Pues este no parece
que tenga mucha prisa. O, quizás haya cambiado de opinión, que tampoco sería
nada raro. Y eso que a mediodía lo dijo bien clarito en el bar del ama: “Que
esta tarde me voy a Zapardiel por Navasequilla”. Quizá lo dijera para ver si se
apuntaba alguno, que estos tíos de hoy no saben ir solos a ningún sitio, que no
tienen nada que ver con sus padres y abuelos, que se tiraban quince días en los
puertos de León sin cambiar palabra con nadie, sin más compañía que el cielo y
las estrellas, hasta que bajaban al pueblo a por el pan. Pues como digo, lo
dijo clarito, que se iba andando a Zapardiel; pero no oí yo mucho entusiasmo en
los otros, así que no sería de extrañar que hubiera decidido ir carretera
abajo, como todos, en busca de alguien con quien hablar, que mucho decir que le
gusta andar, que no le importa ir solo, pero el caso…
Calla, que sale. Y viene con garrota
y cámara de fotos, que no sé cómo no se cansará de retratar siempre los mismo
peñascos y los mismos robles. Me saluda cariñoso como siempre, aunque no me
llama para que me vaya con él, que desde que me atropelló el coche en el
molino, no es muy partidario de sacarme del pueblo; pero yo, como el que oye
llover, detrás o delante, unas veces bien a la vista y otras escondido, que
este viaje a ese pueblo por esos caminos de Dios no me lo pierdo yo. Y, además,
está lo de la compañía. Que muchas veces le he oído decir que si él viviera en
el pueblo, tendría un perro. Sobre todo por la compañía, aunque en este asunto,
a mí me pasa como a Troylo, el perro de Gala, que no tengo muy claro quién hace
compañía a quién. Que hay que ver lo largos que son los días en Lleralta,
mirando los picos de El Castrejón y oyendo guarrear
a las zorras que cada día andan más
desahogadas. Y eso, por no hablar de las gallinas, que algún disgusto me van a
dar. Y si no al tiempo.
Caminamos a buen paso hasta los praos del Cerrao, que para lo gordo que
está, no anda mal; pero yo, antes de llegar al sitio fatídico, desaparezco, y no
le vuelvo a ver hasta la ermita donde está hablando con unos de Navasequilla,
tranquilamente parado en la orilla de la carretera, apoyado en la garrota como
hacen los pastores, aunque este de pastor no tenga mucho. Está diciendo que El
Chocolate venía con él, pero que al llegar a lo de Juan ha desaparecido, que
seguramente no quiera pasar por donde el accidente, que los animales son muy
listos. Y tanto. A ver si se cree que es agradable para un perro revivir las imágenes
del coche dando vueltas. E insiste en lo de la inteligencia de los animales,
aunque sesudos personajes opinen lo contrario. Y, por favor, que no cuente otra
vez lo de la vaca. Y que se despida de una vez, que con tanto palique se nos va
a hacer de noche y no vamos a pasar del molino, o, peor, igual sí pasamos y nos
perdemos por esos andurriales, que dice el de Navasequilla que ni camino hay.
Aunque este que lo dice tampoco tiene mucha pinta de caminante.
En el pueblo de arriba, otra vez los
saludos, las preguntas y las respuestas largas, que parece que este hombre no
sabe contestar con un sí o un no, o pasar agachando la cabeza, como hacen
otros. Y una mujer que se llama como él, que le dice que no vaya, que el camino
está muy malo, que baje hasta el molino y que haga las fotos desde los
canchales de La Somaílla y que se
vuelva por donde ha ido, que no es cosa de que se caiga y se rompa algo. Y
seguro que se vuelve, que mucha pinta de valiente no tiene. Al salir del
pueblo, duda; que si para la derecha, que si para arriba… Y mira que se lo han
dicho clarito: que por la depuradora hasta encontrar el puentecillo sobre el
riachuelo, el pontón, ha dicho la mujer. Y fácil es, que el puente de palos y
tierra se tiende bien a la vista sobre la garganta iniciando un camino bordeado
de prados verdes y peñas imponentes que termina en el canchal impresionante de
La Asomadilla, vigilante eterno de los blancos riscos de Gredos. Un paisaje maravilloso que a mí me parece el paraíso de los perros.
