A Braulio le
gusta sentarse al solecillo tenue del mes de enero. Al resolano, como dicen en
el pueblo, la cabeza tapada con la boina, las manos en el bastón y la espalda
apoyada en las piedras de la pared. Así; con los ojos semicerrados, pensando;
aunque muchas veces ni siquiera sabe que piensa; o recordando cosas, aunque ya
no recuerda o no quiere recordar porque la memoria es selectiva y a veces se
emperra en traer a la cabeza cosas que le duelen en el alma y otras no es capaz
de recordar ni el nombre de la dehesa donde estuvo a punto de casarse.
A
Braulio casi nunca le interesa la conversación de la sobrina, que suele
parlotear con la vecina mientras borda y borda unas letras inacabables sobre
una tela blanca aprisionada en un bastidor de madera. Pero hoy es otra cosa. Andan
las dos mujeres a vueltas con los cambios que da el mundo, que hay que ver a
donde hemos llegado, que fíjate tú —dice muy seria la sobrina parando el
bordado y mirando a la otra fijamente, como si en esa mirada larga y profunda
se escondiera el conocimiento de todos los adelantos que en el mundo han sido—.
Que ha contado el mi muchacho, que ha
estado aquí el domingo, o el finde,
como dice él, que se fueron a Oporto y que un hombre los llevó al aeropuerto en
el su coche —el del hijo— y que se lo
trajo y cuando regresaron, allí estaba otra vez el hombre con el coche para
recogerlos y que yo pensé que sería un amigo, pero no, que no le conocían de
nada y que eso es un servicio que se puede contratar por Internet, ya ves tú
que qué cosas. Y como la otra no dice nada, la sobrina sigue perorando,
haciéndose cruces sobre lo adelantados que viven en Madrid y que dónde vamos a
llegar.
Pero Braulio hace ya un rato que no
la escucha. Desde que oyó lo del coche, su imaginación, ávida de recuerdos, ha
volado hacia atrás, cuando no había coches en el pueblo y, para ir a El Barco a
por lo más necesario, no tenían más remedio que ir andando por La Lastra o en
el coche de línea que pasaba por La Aliseda. Braulio ha hecho muchas veces los
seis kilómetros que separan los dos pueblos en el coche de San Fernando, unas veces a pie y otras andando, pero
si había que traer pienso o algo de peso, no tenía más remedio que llevarse el
burro, como hacían otros muchos.
Así
que bien de mañana aparejaba el animal y echaba camino abajo por El Castrejón,
que la carretera no le gustaba y cuanto menos fuera por ella, mejor, que
algunos decían que Los Guardias eran algo impertinentes con lo de la circulación por la derecha. Y
cuando llegaba al pueblo de abajo, dejaba el animal en casa de algún amigo o conocido y ellos lo acogían amorosamente, lo metían en la cuadra y le decían
que allí le estaría esperando el burrito para cuando regresara en el coche de
línea, sobre las tres y media. Mismamente como lo que cuenta la sobrina del
hijo en el aeropuerto, sólo que este caso el conductor era él. Claro que alguna
vez, Braulio, que solía poner esos días el aparejo más nuevo al animal para que
los otros no le criticaran, se sorprendía al ver ciertas manchas de estiércol o
restos de heno o de tierra en la manta nueva que arropaba la albarda. Y, aunque
Braulio nada decía al hospedero, le miraba con sorna y hacía algún comentario
intencionado, dirigiéndose al burro,
sobre lo descansado que debía de estar, que se había tirado seis horitas
en la cuadra sin dar golpe. Pero como el otro no se daba por aludido, no iba
más allá porque los burros no tienen cuentakilómetros. Y Braulio sonríe tan
ruidosamente que las dos mujeres se callan
de repente y se le quedan mirando como si le hubiera dado algo.