Subió como un gato y cayó como un fardo. Y allí se quedó, tendido en el
suelo, de cualquier manera, medio inconsciente o inconsciente entero, porque la
verdad es que ninguno de los muchachos se acercó a comprobarlo. Fue verlo
llegar al suelo y huir del huerto como si hubieran visto un fantasma. Sólo él,
no sabía muy bien por qué, volvió para esperar lo que tuviera que venir.
Arsenio y los otros forman una
pandilla alegre de niños del campo que apenas han salido del pueblo. Muchos ni
siquiera han visto el tren, ni el cine y, cuando llega algún coche a la aldea,
tardan en acercarse a él por si acaso. Por si acaso en el vehículo vienen los
tíos de la sangre o el hombre del sebo o cualquier otro sujeto portador de esos
males que tan interiorizados tienen desde siempre, después de muchas veladas al
amor de la lumbre.
Ahora, él está allí, al lado del
otro, escuchando sus gemidos y esperando a que llegue alguien, suponiendo que
los que han huido como ratas habrán avisado ya en el pueblo, que no está lejos.
Aunque no tiene sangre ni heridas aparentes, no se atreve a levantarlo, no vaya
a empeorar la situación, así que le coge una mano y se sienta lo más cerca que
puede mientras su mente va una y otra vez a los hechos con tal obstinación que
al mismo niño le sorprende.
El juego del ¿Y si...? tenía ya
bastantes años. Se lo había enseñado un maestro que ya no estaba en el pueblo
-en aquel pueblo, los maestros duraban poco-
y les había dicho que se trataba de un juego para soñar. Y, para
aquellos niños, soñar era muy fácil, y muy necesario. El maestro lo llamó el
juego del “Qué pasaría si...”. ¿Qué pasaría si el sol no saliera mañana? ¿Qué
pasaría si pudiéramos volar como los pájaros? ¿Qué pasaría si fuéramos
inmortales? Los niños respondían a estas iniciativas del maestro mientras
estaban con él, pero cuando abandonaban la escuela, sus inquietudes eran otras,
más propias de la edad. Y pronto el juego, por ese afán simplificador que
tienen los niños, fue, solamente el ¿Y si...?
Muchas veces jugaban al ¿Y si…?, que siempre empezaba bien, pero que solía
terminar mal. Uno cualquiera decía ¿Y si…? y a partir de ahí la imaginación se
desbordaba y eran capaces de construir unas historias que, de haber sido
escuchadas por alguien con iniciativa literaria, podrían haberse convertido en
algo más que en un juego de niños.
¿Y si pudieran ver lo que hacían el
maestro y la maestra, que paseaban todas las tardes carretera arriba hasta la
ermita y luego desaparecían un rato en un currucho de piedras que nunca había
estado allí, pero que nadie tiraba?
-¿Y
si los pillara El Alcalde metiéndose mano?- decía uno.
-Pues
seguro que los echaban, porque los maestros tienen que dar ejemplo.
-Pues
no, porque ellos también tienen derecho a hacer lo que hacen los mozos y las
mozas en la Rebolla-, rebatía otro.
-Sí,
sobre todo lo que hace tu hermana-.
-
¿Y si te doy una hostia?-
Y
allí se terminaba el juego.
-¿Y
si vamos a la casa del cura y tiramos piedras a la ventana hasta que se levante
y así vemos si lleva camisón o duerme en calzoncillos?
-¿Y
si nos montamos en el tinao de tio Fulano que ha venido hoy de
Extremadura y vemos lo qué hace con la mujer cuando se acuesten?
-No. Ahí, no, que es mi tío.
Y
siempre había algún tío, o primo o vecino o familiar, de manera que casi nunca pasaban
de las palabras a los hechos.
En primavera, cuando los días se
alargan y los pájaros anidan en los álamos y los espinos, buscar nidos y robar
los huevos es casi una obligación, sobre todo porque la Hermandad de
Agricultores los paga a perra chica e, incluso, a perra gorda dependiendo de
qué pájaro sean.
-¿Y
si vamos a Los Collaos, que hay
muchos de chova?
-¿Y
si decimos a tu prima que suba y la vemos el culo?
-¿Y
si te suelto una hostia?
Hoy han salido de la escuela como siempre,
corriendo como alma que lleva el diablo hacia el roble de Los Malagones que
tiene en una rama no muy alta un nido de graja. Y ya se sabe que estas aves son
como las gallinas, que si no las quitas el nidal, siguen poniendo como si no pasara
nada. Han llegado al árbol y han echado a suertes. Arsenio ha sacado la paja
más corta y, sin decir palabra, ha empezado a subir con cierta sonrisa de
suficiencia, como si en lugar de perder, hubiera ganado. La verdad es que pocos
en el grupo trepan como él. Sube como los monos, -dicen, aunque ellos no han
visto subir a ninguno-, balanceándose y cambiándose de rama sin vacilar, como
si estuviera en el suelo jugando al avión o sorteando charcos. Pero, cuando ha
metido la mano en el nido, no se sabe qué habrá tocado o qué habrá visto, porque
ha dado un grito, se ha soltado de las dos manos y ha caído como caen los
pájaros cuando los aciertas con el canto en la cabeza.
Y, de repente, se le ha ocurrido. ¿Y
si…? ¿Y si Alejandro se levantara y echara a correr como tantas veces,
diciéndole que está bien, que sólo ha querido darles un susto? ¿Y si…? ¿Y si…?
Y sin pensarlo más, se arrima a la
oreja, le coge las dos manos y con toda la fe de la que es capaz recita: “Y
si…, y si…”, deseando con todas sus fuerzas, con toda la fe de un niño asustado,
que esta vez el juego no acabe mal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario