sábado, 14 de diciembre de 2013

DIFERENCIAS

Braulio está medio tumbado en un cancho de las campanas de El Frontón, la espalda apoyada en el duro granito y la mirada perdida en la lejanía, disfrutando de la hermosa tarde de junio y del paisaje que se extiende ante él. Tiene los ojos clavados en las montañas de Gredos, que azulean a lo lejos, envueltas en un halo gris difuminado por un sol brillante, parado encima de Los Collados. Es media tarde. El hombre está de pastor, con las cabras del pueblo, que a finales de la primavera cambian el careo para aprovechar la vainilla de los calabones y el frescor de la altura. Han recorrido hombre y cabras un buen trecho desde esta mañana.
Los animales ramonean en la falda que llaman La Cuesta, medio ocultos por la espesura de las escobas, con los cuernos en alto y los cuellos enhiestos en un afán incansable de comer y comer, como si ese fuera su único vínculo con la vida y, quizás lo sea; los campanillos ponen una nota armónica en el monte, antes silencioso y solitario. Braulio oye, pero no escucha. Tampoco piensa, sólo mira. Mira abajo, como lo haría desde un avión, al pueblecillo que se retrata bajo el cielo azul, con la iglesia al frente, como si fuera el espolón de un barco varado en un mar imaginario que se hubiera secado de repente, depositando al pueblo cuidadosamente sobre el promontorio que forman las dos gargantas.
En el camino de El Pozo, a su paso por el camposanto, hormiguea una figura negra, diminuta. Es una mujer. Braulio imagina una a una las piezas que componen el atuendo de la figurilla que avanza lentamente; puede enumerarlas sin dejarse ninguna: alpargatas de tela negra con el piso de goma, medias de lana, falda y mandil de percal, chambra de tela y rebeca de lana. Un pañuelo de merino anudado en lo alto de la cabeza pone, a veces, una única nota de color al negro absoluto que viste su cuerpo.
Hace ya mucho tiempo que en las entrañas del hombre ha ido calando como lluvia fina un sentimiento de admiración hacia las mujeres del pueblo. En su cabeza se ha ido escribiendo con tinta indeleble la valía de estos seres insustituibles que atienden la casa, el campo y los animales, y que son la imagen principal de la familia.
Seguramente la mujer de negro que camina hacia Las Alhóndigas se ha levantado con el alba, con el marido, si es que este no está en Extremadura, ha encendido la lumbre y preparado el almuerzo; ha soltado las gallinas y echado de comer al guarro. Ha ordeñado las cabras y las ha dado un pienso antes de llevarlas a la plaza. De regreso habrá traído un cántaro de agua. Ha preparado a los niños para la escuela y, quizás, haya atendido cariñosamente a alguno de los mayores que envejecen en la casa y que mueren allí. Es posible que haya amasado una buena hornada de pan tierno y sabroso y, porque aún no es tiempo, que si lo fuera, habría ido a llevar el almuerzo a los coritos, habría dado la vuelta al heno, habría hecho la comida y estaría dispuesta para recoger algún prado por la tarde. También habría sacado tiempo para regar algún huerto. Incluso podría estar hoy de cabrera con Braulo o de vaquera en la dehesa o con la pastoría en algún lugar remoto, lejos de casa… O echando cargas, caminando detrás el burro a la vez que teje unos calcetines. Si fuera tiempo, la mujer habría ido con el hombre a uñir la yunta, se habría hartado de cavar allí donde no llegara el arado; le habría ayudado disciplinadamente a recoger los bártulos y, al llegar a casa, mientras el marido descarga los aperos y se sienta en el poyo, ella preparará la comida, incansable, como si el trabajo duro no hiciera mella en su cuerpo frágil, como si no necesitara cuidados. Sin más recompensa que la satisfacción de hacer bien lo que hay que hacer.
El hombre, sin embargo, regresará casi siempre cansado de segar, de arar o de la leña y se echará la siesta sin más merecimiento que su propio egoísmo, fiándolo todo a su condición masculina. A su condición de macho que emigra a Extemadura, dejándola sola con vacas y niños, para aportar el escaso peculio que servirá para comprar lo imprescindible, lo estrictamente necesario, aquello que las manos sabias no pueden elaborar. Reposará sin un átomo más de cansancio que la mujer que friega en la cocina, que vuelve a dar de comer a las gallinas y a los guarros y se prepara para las faenas de la tarde, o del día siguiente cualesquiera que sean, dispuesta a mantener funcionando el hogar.
Braulio recuerda y ama. Ama a estas mujeres, dueñas y señoras de la casa, de la hacienda y de los animales. Admira a estos seres capaces de imponer su voluntad sin ninguna dureza, dejando siempre al hombre en buen lugar: a ver qué dice el hombre... dirán si se les pregunta, aunque luego se haga lo que digan ellas. Ama a estos seres que poseen unos conocimientos justos, pero que son capaces, sin embargo, de gobernar la casa para que la comida y el pobre dinero que administran lleguen a todos los sitios y duren todo el año.
Braulio se levanta trabajosamente, camina un poquito, estirando las piernas y se acerca al mozalbete que duerme profundamente unos metros más allá, ajeno al paso del tiempo, tirado encima de una dura lancha cuan largo es, como un lagarto; lo golpea suavemente con la punta de la garrota y, antes de que se incorpore, no puede evitar decirle: “anda que no tienes suerte ladrón, suerte de haber nacido macho”.

RHM. Diciembre 2013

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