Braulio no tiene más vicios que la radio y
el tabaco, si es que al cigarro oscuro que cuelga permanentemente de la
comisura de la boca como si fuera un
apéndice más de la cara, se le puede llamar vicio. Porque está más tiempo
apagado que encendido e, incluso, se podría asegurar que está siempre apagado.
La radio es otra cosa.
Braulio cogió afición a la radio desde que,
estando de zagal en La Herguijuela, participó como extra en la película “Historias de la radio”, que
se rodó en aquel pueblo en su parte final, allá por el 55. Desde entonces ha seguido con
interés la evolución de este medio, que, en su inicio, como refleja la película,
se hacía en un teatro: el público ocupaba las butacas y los locutores, el
escenario. Todo era en directo. Un enorme micrófono colgaba del techo y
debajo de él se iba desarrollando toda una sesión de radio simple y auténtica.
Luego evolucionó; empezó a llegar a todos los rincones y, cuando los políticos y
otros poderes se dieron cuenta de las enormes posibilidades del invento, aquella
manera de hacer radio desapareció para siempre. Surgieron las tertulias, y los
contertulios, antes tan cuidadosos con la lengua, pasaron a ser tertulianos y empezaron a expresarse de una
forma extraña, tan particular, que algún periodista como Antonio Burgos llama a esta manera de hablar El Tertulianés. Y a
opinar de lo divino y lo humano, que parece mentira que tan poca gente pueda
saber tanto de todo, que lo mismo pontifican sobre cuestiones relacionadas con la política,
la educación, la sanidad o la economía que nos ilustran sobre la metamorfosis
de la mariposa o la mejor forma de tocar las castañuelas.
En estos días
dulces del otoño, Braulio se levanta, come algo, cuelga la radio en un clavo
del machón de la puerta, saca la petaca y lía parsimoniosamente un cigarro
gordo y extraño, más grueso en un extremo que en el otro, se lo pone en la boca
y se sienta en el poyo, con la garrota entre las piernas y la mirada baja, como
meditando, mientras el aparato, a todo volumen, va desgranando noticias y
opiniones entreveradas de anuncios de productos que el viejo no conoce ni
conocerá jamás. . La
radio le hace compañía, a él y al barrio, porque, cuando los hombres se van a sus quehaceres después de atendido el ganado y la mañana se sosiega, la
radio de Braulio se puede oír desde lejos. Y es que el viejo anda ya algo teniente y no oye todo lo que
quisiera, aunque algunas veces se haga el sordo mucho más de lo que está.
A
Braulio le gusta la radio porque no le obliga a nada. Porque le permite hacer
otras cosas. Porque la puede abandonar cuando quiera, incluso sin apagarla.
Cuando algo le interesa, escucha y cuando el runrún le cansa, se evade y piensa
en lo suyo y oye sin escuchar, como si el aparato fuera una piedra más de la
pared y el sonido algo cotidiano que ya formara parte de la vida del viejo.
¡Qué
tiempos estos! Las noticias se cuentan casi al mismo tiempo que se producen y
las opiniones son tan dispares, tan contradictorias algunas, que parece que
hubiera varios mundos diferentes. Y es que, sospecha Braulio, igual no hay
muchos mundos distintos, pero sí bastantes maneras de entender y de situarse ante el
único que existe.
Qué
tiempos estos en los que, aunque nadie entienda cómo ni por dónde puede llegar
el sonido al aparato, todos dan por bueno que llegue, sin hacer preguntas, no
vaya a ser que les pase como a tía Dolores, que llegó a creer que dentro del
aparato había un hombre diminuto que veía y contaba lo que veía. Braulio
recuerda el incidente como algo muy lejano, cuando El Coco trajo el
primer aparato y lo puso en la cocina, enfrente de la ventana que comunicaba con el mediocasa. Lo colocó en un hueco de la
pared, y para evitar el humo y el polvo lo cubrió con una hermosa cortina llena de colorines y, cuando la mujer preguntó desde la puerta que qué
era lo que sonaba y que cómo podía ser aquello, Félix, que era algo bromista,
le dijo que había un hombrecillo dentro y que si quería verle, que viniera
luego mañana que ahora no tenía tiempo, que tenía una vaca de parto y que no
era cosa de que se malograra la cría por estarse con ella enseñándole cómo
funcionaba el cacharro. Y se fue a avisar a Manolo, su compañero de fatigas en
los días de nieve, y le contó lo de la mujer y entre los dos urdieron la broma
que fue famosa en el pueblo y no tanto en Extremadura porque los pastores no
consideraron conveniente contarla, no fueran a pensar los extremeños que en el
pueblo estaban aún más atrasados que ellos.
El
caso fue que Manolo se escondió en la cocina y cuando Tía Dolores apareció por
la puerta de entrada, El Coco la entretuvo en el mediocasa y Manolo,
viendo por la ventana el atuendo que traía la mujer, bajó el volumen del
aparato, engoló la voz todo lo que pudo y dijo algo parecido a esto: “Y en
este instante entra en ca Félix una señora mayor, vestida enteramente de
negro, con toquilla de lana y pañuelo de merino atado a la cabeza. Se llama Dolores y vamos a
dedicarle una canción”. Y aprovechando que sonaba algo de música, subió el
volumen y bajó la voz y una suave melodía inundó la casa. Pero la tía Dolores
no se enteró de la música porque, en cuanto oyó su nombre y la descripción de su
atuendo, dio media vuelta y salió de la casa como alma que lleva el diablo. Que
no tenía ella ya edad para brujerías. Y no volvió a entrar en la casa de El Coco hasta mucho tiempo
después. Y cuando no tenía más remedio que pasar por delante del corral, la tía
Dolores se santiguaba discretamente. Por si acaso.
RHM. Octubre 2013.
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