Y a partir de aquí,
la nada. Porque digo yo que este hombre podría haber bajado hasta el molino
derruido, siguiendo la vereda y continuando luego por la regadera que bordea
los prados, por un camino que se ve andado, que por algún sitio tendrán que
entrar las vacas y los vaqueros. Pero no. Este, que valiente no será, pero algo
insustancial, sí, coge hacia la derecha, por donde debía ir el camino de toda
la vida, que ahora ni es camino ni es nada y, atrochando entre los cardos y los
espinos, sorteando los cantos, andando y desandando, la vista fija en el
pueblecillo blanco que la tarde ilumina entre el verdor de los robles, camina hacia
las casas como si lo propulsara una fuerza invisible.
A trancas y barrancas alcanza la calleja
donde un coche abandonado indica que hasta allí ha llegado la civilización o lo
que sea y enfila por una calle atraído por los sonidos de gente que juega a las
cartas y que, como era de esperar, le conduce al bar, aunque no entra. Eso sí,
se para con una joven que resulta ser hija de la mujer que le decía que se
volviera en el pueblo de antes. Y otra vez el palique: que si tu madre, que si
el camino, que si que le haga una foto, porque, dice, sus amigos no se van a
creer que ha ido allí si no les lleva una muestra. Que digo yo, que qué poca
confianza deben de tener los amigos en este hombre. Y espero que no se le
ocurra hablarle de mí ni machacar en la
aventura del viaje, que la tarde va cayendo, bueno que ha caído ya, y yo no sé
cómo ni por dónde piensa este hombre volver. Cruzamos el pueblo, yo en segundo
plano, que no quiero robarle protagonismo, pero, cuando de un callejón salen
dos perrazos como dos becerros, me arrimo a él como si fuera mi padre. Que él
lleva garrota, y seguro que la sabe usar, porque cuando uno de los mastines
enseña los dientes y se acerca a mí con intenciones que solo los perros
conocemos, el hombre levanta el palo y suelta un taco que los hace retroceder
hasta el callejón de donde habían salido.
Muy agradecido, colega. Prometo no
separarme de ti; pero a las afueras del pueblecillo, entre huertas repletas de
manzanos y prados verdes, mi nariz se llena de olores. Perdices con sus
polladas, liebres, conejos, zorras y ciervos, sobre todo ciervos, me dicen que
vaya, que los persiga, que quizá si hay suerte… Así que mis buenos propósitos
acaban allí y vuelvo a desaparecer.
La última imagen es de un hombre que camina
y habla por un artilugio que ha sacado del bolsillo; será que se aburre o que
se ha cansado de tanto silencio. Yo a lo mío; embebido en la caza de algo, o de
nada, no me doy cuenta de que ya es noche cerrada y, además, de esas que no
tienen luna. Estoy en un robledal sin más vestiura
que la oscuridad, como decía la canción. Mi instinto me devuelve a la
carretera esperando alguna señal que me lleve hasta el hombre. Pero, no. Ni
rastro. Corro como solo corren los perros asustados: por la orilla, vigilando
bien las curvas y las luces, por si acaso, dispuesto a seguir la carretera
hasta donde encuentre terreno conocido, que aventuras más difíciles han vivido
otros de mi especie.
Y de pronto, en una curva de esas
ciegas que tanto abundan en estas tierras, aparece un coche que se para unos
metros más allá y de él desciende el hombre. Con su garrota y todo. Yo doy la
vuelta y me acerco, seguro de que me espera a mí. Y a mí me espera, porque su
cara denota una alegría sincera. Abre el maletero y yo, de un salto me encaramo
al coche, como si fuera mi casa. Damos la vuelta y, acurrucado en el
habitáculo, alcanzo a oír que el hombre le cuenta al conductor que creía
haberme perdido, que me ha llamado hasta desgañitarse, y que nunca creyó que
fueran a encontrarme, que él nunca hubiera dado la vuelta. Así que una deuda
más, hacia el joven que conduce.
Y me acurruco aún más y me dejo
llevar por la música suave que inunda el maletero del vehículo. Llegamos y yo,
como siempre, educado como soy, me quedo en el porche, esperando algo de comer,
que, si siempre me
dan, hoy, con más motivo. Comeré y me llegaré hasta el bar, que por nada del
mundo quiero perderme la aventura que les cuenta este a sus amigos. Por nada
del mundo.
RHM
Septiembre 2014
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