No está hoy Braulio muy contento, que
digamos. Anoche llegó el sobrino, un zagal de veinte años que anda estudiando leyes en
Madrid. Un muchacho inquieto que siempre ha sido un cascabel, que se interesaba
por todo y que a todo quería llegar. Que lo mismo daba de mamar a los chivos,
que llevaba las vacas al prado o se presentaba por la tarde en la dehesa para
dormir con el tío. Ni el arado ni la siega ni la trilla ni el molino le eran
ajenos. Un muchacho cantarín que no callaba un momento. Que siempre ha vivido
el presente, que imaginaba el futuro subido en esos montes, corriendo por esas
tierras, apacentando cabras y voceando vacas y que no ha perdido nunca la ocasión de que su
tío le recordara el pasado.
Bueno, pues
llegó ayer entre dos luces y, cariñoso y educado como es, saludó a Braulio,
hizo dos o tres preguntas sobre los animales y se enfrascó en la contemplación
de un aparatillo oscuro que sacó del bolsillo y que le tuvo embebido toda la
noche como si una soga invisible le hubiera atado de pies y manos al cacharro.
De vez en cuando movía los dedos compulsivamente y, a veces, sonreía y golpeaba
el suelo con un pie, como si realmente estuviera en presencia de alguien.
Y esta
mañana se ha levantado tarde y sigue con la misma cantinela. Sentado a la
lumbre, sin hacer ni puñetero caso a las llamas que dibujan formas caprichosas
en el humero ni a los palos que chisporrotean y brincan por encima de las
morillas. Sin hacer ni caso al tío que, sentado en una banqueta, mira a al
fuego y bosteza, sospechando que también hoy será un día perdido: él, pensativo,
como si estuviera solo y el mozo, con su juguete, también solo.
En un intento de establecer alguna
comunicación, Braulio le pregunta que qué hace mirando embobado el teléfono.
Pero no hay respuesta. Los dedos del muchacho vuelan por la pantalla a una
velocidad de vértigo, mientras una enorme carcajada a punto de estallar se
dibuja en su cara. Braulio no tiene más remedio que repetir la pregunta,
consciente de que su sobrino no le ha prestado ni la más mínima atención. Éste levanta la vista de la pantalla y mira
extrañado a su tío. Le sorprende encontrarle con esa mirada impaciente, como
esperando algo que hubiera pedido ya varias veces. Le sorprende lo cerca que
está de la lumbre. De hecho, hasta le sorprende estar sentado en el escaño de la
casa del viejo, un potro de tortura que, en cambio, hace las delicias del hombre.
“Si volviera a entrar me sentaría un poco más apartado de la lumbre, en una de
las sillas de la sala, que, al menos, tienen una almohada”, piensa. “Si
volviera a entrar, debería hacerlo con el móvil apagado”.
Harto ya de tantas contemplaciones, su tío levanta enérgicamente la voz
y repite la pregunta acompañándola de un improperio y de un rápido movimiento
del bastón.
-¿Y qué es eso que te tiene tan ocupado?
Que ya anoche no pudimos hablar y hoy vas por el mismo camino, que parece que
tuvieras el baile ese que llaman de San Vito.
-Estoy mirando mi Twitter
-¿Tuiqué?
-Twitter
--¿Y qué coño es eso del tuiter? Anda, cuéntamelo. Que tiene que
ser algo muy importante para que lleves ahí clavado más de una hora oyendo los
campanillos de las vacas sin que te hayas dignado salir a verlas. Que tiene que
ser muy importante para que tampoco hayas oído los relinchos de la yegua
llamando a la potrilla nueva, que apenas tiene un mes y es lista como un coral.
-Mire tío,
esto se llama red social. Es como un gran patio de vecinos, o mejor: la plaza
del pueblo cuando viene el Tranca. Somos un montón de gente hablando de muchas
cosas a la vez. Opinamos, discutimos, intercambiamos opiniones... En realidad
el nombre de Twitter viene del verbo piar en inglés. Somos como una bandada de gurriatos
encaramados a un árbol piando todos a la vez. Cada gorrión pía sobre el tema
que le parece. Cuando muchos gorriones están piando sobre el mismo asunto, éste
se convierte en un “trending topic”,
en el tema de moda. Para que usted lo entienda: es una manera de estar
comunicados, como hacían ustedes antes, con las cartas.
-Pues anda, que no ha cambiado esto de
las cartas desde que andaba en manos de tio
Regino. Que iba a por el correo a la Aliseda de buena mañana y no lo traía
hasta por la tarde. Claro que, si teníamos prisa, salíamos al encuentro.
-¿Cómo que iban al encuentro? ¿Y quién
era el tio Regino ese y qué tenía que
ver con el correo?
Por un
momento, Braulio ve en el mocete al niño
que fue, al niño que podía preguntar hasta aburrir; al niño que sorbía las
historias hasta agotarlas, como los animales agotan el agua de las pilas
después de un día de trilla. Sobre todo porque ha soltado el aparatucho, ha cruzado
las palmas de las manos debajo de la barbilla, se ha recostado en el escaño y se
ha quedado mirando fijamente al hombre, como hacía antes.
-Tio Regino era de Los Cuartos, pero se había
venido a vivir aquí, al pueblo, a esa casa que compró tu tía cerca de la plaza,
que allí nació tu abuelo. El hombre era muy mayor y era el cartero que traía
las cartas desde La Aliseda; en un burro. El caso es que el hombre, que sólo
tenía ese animal y unas cuantas gallinas, arrendó un prado en Los Eros, el prao de tio Tomás, que tu padre sabe
bien cuál es, y salía por las mañanas y recogía la valija y se volvía, pero,
para que comiera el burro, lo metía en el prado, que le cogía de camino, y allí
se estaba hasta por la tarde. Así que si estabas esperando carta o tenías
muchas ganas de saber si la tenías, pues llevabas el ganado por allí y te
hacías el encontradizo y le preguntabas. “Tio Regino, ¿tengo yo carta?” Y el
hombre miraba en la morrala y, si la tenías te la daba y, a lo mejor, te daba
también la de alguna hermana si se la pedías. Igualito que ahora, con eso del tuiter, que dices que puedes hablar con
uno, aunque esté en La Argentina, que no sé yo si eso podrá ser verdad. Porque
yo puedo entender lo del teléfono, que, al fin y al cabo, va por un cable, pero
eso de que vaya por el aire, así, sin más, no lo tengo yo tan seguro.
Y
es en ese mismo instante cuando suena un bip,
bip en el cacharro que está encima del escaño y se ilumina el cristal como un reclamo y el muchacho se endereza como un muelle, lo coge y lo
manipula, lo mira y se vuelve a enfrascar en el aparato como si se hubiera
quedado solo. Braulio se levanta, engancha
la garrota y, despacito, sale al mediocasa y, luego a la calle, dejando al
sobrino embelesado con el juguete. Sale un poco triste porque Braulio es un
firme partidario del progreso, pero, a veces, no acierta a comprender estos
inventos que, en lugar de unir, no hacen más que separar. Y, además, porque tiene
la sensación de que el que queda dentro moviendo los dedos como un poseso y
piando con otros pájaros como él, ha abandonado definitivamente el nido que
tantos ratos de felicidad le han proporcionado. A él y al tío.
P.D. Escrito a medias con mi hijo
Víctor, que aportó la idea y la parte técnica, además de su parte literaria. Gracias.
RHM-VHP
Febrero 2014.
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