a lo lejos y
dejar que vuele el pensamiento. Mirar más que ver. Sentir, más que sudar.
Me gusta pasear por
el pueblo porque es como regresar a la infancia. A veces pienso que lo utilizo
como un recurso para entender este mundo cambiante. Otras, sin embargo, creo
que lo que de verdad hago es usarlo como analgésico o, quizá, como
tranquilizante. Porque salir al campo es como estrenar el mundo cada mañana,
decía Delibes.
Hoy he salido
por El Pozo. Entre los álamos se oyen las voces de los muchachos, hartos de pan
y hambrientos de vida, corriendo detrás de un balón. Ahí es donde mejor están,
pienso; lejos de prados y de trillos; de cabras y de siegas. Miro Las Aljóndigas, un recuerdo en cada rincón.
Las paredes escondidas bajo los bardos cada vez más grandes que pronto cubrirán
los prados. Me veo acostado al abrigo de una pared esperando a que amanezca
para empezar a segar una hierba que ahora no es más que cardos y espinos.
Siento el sudor que empapa mi frente y veo a Ángel, El Topo, que arrea un burrillo con una carga de trigo. Sonrío al
recordar la oferta: “Si quieres yo te llevo la carga a la era y tú terminas de
segar esto”. Pero no hubo trato. “Tú a lo
tuyo y yo a lo mío”. Así que él siguió detrás del burro y yo continué asido
al astil de la guadaña segando a duras penas un prado que en lugar de menguar,
crecía.
Veo
La Aljóndiga de tío Bicha, el heno extendido en todo el prado, ya casi seco; y veo
el humo que sale de debajo del roble donde tía Fausta ha hecho la lumbre para
cocer la olla que se comerán los heneros.
Porque entonces las cosas eran así. No había leyes que nos prohibieran hacer
fuego en el campo porque no hacían falta. Porque había agua en todas las
regaderas y porque los huertos estaban arados y sembrados; y los prados segados
y los lindones pacíos… Y tengo que
parar porque, aunque yo no creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor, siento
como si un sentimiento de añoranza embargara mi mente.
Miro la pared
del camposanto, domicilio eterno de tantos que fueron y ya no son y una sonrisa
leve se dibuja en mi cara. Desde aquí, desde esta misma pared, increpaba a voces
tío Porro a mi padre porque veía que
el burro estaba paciendo tranquilamente en un regajillo de La Puentecilla, que se
tiende bella y serena al sol de la tarde. Saca el burro de lo mío —decía—, que
tú tienes mucho argullo, pero muy
poco dinero. Y veo a mi padre correr, voceando al animal, aunque solo fuera
para que dejara de hacerlo el otro, agarrarle del rabero y atarle a un roble.
Así, entre
recuerdos que me trasladan a la juventud, voy recorriendo un camino que ahora
ha perdido su función principal. Así, mirando más que viendo, sintiendo más que
andando, cuando me doy cuenta he llegado a El Vallejo. Tiendo la vista hacia
el sur y veo el pueblo que se enmarca entre los álamos secos mimetizado en el
pasto y los zarzales de lo que antes fueron huertos verdes bien cultivados. A
lejos, en el puertecillo que rodea la carretera, la ermita se dibuja en el
horizonte con su paredes blancas.
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