El Cerrao es un topónimo bastante común en la zona. En el pueblo tiene que ver con tres lugares distintos, pero con características comunes: El Cerraón, Las Cerrás y los prados de El Cerrao. Pudiera ser que este nombre hiciera referencia a la configuración del terreno: laderas pronunciadas que se cierran sobre una garganta o un declive que propicia el nacimiento de un arroyo. Pudiera ser también que describiera esa zona en la que se fijan las tormentas cuando el cielo se cierra, se oscurece y no hay más luz que la de los relámpagos que preceden a los truenos. Sin embargo, yo me inclino más porque este topónimo se refiera un terreno abierto que fue comunal en su origen y que se vendió posteriormente, siendo los nuevos propietarios los que cerraron sus posesiones con paredes de piedra y bardos de zauces.
Sea lo que fuere, lo que vamos a contar ocurrió en el prado de El Cerrao, que, curiosamente, no es un
prado, sino una heredad árida que el abuelo Rufino sembraba un año de trigo y
otro de garbanzos y que lindaba con otra tierra de características similares
perteneciente al tío Montaña. Era tan pequeña la superficie de ambas que no
merecía la pena llevar dos yuntas, por lo que el abuelo y el tío Montaña,
ochentones los dos, se ponían de acuerdo para ararlas en común con la pareja
que formaban los burros de ambos.
Y allí se dirigieron aquel día hermoso de primeros de marzo,
apuntando ya la primavera, el arado cargado en el burro del abuelo y el tío
Montaña, caballero en el suyo. No madrugaron, porque para un cacho tan chico no
merecía la pena pasar frío, por lo que decidieron ir después de comer, sin
prisas, cuando el sol hubiera limpiado la escarcha y calentado un poco la
tierra. A media tarde se presentaron en la finca, descargaron el arado y se
pusieron a fumar tranquilamente sentados encima de un montón de cantos,
mientras que los dos burros pacían en el lindón la hierbecilla que comenzaba a
brotar.
La nuera, que, temerosa de la edad de los gañanes, se había visto
en la obligación de acompañarles, no veía muy clara la actitud de los ancianos
que habían fumado antes de cargar el arado, habían fumado en el camino y
fumaban ahora sin dar visos de comenzar el arijo mientras recordaban sus
tiempos mozos. Y fumar entonces requería un tiempo: sacar la petaca, verter el
tabaco en la palma de la mano, quitar las estacas, buscar el librito y sacar un
papel, que siempre se pegaba a los otros; liar el cigarro, pegarlo con la
lengua, sacar el chisquero y el pedernal, golpear ambos varias veces hasta que
prendía la mecha y encender el cigarro. Todo un rito que llevaba su tiempo. Por
eso, la mujer, que era joven y no quería ser brusca, se dirigió al abuelo con
voz suave.
—Abuelo, ¿no enganchan ya?
—Hay tiempo, hay tiempo— dijo el tío Montaña mirando al cielo.
Y aún tardaron un buen rato en enganchar. Y cuando lo hicieron, echaron
dos surcos y pararon para fumar, cumpliendo siempre el mismo ritual. Y, cuando
parecía que iban bien, perdieron una orejera y, aprovecharon para fumar
mientras la buscaban. La nuera miró al sol y repitió la pregunta. Pero ahora
fue el abuelo el que dijo que había tiempo. En la parada siguiente, esta vez
para machar el cuño de la mancera, fueron los dos a la vez. Hay tiempo, dijeron.
Y miraban al sol que había pasado de El Castrejón a El Picozo. La mujer, harta
de tanta pasividad e intentando disimular el disgusto que tenía, los dejó solos
y se fue a ver de los hijos, que ya debían de haber salido de la escuela. Hizo
el camino en un santiamén, segura de que, si los gañanes no cambiaban de música,
no iban a tener tiempo de terminar la huebra.
Y no lo tuvieron; porque cuando el astro rey pasó por encima de Los
Collados y cayó como una bola detrás de La Sabrosilla y la noche borró las
casas del pueblo, el abuelo y el tío Montaña, aún no habían terminado de arar
el pequeño trozo de tierra. Y, aunque no era mucho lo que faltaba, no tuvieron
más remedio que desenganchar la yunta, aparejar los burros y coger el camino de
casa.
Al día siguiente,
a media mañana, el tío Montaña se presentó en la vivienda del abuelo y, desde
la bocacalle que daba al corral, dijo a la mujer, que lavaba en la pila:
—Dile a tu aguelo que
salga, a ver si esta tarde vamos a terminar el cachillo que nos quedó ayer en
El Cerrao.
La mujer, que aún tenía en el cuerpo el enfado de la tarde
anterior y que sabía que el abuelo no podía oír al compañero, porque andaba en
el sobrao, hizo de tripas corazón,
sonrió levemente y respondió:
—Mi aguelo no está. Se
ha ido a Los Heros para todo el día. Así que tendrá usté que arreglarse solo.
Y por lo bajo,
con gesto duro, dijo:
—Que te crees tú que va a volver. Para fumar contigo en El Cerrao,
que fume en lo alto de la era.
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