Eran cuatro. Dos mocetones altos y
fuertes y un hombrecillo viejo y algo arrugado que caminaba como un conejo,
moviendo velozmente las piernas, pero con zancadas tan cortas que los otros no
tenían ningún problema para seguirle. El tercero era un hombre fornido, de edad
mediana, que se había unido a ellos al dejar el teso y que no les había
dirigido la palabra más que para preguntarles si iban hacia lo alto. Luego
resultó ser el maestro de La Lastra.
Habían ido
por la mañana a Piedrahíta, a la feria de Los Santos y habían vendido lo que llevaban, pero la
entrega se había retrasado mucho y ahora tenían un largo trayecto de regreso a
la aldea. No les daba miedo la noche porque conocían el camino y habían contado
con la luna, que en las noches serranas es la mejor amiga del caminante, pero
la niebla que bajaba de los altos era como un mal presagio y a medida que se
acercaban a la cumbre, se hacía más espesa.
Seguramente aquellos hombres habían aprendido
a conocer a todos los seres que pueblan la sierra: el alacrán, un bicho tan
rabioso que prefiere picarse a sí mismo si se ve acosado, la víbora, tan
dañina; el bastardo, que tiene un mamar tan suave, que cuando chupa la teta de una vaca recién parida, esta
no vuelve a dejar mamar al becerro. O, al menos, eso es lo que cuentan las
madres en las noches largas del invierno mientras hilan el copo al amor de la
lumbre. Seguramente aquellos hombres sabrían distinguir perfectamente una
jineta de un garduño, ambos capaces de colarse por cualquier agujero, por pequeño que
fuera, para comerse las gallinas si no andabas listo.
Probablemente
aquellos hombres sabrían mucho de lobos, enemigos naturales de los pastores.
Sabrían que el lobo no se ve, pero se siente su presencia hasta el punto de que
el aire se enrarece y a los hombres se les erizan los pelos y les entra un
sudor persistente, incluso en las noches más frías del invierno. Tal vez
aquellos hombres habrían participado en alguna de las batidas que se
organizaban en los pueblos, los hombres a caballo, el que lo tenía, tocando cuernos y trompetas
y dando voces para expulsar al lobo del término municipal, aunque la expulsión
no llegara más que al pueblo vecino y en todos los pueblos hicieran lo mismo. Quizá
por eso, alguno de los caminantes no creería en estas cazas incruentas; porque
ya se sabe que “a lobos y a leña verde el que más anda más pierde”, como dijo
el andarín mientras subían un repecho capaz de cortar el resuello al más
pintado.
Seguramente
aquellos hombres podrían identificar sin error los sonidos de la noche: el
canto del cuco, tan distinto al de la lechuza o al del búho, el guarreo de la
zorra llamando a otras o el mugido de las vacas sobresaltadas por algún
peligro. O el del cuclillo, que emite un sonido rítmico, lúgubre y cadencioso
capaz de asustar a cualquiera que no tenga bien atados los machos. Aquellos
eran hombres que tenían una identidad total con el campo; que no distinguían
entre el día y la noche, “entre el día y la noche no hay pared”, dijo uno de
los mozos; y que no temían más que a lo que no podían controlar: la primera necesidad
del lobo era comer y la suya, evitar que comiera de su ganado. Eso lo entendía
cualquiera. Lo que no podían controlar era el efecto de esta niebla que había
surgido casi de repente y que se había instalado en lo alto de la sierra,
cubriendo los picos y que avanzaba hacia la ladera como si alguien la viniera
empujando desde arriba. La niebla por arriba y la noche por abajo, porque pronto
la oscuridad se iría adueñando del valle y las luces del pueblo grande —el
único con luz eléctrica— irían desapareciendo engullidas por la distancia.
No supieron cuándo perdieron el
camino, que ya no era tal, sino una trocha invadida por los espinos y la maleza.
De pronto, los cuatro hombres se encontraron en medio de un calabonar, totalmente
rodeados de una capa de niebla que casi no les permitía divisarse entre ellos y
mucho menos reconocer alguna señal que les permitiera identificar el camino de
regreso. Entonces tuvieron la certeza de que se hallaban perdidos y que la desgracia podría
ser mayor porque la niebla había empezado a destilar un agüilla fría que, en
aquellas fechas y en aquellos parajes, pronto sería hielo.
Algo
preocupados, decidieron caminar de dos en dos en direcciones opuestas, sin
alejarse más de lo que alcanza una voz en el silencio de la noche, para ver si
encontraban alguna señal que les permitiera identificar el camino o, al menos,
alguna pared que les sirviera de refugio mientras se levantaba la niebla, si es
que se levantaba. Así anduvieron un buen rato en medio de un silencio sepulcral
solo roto por las voces de los hombres.
El
hombrecillo y un mozo estaban ahora en medio de un tremedal. La tierra se movía
bajo sus pies y las botas se les habían llenado de barro hasta los tobillos. El
mocetón atisbaba entre la niebla buscando alguna referencia, alguna señal,
algún indicio, algo conocido que les llevara otra vez al camino. Entonces las
oyeron. Eran campanas que tañían llamando a los fieles a algún rezo. El
hombrecillo recordó que era el día de las ánimas y trató de ubicar la
procedencia, aunque poco importaba de qué pueblo fueran las campanas. Con voz
fuerte llamó a los otros y juntos empezaron a caminar hacia el sonido que se
repetía monótono de forma intermitente. El hombrecillo sabía que en los pueblos
de la sierra suelen llamar a los feligreses tres veces, con toques de campana
que se repiten cada poco tiempo. Sólo pedía que este tañer lejano que horadaba
la niebla hubiera sido el primero, porque ahora caminaban cuesta abajo por unos barbechos
y si volvían a sonar las campanas, pronto identificarían alguna señal que les
conduciría hacia un camino, cualquier camino, porque cualquiera sería bueno
para llevarles a casa.
P.D. Esta leyenda circula por el pueblo en torno al topónimo referido al prado de Las Ánimas.
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