El niño estaba tendido cuan largo era
debajo de un roble, sobre el santo suelo, leyendo con avidez un librillo
arrugado y lleno de manchas. Leía ajeno a todo; ajeno al sol que le caía de
plano sobre las piernecillas desnudas, ajeno a los cantos en la era vecina,
ajeno a los niños que jugaban con un perrillo que corría por el prado, esperando
quizá un trozo de pan del pastor que guardaba cuatro borregos tan flacos como
él. Ajeno, incluso, a la voz de su padre que ya le había llamado dos veces.
Era un niño enclenque, de unos diez
años, que tenía que aprovechar que aquel libro viejo y cochambroso hubiera
caído en sus manos. Un libro ajado que, sin embargo le transportaba a un mundo
de ensueño, porque el niño era un ser bastante fantasioso, capaz de tramar y de
creer las aventuras más extraordinarias. El librillo era una leyenda mínima que
glosaba las hazañas de Guillermo Tell.
Cuando llegó a la última página, el
niño cerró con cuidado el libro y se dio la vuelta, de cara al cielo limpio y
azul. Su imaginación volaba libre, como vuelan los pájaros, repasando la
historia que acababa de leer. El cantón de Uri podría haber sido el término del
pueblo, tantas veces recorrido, aún a tan corta edad. El niño veía la plaza,
tan parecida a la suya, veía el palo erguido en el centro, tan parecido al suyo;
veía la imagen del gobernador, que podría ser el alcalde, no porque fuera malo,
sino porque era la única autoridad que conocía. Y se veía él. Se veía
rebelándose contra la orden absurda de saludar a un muñeco; se veía con el arco
a la espalda y veía la manzana sobre la cabeza de un hijo imaginario. Se veía
apuntando con pulso firme, ajeno al gran corro de gente anhelante, que apoyaba su
rebeldía; y veía la manzana partida en dos limpiamente. Luego, contestaba altivo
a un Gessler imaginario que le
preguntaba por qué había colocado dos flechas en la ballesta.
El niño se giró y volvió al libro;
buscó la primera página y encontró el nombre del autor: Egidio Tschudi. ¿Quién sería tal Egidio? No tenía ni idea,
pero seguramente habría sido un niño como él; un niño amante de los cuentos de
su tierra que se quedaría embobado oyendo a los más viejos contar historias de
lobos, de caza, de pastoreo o de cualquier cosa. Seguramente, el tal Egidio
habría disfrutado tanto como él con la lectura de libros que hablaban de héroes
legendarios que se lanzaban al mundo sin miedo al hambre ni al peligro. Hombres
que eran capaces de dar su vida por una idea. Y de repente, pensó que ya no
quería ser como Tell, sino como Egidio, porque Tell solo había uno y su
historia ya había sido contada, pero siendo Egidio podría fabricar tantos
Guillermos como quisiera. Podría fabricar un Tell pastor que luchara contra los
lobos, un Tell cazador que recorriera los lindones detrás de las perdices y lo
conejos; podría fabricar un Tell que ensalzara la amistad, que contara
historias del pueblo y, sobre todo que las conservara.
-Miguel, esta es la tercera vez que te llamo, ¿quieres venir
al trillo de una puñetera vez?
Y el niño se levantó despacio y se encaminó a la era. Se
llamaba Miguel, pero podría haberse llamado Mario, o Ernesto, o Camilo. Podría
haberse llamado como cualquiera de los
hombres y mujeres que adornan la imaginación de los niños que aman la lectura.
RHM
Octubre 2015
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