El niño podría revivir una a una las
imágenes del incendio como si hubiera estado presente. Aunque no estuvo. Son
tantas y tantas las veces que ha oído contar el episodio a unos y a otros que
en su mente se ha formado una película de los hechos tan real que no se
diferencia en nada de los acontecimientos, tal como se produjeron.
Los
recuerdos comienzan en la madrugada de un marzo lluvioso, aún en pleno invierno
en el pueblo, allá por los primeros años sesenta, cuando su tía, embarazada y a
punto del alumbramiento, interrumpió su sueño inocente con voces y golpes en la
puerta de la casa materna. “¡Ay, hermanita, ¿te parece que de la casilla de tio
Machorro salen llamas? Levántate, que está ardiendo!” Y la respuesta aterrada de
la madre. “¡Suéltame las vacas, corre. Corta los corniles!”. Y la voz de fuera:
“No, si no es en la casa, que es en la casilla”. Y la madre que salta de la cama
como una exhalación y el niño que corre detrás, los pies desnudos sobre el
suelo helador, hasta que la voz dura de la mujer, voz de miedo, le para en seco.
“Tú ahí quieto. Ni se te ocurra salir de la cama”. Y el niño se acuesta otra
vez, pero ya no vuelve a dormirse. Se acurruca en el lecho, ahora frío y
solitario, y espera.
Pronto suenan
las campanas; tocan a rebato, aunque a aquella hora, todos en el pueblo saben
ya sin ningún error que se trata de algo grave, terrible, que requerirá la
ayuda de todos; y todos, repentinamente despiertos, abandonan sus lechos
calientes. “Es la casilla de tio Diola, que se está quemando” Y allí se van,
hombres y mujeres, provistos de cubos. Algunos, los más precavidos, llevan
hachas y escaleras rudimentarias.
El niño puede ver la organización
casi militar del trabajo. La fila doble –eso sí que es una cadena humana- que
se forma desde el pilón de Abajo hasta la cuadra: en un sentido, los cubos
llenos de agua pasan de mano en mano hasta los brazos vigorosos de los hombres
que, subidos en precarias escaleras de mano de fabricación propia, arrojan con
fuerza el líquido al interior de la casa. En el otro regresan vacíos. Así hasta
que se acaba el agua del primer pilón y hay que alargar las hileras para llegar
al de la plaza. Incluso se piensa en traer la presa. El niño puede ver a los hombres
más jóvenes subidos al tejado, quitando las tejas y hurgando entre las bardas
para cortar las vigas que caen al recinto de cualquier manera, en un montón
informe para terminar de quemarse y morir allí. El niño puede oír el lamento
terrible de la vecina. “Corred aquí, que se me quema la casa!”. Y puede oír
también el bramido terrible, casi salvaje, de la vaca, atada a la viga del
pesebre con un grueso cornil que no
puede romper. El niño puede ver la cara sudorosa y blanca del cura nuevo, un
hombre joven, subido al tejado como uno más. Se ha quitado la sotana y echa
agua y corta palos y tira tejas no como uno más, sino como el que más. El niño
puede ver la cara de alivio de los hombres cuando una especie de pelota gris
chamuscada y temblorosa sale al corral como si retozara. Es el burro. “Ese se
ha salvado porque estaba suelto, pero la vaca…” Inmediatamente después, otra
pelota humeante, ahora marrón, irrumpe en el corral enloquecida. Es la becerra.
“Esa ha salido porque tampoco estaba atada, pero la vaca…”. La vaca, el mayor tesoro y casi
único capital de los dueños de la cuadra, no saldrá.
Cuando, ya entrada la mañana, los
rostros tiznados por el humo, cansados pero satisfechos, se retiran de las
paredes aún calientes, el niño se cuela entre las piernas y se acerca a lo que
ahora no es más que un portillo ennegrecido, y que antes fue una ventana, para
ver los restos del desastre: los dos edificios sin tejado y el suelo lleno de
retejones y piedras negras aún humeantes. Sobre las paredes oscuras y húmedas,
hueras de revoque, se apoyan vigas y palos menores, tizones enormes que lanzan
al sol incipiente un mensaje de desolación y de desgracia irreparable. Y en un
rincón, la vaca, extrañamente entera, pero muerta. El niño ve cómo le atan de
los cuernos una gruesa soga de esparto que fijan por el otro extremo al yugo de
una yunta que alguien ha traído. El niño ve cómo azuzan a las vacas para que
tiren de su congénere, ya inerte, y la sacan a la calle. El niño sabe que la
van a desollar, a sangrar y a repartirse la carne entre todos, a tanto el kilo.
Ese será el primer consuelo que reciban los dueños, sin más seguros ni
indemnizaciones.
Y en la
cabecita del niño se va asentando un respeto profundo hacia estos campesinos,
duros como el pedernal, firmes en sus amores y desamores, moradores de unos
pueblos huérfanos de cualquier ayuda institucional, que dan siempre una bella
lección de solidaridad cuando ocurren estas desgracias. Por encima de lindes,
aguas o ganados.
1 comentario:
Genial como siempre. Gracias Rufino
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