Asustado
por la responsabilidad de guardar las cabras del pueblo, cuyo cuidado
correspondía por turno riguroso a un vecino cada día, no saboreó la leche como
en otras ocasiones. Que su madre se presentara en la cama al pintar el día con
un tazón de leche migada, le trajo recuerdos dulces de la niñez. Porque la
madre ya no le llevaba el desayuno a la cama. Hacía ya algún tiempo que le
advertía, con aquel tono tan especial que ponía cuando quería convencerle de
algo, que iba siendo un hombrecito y que los hombres almuerzan en la cocina, a
la lumbre, mientras se preparan para las faenas del campo. Pero aquel día, la
madre volvió a llevarle el desayuno a la cama. Quizá porque iba a suceder algo
que le alejaría de la niñez definitivamente.
Él no quería dejar de ser niño. Era
verdad que la naturaleza había marcado ya en su cuerpo señales evidentes de que
abandonaba la niñez; era verdad que su voz se había vuelto más grave y era
verdad que cuando se le escapaba alguna vaca ya no lloraba detrás de ella esperando
un rasgo de cordura por parte del animal, sino que le arrimaba el garrote y la
traía al camino mientras murmuraba por lo bajo: “puta vaca”, algo inseguro aún,
como si temiera que pudieran oírle.
Se tomó la leche, se levantó y se vistió como los pastores: gruesos
calcetines de lana para evitar las macaduras de las albarcas en los pies y ropa
de abrigo. El día era frío y el agua podía caer en cualquier momento, por lo
que se puso encima el capote de brea que su madre le había apañado con los restos
de uno viejo. Se encaminó a la plaza y vio que ya estaba allí el compañero, un
anciano medio sordo que recibió al niño con total indiferencia.
Cuando se hizo la hora, sacaron las
doscientas cincuenta cabras en pelotón organizado hasta las afueras del pueblo,
entre ladridos de un perrillo que llevaba el viejo y el sonido armónico de los
campanillos. Cuando llegaron al careo, el muchacho vio que el hombre, que iba
delante dirigiendo la cabeza del rebaño, encendía un tomillo y extendía las
manos para calentarse. El niño aceleró el paso en un intento de entablar alguna
conversación, pero el hombre, cuando le vio acercarse, dio una patada al
tomillo y echó a andar, como si no le hubiera visto. El niño intuyó entonces
que aquel no iba a ser el día apropiado para escuchar alguna bella historia de
lobos o de cabreros ni para que el viejo le enseñara las cruces que marcan las
lindes del término del pueblo. Y así fue, porque la única señal que el muchacho
tuvo en toda la mañana de la existencia del otro, fue el humo de los tomillos
que el hombre iba encendiendo de trecho en trecho y que apagaba de una patada
cuando veía acercarse al compañero.
El niño supo entonces que estaba
solo. Y solo estaba cuando se aterró la niebla y los carrascos se convirtieron
en sombras fantasmales y las cabras desaparecieron y sólo se adivinaba su
presencia por el sonido de los cencerros. Y solo estaba cuando la niebla se levantó
un poco y vio que los animales se habían hecho un remolino y corrían monte arriba como si les
persiguiera el diablo y el perrillo ladraba con furia y corría hacía el cancho
donde comía el niño que se levantó de un salto. Y entonces, lo vio.
Vio la chiva acogotada por el lobo,
balando agónicamente, mientras la fiera mordía y mordía. Las cabras habían
huido y el perrillo, envalentonado por la compañía del muchacho, ladraba
furioso, manteniendo la distancia con el lobo, enseñando los dientes en un
gesto de fiereza que el lobo ignoraba. El niño estaba petrificado por el terror,
pero algo en su interior se rebelaba contra el sufrimiento de la cabrilla que
agonizaba bajo las fauces del bicho. Algo en su interior le decía que había
llegado el momento; que aquella era su vida y que aquel era su enemigo. Y
despreciando cualquier medida de prudencia, azuzó al perrillo, blandió el
garrote y, gritando como un loco, se abalanzó sobre el lobo, descargando el
palo con toda la fuerza de sus quince años. Golpeaba casi a ciegas una vez y
otra, mientras su boca gritaba palabras que no se hubiera atrevido a
pronunciar. El perrillo, loco de furia también, mordía y retrocedía y volvía a
morder. El lobo, quizá sorprendido por el ataque y dolorido por los garrotazos,
soltó la presa y corrió hacia la espesura, despareciendo en el carrascal. El
niño se acercó a la cabra e intentó cerrar la herida que marcaba su cuello,
pero el animal estaba muerto.
Entonces oyó las voces del viejo que
intentaba reunir el rebaño disperso por el pánico. A duras penas consiguieron,
ahora entre los dos, juntar las cabras que ya ni comían ni andaban, presas de una
especie de depresión colectiva que al niño le llenaba de sensaciones nuevas. El
anciano dijo que, gracias a Dios, no había habido chicha, pero el niño le
informó de la chiva que permanecía muerta al borde del regajo y allí se
encaminaron los dos. El viejo se cercioró de que la cabrilla había muerto, la
levantó con esfuerzo y dijo que pesaba mucho para llevarla al pueblo, por lo
que decidió meterla debajo del cancho y cerrar la entrada con piedras que fue
arrimando el muchacho para evitar que el lobo o las zorras pudieran volver y
comérsela.
Después enfilaron el camino del
pueblo, el rebaño hecho un rebujo, el viejo delante y el niño y el perro
detrás. Cuando llegaron, los animales fueron quedándose cada uno en su casa,
excepto la chivilla alobada que se había quedado en el campo. Los dos, ahora
también los dos, se acercaron a la casa del dueño de la cabrilla para contarle
el suceso e indicarle el lugar donde la habían dejado por si quería ir a por
ella y aprovechar algo de la carne, aunque el niño había oído decir al padre
que los pastores no eran muy partidarios de comerse los despojos de los
animales muertos por el lobo.
Después el niño se fue a casa, contó
la historia a la madre y tuvo que repetirla varias veces a las tías y a los
vecinos. Luego se acostó y, aunque tardó en dormirse, logro descansar. Y cuando
por la mañana, la madre se presentó en la alcoba con un tazón caliente de leche
migada, el niño dijo con voz grave:
-No,
madre. En la cocina.
RHM
Mayo 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario