No se sabe muy
bien quién le bautizó con tal apodo. El caso es que al abuelo Julián le
pusieron Relances por mal nombre y,
aunque el DRAE recoge tres significados diferentes para dicho vocablo, ninguno
de ellos se ajusta a la personalidad del abuelo, que más que con sucesos
casuales o dudosos, tendría que ver con la socarronería propia de los
campesinos más listos.
En el pueblo hay
apodos para todos los gustos. Algunos hacen escarnio de ciertos defectos,
físicos sobre todo, otros no tienen un significado claro, pero los hay tan
atinados que definen al sujeto mejor que una fotografía en color. Este debió de
ser el caso del tío Relances que,
según cuentan los más viejos del lugar, era capaz de encontrar siempre el lado
más burlón de las cosas y de poner una nota de humor en ciertos sucesos del
mundo rural que, sin ser graves, podían complicar bastante la tranquila vida de
sus paisanos.
Hasta que
enviudó, el abuelo Relances había
vivido en Campurbín, felizmente casado con la abuela Manuela, de cuyo
matrimonio nacieron dos hijos y una hija. Cuando murió la abuela, el hombre,
que aún estaba en buena edad, se mudó a Horcajo, donde siguió viviendo en su
casa, solo, de manera independiente, con sus vacas y sus quehaceres diarios
hasta que se lo permitió la edad
Son muchas las
anécdotas que se cuentan del abuelo Relances,
que debía de tener fascinados a los nietos con sus chascarrillos. Y no sólo a
los nietos, sino a cualquier muchachón o moza que coincidiera con él en las
tardes tediosas del invierno en los prados de Llera. Por eso no resulta difícil
imaginarle alrededor de una lumbre, rodeado de muchachos que escuchan
embelesados sus historias, mientras extienden las manos hacia el fuego para
mitigar un poco el frío polar de los meses más duros del invierno serrano.
Muy conocida
resulta su visión de la economía del momento cuando aseguraba que había hecho
un viaje desde Badajoz al pueblo sin gastar una perra.
—Jo, abuelo, iría usted pidiendo— decían
las nietas hechizadas por el relato.
—No, iba a ir dando— contestaba el
abuelo con una sonrisa socarrona.
En
otra ocasión, ante las quejas del maestro, que se lamentaba de gastar muchos
zapatos debido al lamentable estado que presentaban las calles del pueblo,
auténticos lodazales en invierno y llenas de cantos y boñigas en todo tiempo,
el abuelo Julián expresaba al profesor que no compartía tal opinión sobre el
calzado, que tenía él unos zapatos que le habían durado quince años. Y, cuando
el maestro le preguntaba que cuántas veces se los había puesto, el tío Relances contestaba sin inmutarse que
dos: en su propia boda y el día que vino
el obispo a confirmar a la muchacha.
Cuentan que el
abuelo era muy cuidadoso con las herramientas. Y muy poco amigo de
prestarlas. A veces pasaba horas enteras marcando los yugos, las azadas, los
trillos y otros utensilios con una jota y una eme mayúsculas que indicaban
claramente la propiedad de la herramienta. Uno de estos útiles era una azuela
que el hombre mimaba con cariño. Perfectamente enmangada y afilada, el abuelo
Relances la cuidaba como oro en paño y procuraba no prestársela a nadie que no
fuera de su estricta confianza. Y de su estricta confianza no había nadie.
Pero hete aquí que un
buen día se presentó el hijo de un primo segundo para pedirle la azuela.
—Tío Julián, que está mi
padre haciendo un arado y está ahora liado con el dental y me ha dicho que le
pida la azuela porque la suya está embotada y casi no corta.
—Pues mira, hijo. No te
la voy a dar porque tu padre apoya el dental en las piernas y no quisiera yo
que se cortara los zajones o que tuvierais una desgracia mayor en casa porque,
además, se rajara el muslo y se sanguinara.
—Que no, tío Julián, que
esté usté tranquilo, que mi padre
apoya el dental en una piedra de la pared, que le he visto yo hacerlo ahora mismo.
—Pues por eso no te dejo
la azuela, hijo. Por eso no te la dejo.
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