Había una vez un pueblo que desde los
lejanos tiempos de Maricastaña tenía la sana costumbre de cuidar de sus
ancianos. Estaba el pueblo de nuestro cuento tendido en la solana de una
sierra, a media ladera, y disfrutaba de unos inviernos fríos y de unos veranos
primaverales. Los más cursis solían decir que el verano en aquel remoto lugar
era primavera eterna. Las casas eran de piedra gris, los tejados rojos y las
calles de tierra. Un aire saludable secaba las cosechas a su tiempo y maduraba lentamente
los frutos de los huertos, que se ponían en sazón siempre un poquito después
que los del valle.
A
las gentes del pueblo de nuestro cuento les gustaba el lenguaje directo y por
eso no decían bobadas como que los ancianos pertenecen a la tercera edad o que
alcanzan la edad dorada; ni siquiera los llamaban mayores. En nuestro pueblo,
los ancianos eran sencillamente viejos y no por eso, menos queridos. Y como las
conocidas ahora como residencias de mayores se llamaban entonces asilos y esta
palabra les producía un cierto repelús solo con pensarla, cuando los más viejos
no podían vivir solos, sencillamente, se hacían cargo de ellos sus familiares
más cercanos, quienes se repartían el tiempo sin mayores inconvenientes.
No
se sabe muy bien si era por el aire limpio, por el sol o por la tranquilidad
del sitio y la buena armonía que reinaba entre los parientes y vecinos, pero lo
cierto es que los hombres y mujeres del pueblo de nuestro cuento eran muy
longevos. Vivían tanto tiempo que, a veces, se confundían con las piedras y los
robles centenarios. Se los podía ver aparecer por cualquier bocacalle caminando
encorvados, pero felices, mostrando en sus caras cubiertas de mil arrugas una
expresión dulce, indicadora de la paz y el sosiego que anidaba en sus mentes.
No sabían qué era el estrés y su cuerpo sólo liberaba cortisol en muy contadas ocasiones: cuando la tormenta arruinaba el
trigo, cuando el tiempo les impedía recoger las cosechas mimadas todo el año,
cuando se ahorraba la vaca o cuando alguna desgracia se cebaba con la familia…
E, incluso, aceptaban con noble resignación esos golpes duros de la vida. Dios
lo ha querido, decían.
En
el pueblo vivían también numerosos animales, que moraban en armonía con las gentes,
como si formaran parte de la familia. Y en este pueblo habitaba también la tía
Vicenta.
La
tía Vicenta era una viejecita entrañable, pequeña y dulce que no tenía hijos.
Había vivido sola en su casa desde que, hacía ya muchos años, su marido había pasado
a mejor vida, como se decía entonces. Pero cuando sus ojos perdieron visión y
sus oídos dejaron de percibir los cantos de los gurriatos y los kikirikís del
gallo, cuando el reúma le impidió levantarse algunos días… Entonces supo que
había llegado el momento de ponerse en manos de las dos sobrinas.
Como os he contado antes, existía en el pueblo de
nuestro cuento una especie de acuerdo tácito sobre el cuidado de los ancianos,
que eran muchos: los hijos cuidaban a los padres y, si no había hijos, eran los
sobrinos los que atendían a los tíos, en algunas ocasiones con la gola de quedarse con la hacienda y con
el poco dinerillo que tuvieran. Y la tía Vicenta, dinero no es que tuviera
mucho, pero sí tenía un buen capital.
Las
dos sobrinas iban a la casa de la anciana por riguroso turno; un día una y otro,
la otra. La trataban bien, aunque sin entusiasmo; con el cariño escaso y las
palabras justas. Que no faltara nada de lo imprescindible, pero que no sobrara
nada, tampoco. La aseaban, la sacaban al resolano, encendían la lumbre y la
sentaban en el escaño, pero no le daban conversación ni la peinaban con mimo
como ella había hecho con su madre ni le tocaban la cara ni la miraban con
ternura. Las mujeres la daban de comer y la cuidaban con tan poco amor que la anciana
sospechaba que lo que deseaban de verdad era que se muriera pronto para acceder
a la herencia y quitarse la rutina del cuidado un día sí y otro no. Lo
sospechaba porque veía en las sobrinas una actitud desapegada y premiosa, amén
de algún que otro comentario furtivo.
A la anciana le
encantaban las migas cocinadas con aceite y caladas en leche que las sobrinas
le traían para cenar y que le servían también para desayunar si no las
terminaba por la noche. No se las traían siempre y, a veces se pasaban varios
días sin que las probara. La mujer se quejó a una vecina, tan vieja como ella,
en una de aquellas tardes invernales, sentadas al solecillo débil, bajo el
murmullo armonioso de las canales que conducían al suelo la nieve derretida en
los tejados. “Anda, pues dilas que no te gustan, a ver qué pasa, que eso
hice yo con la mi nuera y me dio buen
resultao”. Y así fue. La tía Vicenta,
viendo que pasaban los días y que las
migas no venían, comentó: “Pues me encuentro yo mejor desde que no me traéis
las migas canas con aceite”. Y, qué
casualidad, al día siguiente hubo migas para comer. Y la anciana, elevando un
poquito la voz, dijo: “A mí no me deis migas canas con aceite, que me dais la
muerte”. Y lo repitió un par de veces. Fue mano de santo, porque desde aquel
día, nunca faltaron las migas en la cena de la anciana. Y, si se las comía
todas por la noche, cualquiera de las sobrinas, venía por la mañana, antes de
pintar el sol y dejaba en la lancha de la cocina una cazuela con migas canas
recién cocinadas.
Y esto os enseñará, queridos
niños, que en el pueblo de nuestro cuento, manejaban ya la psicología inversa
antes de que sus habitantes conocieran siquiera la existencia de tal palabra.
Y colorín colorado,
este cuento escrito con mucho amor se ha terminado.
RHM
Junio2014
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