Esto era una vez un pueblo muy pequeño situado cerca de los picos de
Gredos. El pueblo no era muy rico, pero todos podían vivir en él porque todos
tenían algún huerto en el que sembrar las patatas, las alubias y algo de trigo
y centeno en las tierras altas; y todos tenían sus gallinitas, hacían su
matanza y tenían una o dos cabrillas que les proporcionaban leche casi todo el
año. Muchos poseían una o dos vacas con cuya leche hacían un queso que era la
envidia de los otros pueblos. Así que los habitantes de aquel lugar, aunque no
eran ricos, no pasaban hambre.
Como entonces no había asilos ni eso que ahora
llaman pomposamente residencias de la tercera edad, era costumbre en el pueblo que
los hijos cuidaran de los padres cuando ya no podían valerse. Y si no había
hijos, eran los sobrinos los que se hacían cargo de los ancianos a cambio de
quedarse con la hacienda, con lo que sólo heredaban los que decidían atender a
los viejos. Esta práctica ocasionó más de un problema entre los familiares
porque siempre había alguno que se echaba para atrás a la hora de custodiar al
tío o a la tía pero que, luego, quería entrar en parte como uno más de los que
los habían cuidado.
Las casas del pueblo
no eran muy grandes; muchas no tenían más que el mediocasa, la cocina y la sala, amén del sobrao y de un cuarto para la chiche, por lo que las familias no
tenían más remedio que poner las camas de los viejos en los sitios más
insólitos, como pasó con el hombre de nuestro cuento, el tío Sinforoso, más conocido
por tio Sinfo.
El tío Sinfo había
vivido en feliz matrimonio con la tía Erundina, sin que el cariño que se
dedicaron en vida el uno al otro se hubiera visto bendecido con hijos. Cuando
murió la mujer, el tío Sinfo decidió aguantar en su casa todo lo que fuera
posible. Y así lo hizo hasta que no tuvo más remedio que entregarse al cuidado
de los sobrinos que buenamente quisieron hacerse cargo de él. Y de esa manera
fue rodando mes a mes de casa de una sobrina a otra, comiendo lo que le daban y
durmiendo donde le ponían la cama. La muerte le llegó en casa de la Juliana,
que no había tenido más remedio que poner la cama en el mediocasa, algo metida debajo del hueco de la escalera porque las
dos alcobas que tenía la casa estaban ocupadas ambas: una por le matrimonia y
la otra por las dos hijas.
Era costumbre en el
pueblo que, cuando fallecía alguien, las vecinas se hicieran presentes en la
casa del finado para ayudar en lo que hiciera falta. Y muchas veces, más que la
ayuda, era una curiosidad malsana y el deseo de ver qué apaños tenía la
familia, lo que hacía que algunas intentaran llegar de las primeras. Otras
veces, lo que les metía prisa era la parentela, aunque fuera de tercer o cuarto
orden, como en el caso de la tía
Daniela, que en cuanto oyó a su vecina Isabel comentar a la puerta que había
muerto el tío Sinfo, dejó lo que estaba haciendo y se presentó en casa de la
Juliana.
Nada más entrar, vio
el cadáver sobre la cama, en el mediocasa
y un mohín de desagrado se dibujó en su cara. Sin más llamó a la pariente y le
dijo:
—Tendríais que quitarlo de aquí y llevarlo a la sala.
La reacción de una de las hijas de la prima fue fulminante:
—A la sala no, que tenemos allí la longaniza.
—Pues si tenéis allí la longaniza, que la tengáis, que este ya no se la va
a comer.
Y colorín colorado,
este cuento no es más largo.
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