El
abuelo Goyo y yo no nos llevábamos mal. Era, sencillamente, que nuestros
centros de interés divergían como esas líneas que dibujaba el maestro en la pizarra
y que, aun estando muy próximas en el origen, cada vez se alejaban más en los
extremos. Él quería convencerme de que el futuro estaba en el campo y mi futuro
entonces no iba más allá de las cuentas que tenía que llevar hechas a la
escuela al día siguiente. Además, yo ya intuía que el futuro podía estar en
cualquier sitio. Él me contaba las bondades de dormir al raso cuidando las
vacas, como el vaquerillo de Gabriel y Galán, cuyo poema recitaba de memoria, y
a mí se me ponía la carne de gallina cuando, en la dehesa, el sol empezaba a ocultarse. Él
quería enseñarme a diferenciar unas ovejas de otras y a mí, además de seres estúpidos,
me parecían todas iguales, como gotas de agua. Él quería hacer de mí un personaje
capaz de patear la garganta noches enteras llevando el agua a los prados y yo
confiaba en la lluvia, que siempre acaba cayendo. En definitiva, él quería
enseñarme un montón de cosas que yo no tenía ningún interés en aprender. Mis
sueños por aquel entonces tenían más que ver con lo inmediato que con lo
práctico.
Y
luego estaba la convivencia. Ninguno de los dos sabíamos disimular; ni siquiera
lo intentábamos. Él hablaba de lobos y yo de la escuela. Él arreglaba una
herramienta y yo leía. Él peroraba de la siembra y yo recitaba de memoria los
ríos de Europa. Pechora, Mezén, Dvina, Vístula, Oder… y antes de que terminara
la letanía, él me preguntaba que para qué servía eso. Yo no respondía, pero le
miraba, levantaba más la voz y continuaba: Elba, Rin, Ródano… Y, entonces, él,
con una media sonrisa, recitaba: “He dormido esta noche en el monte/ con el
niño que cuida mis vacas/ y en el valle tendió para ambos/ el rapaz su
raquítica manta”. Y me miraba desafiante, como si quisiera dejar bien clarito que él también era capaz de aprender cosas de memoria y que lo que
él aprendía era muchos más importante que lo que aprendía yo.
Si estábamos en la
era y alguno de los tíos preguntaba lo del kilo de paja y el kilo de hierro y yo
respondía antes que ninguno de los primos: "pesan lo mismo, tontos”, el abuelo no
podía reprimir entonces una sonrisa que a mí me parecía satírica y por lo bajo
me llamaba sabihondo.
Luego
él se murió y yo me quedé. Me quedé sin él y sin referente. Y fue irse él y
dejar yo de recitar de memorieta. Fue irse él y empezar yo interesarme por el
campo. A medida que fui creciendo, notaba más su ausencia y me interesaba más
su persona. Debe de ser verdad eso de que el hombre está hecho de
contradicciones. Incluso la familia decía que tenía cosas del abuelo, que utilizaba
sus frases y sus gestos.
Ahora, siempre que
espero paciente a que madure la fruta, siempre que quito con mimo la hierba a
las lechugas o acaricio los tomates, siempre que madrugo para regar o aprovecho
la noche para pensar; cuando me levanto antes de día por el puro placer de ver al
sol pintar de amarillo los robles de El Picozo, me acuerdo de sus lecciones. Y,
aunque sigo sin saber diferenciar unas ovejas de otras, he aprendido a
disfrutar de la vida en el campo. Y es que, quizá, mi abuelo utilizó conmigo
sin saberlo eso que ciertos educadores llaman psicología inversa.
RHM
1 comentario:
Me gusta eso de madrugar
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