Braulio lleva ya un
buen rato en la ermita, sentado sobre una piedra, al abrigo de la pared recién
pintada, tan blanca, tan hermosa. Hubo un tiempo en que el pequeño edificio que
se levanta sobre el collado tuvo categoría de parroquia mientras la iglesia del
pueblo estuvo caída; después fue la ermita la que estuvo en ruinas. No quedaron
en pie más que las cuatro paredes, sin más techo que el cielo ni más puerta que
el aire; el suelo se llenó de retejones y
las ovejas entraban al recinto como Pedro por su casa. Mucha devoción, mucha
devoción, pero hasta que no llegó el cura aquel que se hizo llamar padre, a
nadie se le ocurrió arreglar el edificio y poner una puerta como Dios manda.
Eso sí, a tanto por vecino. Por vecino y por medio vecino, que si los
matrimonios pusieron cuatro, los viudos y solteros como él pusieron dos. ¡Qué
tiempos aquellos! Entonces todo el mundo era gente de orden. Si había que
arreglar la ermita a tanto por casa, se arreglaba; se lo quitaba uno de donde
fuera y a otra cosa. Se ponía lo que había que poner y punto. Y nadie se
negaba, incluso si andaba algo justo, que ya se ocuparía algún familiar de
ponerlo por él de manera que no se le viera el culo.
En aquellos tiempos, medita Braulio
mientras se calienta la espalda sobre la requemada pared, todo estaba mucho más
claro. La gente tenía ocupaciones que entendía todo el mundo: los pastores eran
pastores y los amos, amos. Y a nadie le gustaba que le confundieran con otro ni
que se mezclaran las cosas. Los vaqueros a las vacas y los porqueros a los
guarros, que ya lo decían estos últimos. “Pastor de guarros te quiero ver,
que de ovejas y cabras cualquiera es”. Y a mucho honra.
No como ahora, que proliferan
algunas profesiones como las moscas en verano: directores de tendencias,
diseñadores de cualquier cosa, organizadores de eventos, expertos en moda,
creadores de... Y eso por no hablar de esas revistas que su sobrina, la
peluquera, llama del corazón y que al hombre le alteran el hígado. Porque Braulio siempre ha sido un hombre celoso de su
intimidad y nunca ha entendido cómo hay gente que se presta a desvelar sus
miserias más íntimas delante de una cámara de fotos o de televisión. Y,
menos aún, cómo hay quien se aviene a participar en esa especie de circo que
montan en la tele siete u ocho personas que se dicen periodistas y que hablan a
gritos porque, piensa el hombre, les interesa mucho más el espectáculo que la
información. Y no es que él sea un ingenuo y no sepa que lo hacen por dinero, incluso
por mucho dinero; pero aún así.
Y ¿dónde se estudian
esas carreras? ¿Y quién otorga los títulos? Tiene huevos. La cantidad de
profesionales que han surgido últimamente sin haber pasado por la universidad.
Y cómo presumen. No hay mejor universidad que la calle, manifiestan en cuanto
pueden. Yo he aprendido en la mejor escuela posible: la de la vida. Y
salen en las revistas al volante de coches que casi nadie puede comprar, aunque
no sean suyos, aunque hayan tenido que vender el alma, como leyó él que había
hecho una vez uno. Alemán, dicen que era. Y aún hay ingenuos que se lo creen. Y
aún hay adolescentes que los siguen por ese camino azaroso que no conduce más que al desastre. Pandilla de mangantes.
Braulio los pondría a picar, a ellos y a sus mentores, para que dejaran de
engañar a la gente, para que dejaran de ser señuelos para esos jóvenes que se
creen sus memeces a pies juntillas y que nunca conseguirán lo que ellos.
Porque para creativo de verdad, el
compañero aquel de Brozas, que peló a una borrega de cría y le hizo unas lorzas
en el rabo y la dejó una amborla en
el lomo y otra en lo alto de la cabeza, entre las orejas, que estaba el animal de
lo más pintiparado. Claro, que los compañeros no entendieron tal obra de arte y, en lugar de felicitarle, decían entre dientes que era algo gilipollas. Y no quieran ustedes imaginar qué pensarían las
ovejas del hatajo, que miraban a la borrega como a un bicho raro y hasta los
carneros se apartaban de ella. Y eso que el animal estaba gordo y hermoso.
RHM
Noviembre
2013
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