Era una aldea pequeña y apacible tendida
en la ladera de una sierra larga y fría. En aquel pueblo las mujeres y los
hombres hacían de todo. Ellas tejían jerséis y calcetines, cosían faldas y
delantales y eran capaces de transformar sábanas viejas en hermosos costales
para almacenar el trigo o la harina. Los hombres, todos pastores, cultivaban también
otros oficios: lo mismo hacían un cesto primoroso alternando mimbre blanca y
negra que reparaban un dental. En los tediosos días del invierno gélido cosían
zapatos y zajones, levantaban
portillos o se fabricaban un bello morral con la piel de algún borrego que
cortaban y cosían primorosamente con las leznas que guardaban pinchadas en un
trozo de corcho. Por eso en aquel pueblo apenas tenían profesionales
específicos si exceptuamos a los albañiles, los hojalateros que venían de fuera
o al herrero, que siempre fue el tío Félix, de La Lastra. Tampoco tenían
panadero, ni falta que hacía, porque en cada casa había un horno donde las
mujeres cocían un pan exquisito amasado con el trigo que habían sembrado,
escardado, segado, trillado y molino. Los hombres se cortaban el pelo unos a
otros, por lo que tampoco necesitaban barbero. El tío Agapito era el alguacil
del pueblo.
En
la comunidad de villa y tierra de Piedrahíta, el alguacil tuvo su origen en el
andador medieval, personaje que en la alta Edad Media tenía como misión
fundamental mantener el orden público en las villas y aldeas durante las
grandes aglomeraciones de personas, que solían coincidir con los días de feria
o de mercado. Sus honorarios dependían de un ajuste con el Ayuntamiento y se
completaban con el cobro, en dinero o en especie, a tenderos y vendedores que
acudían al pueblo y cuya mercancía pregonaba el alguacil por las calles de la aldea.
Aunque en algunos lugares, el alguacil y el pregonero eran personas distintas, en
el pueblo, ambos cargos recaían en la misma. Así pues, era el tío Agapito pregonero
y alguacil, todo en uno. Aguacil, como
le llamaban los vecinos cuando los avisaba de los concejos o de la suelta de
los rastrojos. Pregonero cuando su voz ronca anunciaba la mercancía que traía
cualquier frutero, tendero o cacharrero que llegara a la plaza.
Era el alguacil un
hombre alto, enjuto, descarnado y ceñudo que vivía en una casita baja pegada
a la carretera, que en tiempos remotos había albergado la única pensión del
pueblo y que ahora, y aunque él nunca lo hubiera sospechado, había devenido en
bar. Era también un hombre poco amigo de conversaciones estériles con los
vecinos, ni siquiera de esas que rayan con la más elemental cortesía. ¿Está horra la vaca, Agapito?, le preguntó una
vez una vecina por aquello de decir algo. Y a ti qué te importa —respondió el
hombre—. Todavía no te he preguntado yo si están preñás las tuyas. Casi siempre que echaba un pregón, su cara mostraba
un cierto aire de cabreo perenne, como si quisiera protegerse de algo, quizá de
aquella canción que los niños, inocentemente
crueles, entonaban en cuanto oían la corneta
y la ocasión lo propiciaba: Tio
Agapito toca el pito y tía Flora la tambora…
O quizá, con aquella
expresión hosca, quisiera meter miedo a esos niños y a otros mayores; porque el
tío Agapito era de los pocos en el pueblo que tenía árboles que daban peros,
ciruelas y melocotones que los niños y jovenzuelos le robaban cuando aún
estaban duros como piedras, como las piedras que el hombre les tiraba con saña
y riesgo de descalabro cuando se acercaban al huerto y el aguacil se había escondido en la oscuridad antes de que llegaran,
harto ya de que le robaran la fruta.
Quizá por eso los
niños, en injusta reciprocidad, en cuanto la corneta rompía el silencio de las
plácidas mañanas del pueblo, se apostaban en cualquier esquina y le cantaban: Tío Agapito toca el pito y tía Flora la
tambora… y corrían a esconderse por si acaso, aunque en aquellas ocasiones
el tío Agapito sólo se defendiera con amenazas e improperios.
Era el tío
Agapito un maestro echando pregones, siempre anunciados y rematados con un
toque de turuta. De orden del Sr. Alcalde
se hace saber: que al anochecer vayan todos los hombres a la Casa de Concejo para
tratar del arreglo de La Carrera de los Gallos. También ejercía de
pregonero de la Hermandad de Agricultores y Ganaderos sin que la redacción del
pregón variara mucho. De orden del Sr. Presidente
de la Hermandad se hace saber: que el día 17 de este mes quedarán sueltos los
rastrojos y que hasta esa fecha nadie sea osao de meter ovejas ni cabras ni
burros en ninguna tierra bajo multa de mil pesetas. Otras veces, el
pregonero hacía de policía municipal y
se presentaba en cualquier casa, empujaba la puerta y, sin entrar, siempre sin
entrar, preguntaba: “¿Está el amo? No, anda en el huerto, decía la mujer. ¿Qué
le quieres? Que a la noche vaya al Ayuntamiento, que le llama el Alcalde. ¿Y
qué le quiere? Eso ya se lo dirán allí,
respondía invariablemente el tío Agapito. Y lo mismo contestaba si
alguna vecina salía a la puerta un segundo después de que la voz del pregonero
hubiera terminado de vocear su pregón y la turuta hubiera cesado en su soniquete
e, inocentemente, le preguntaba: ¿Qué pregonas, Agapito? Y el alguacil
respondía: Ya se pasó. Tendrás que esperarte a la siguiente. Y se iba sin
despedirse. Quizá por eso le cantaban.
NOTA: Sirva este
relato de homenaje a este y todos los pregoneros de nuestros pueblos, que, en
aras de eso que llaman progreso, fueron sustituidos por un frío e insensible
papel pinchado en un corcho dentro de un cajetín de aluminio y metacrilato.
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