martes, 2 de abril de 2013

NEVADA


NEVADA
Cuando se acostó anoche ya se malició de lo que podía ocurrir. Durante toda la tarde había hecho un frío que pelaba y un airazo que amenazaba con tumbar robles y chimeneas. Y luego, sobre las nueve, templó. Se paró el aire y una calma extraña y algo irreal invadió el pueblo. Braulio metió la pala dentro de casa, detrás de la puerta, y fiel al refrán que sentencia que “a las diez en la cama estés y si puede ser antes, mejor que después”,  intentó un último calentón en la lumbre casi apagada y se acostó. Se arrebujó entre las mantas y esperó hasta que el sueño pudo con los pensamientos lúgubres que le rondaban por la cabeza.
Cuando se despertó de madrugada, no le hizo falta levantarse para saber que había nevado. Aunque aún no había amanecido, por entre la rendija que separaba la puerta de arriba y la de abajo se filtraba una claridad premonitoria. A Braulio le gustaban aquellas puertas, comunes en todo el pueblo. En el buen tiempo, se cerraba con un tranco de madera la de abajo para que no entraran las gallinas ni los perros y se mantenía abierta la de arriba para tener algo más de luz y, también, para enterarse de lo que pasaba en la calle. Pero esta puerta, vieja como la casa, había ido desajustándose y no cerraba bien. Por eso entraba por la rendija aquella claridad lechosa. Ocurría siempre que nevaba.
Se acurrucó en la cama e intentó dormirse otra vez sin conseguirlo. Estaba algo inquieto y en cuanto clareó un poco más, se levantó, se metió los pantalones y las botas y abrió la puerta superior. Era mucho peor de lo que había imaginado. Un manto blanco, no exento de belleza, ocultaba calles, ventanas y tejados por igual. La ausencia de viento había propiciado que la nieve se depositara mansamente sobre el suelo, sin amontonarse, escondiendo cualquier tipo de huella indicadora de que allí había vida. Una claridad grisácea envolvía las casas difuminando los contornos como en un dibujo mal acabado. El silencio era total.
El hombre había visto muchos nevazos en su vida, pero cuando abrió la puerta, no sin cierta dificultad, y comprobó que la nieve cubría casi totalmente la de abajo, tuvo la certeza de que aquel era extraordinario. Al menos él no recordaba algo así en los años que llevaba en el pueblo, desde que dejó Extremadura. Braulio cerró y se dirigió a la sala para terminar de vestirse. Además de los pantalones de pana, se puso una camiseta de felpa, una camisa de lienzo, un jersey gordo y, encima, la chaqueta, también de pana. En los pies, bien abrigados por unos calcetines de gruesa lana, se calzó unas botas altas, de goma, de las que usaba para regar los huertos. Detrás de la puerta de entrada, de un humilde clavo, colgaba la  pelliza, imprescindible en aquellos días.
Ya vestido, se dirigió a la cocina, sacó un puñado de escobas de debajo del escaño, las colocó encima de las morillas y las encendió. Aún quedaban un par de estillas tiznadas de negro de la noche anterior que el hombre colocó encima de los gramujos con mimo. Cuando la lumbre cogió fuerza, arrimó un puchero de agua, esperó a que cociera y echó una buena cucharada de café molido, cubano por más señas; de ese café que no se podía comprar y que, sin embargo, todo el mundo tenía en casa. Cuando estuvo a punto, lo coló en un tazón de barro, vertió encima un poco de leche directamente de una perola de porcelana azul y migó una buena rebanada de pan; se sentó a la lumbre y comió como si no pasara nada, aunque el hombre sabía bien que sí pasaba.
La nieve, tan necesaria para el campo, alteraba radicalmente la monótona vida del pueblo, de manera que en los diez o quince días que duraba el nevazo cualquier trabajo giraba obligatoriamente en torno a ella. 
En cuanto apuró el último sorbo del tazón, Braulio tomó la pala y fue abriendo un caminillo estrecho, una vereda, más bien, hasta la casilla; subió al pajar, abrió el agujero del gallinero que tan cuidadosamente tapaba todas las noches para evitar que la zorra acabara con las gallinas y se dispuso a preparar el almuerzo para las vacas con la certeza absoluta de que no podría sacarlas al campo, sino que tendría que apañárselas, como en otras ocasiones, para darlas de comer y de beber, sobre todo de beber. Una jodienda todo, especialmente, esto último. Porque las vacas de Braulio son seres algo extraños, tan agresivos a veces que, cuando se juntan con otras, se envaran, agachan la cabeza y hacen cara dispuestas a pegarse con cualquiera que se cruce en su camino. Así que hay que tener la precaución de que no se junten con las del vecino ni con otras. Además, son también algo caprichosas: una sólo bebe en el pilón de arriba, eso suponiendo que beba, con otra hay que tener cuidado porque mucha agua le da dolor de barriga y la chotona, que está como una cabra, aunque sea vaca, puede hacer cualquier cosa, como echar a correr hacia donde se le antoje hasta que el cansancio la rinda y el frío la obligue a regresar. 

Todo esto le ronda a Braulio por la cabeza mientras va repartiendo el heno a los animales, un brazado para cada uno, moviéndose entre las vacas como Pedro por su casa. Y, además,  están las cabras, que, seguramente, tampoco podrán salir, y el burro y menos mal que él no tiene muchachos, otros seres especiales acostumbrados a la libertad de la calle, que entran y salen y vuelven a entrar, siempre con los pies calados y los dedos yertos de frío. Eso por no hablar de la carretera. Porque no tardando mucho sonarán las campanas y todos los hombres del pueblo, se presentarán en la plaza, cada uno con su pala, para abrir camino, por lo menos hasta los prados de la Aliseda, que no es cosa de que alguien se ponga malo y el médico no pueda subir o de que venga alguno de los de Madrid y no pueda llegar, como pasó en un pueblo vecino, que dijo el Alcalde que no se abría, que se apañara el que viniera y el que vino al rato fue su propio yerno. Y total, para qué. Si el tiempo se alborota, puede ocurrir que abran por la tarde y que por la mañana esté igual que antes. Pero como hay que hacerlo, pues se hace. Y el barro. Braulio sabe que hay que prepararse, si regala, para andar todo el día con las botas en los pies porque las calles se convierten en un chapinal de barro y lodo. Claro, que aun puede ser peor, porque si le da por helar, los caminos y las calles se cubren de pared a pared de unos témpanos duros y brillantes que impiden el paso de hombres y animales. Los más viejos del lugar dicen entonces que hay que tener cuidado con las liebres.
Así que ahora, que Braulio ya no tiene vacas ni mas obligaciones que atender  que las propias, ahora que viene la quitanieves de la Diputación en cuanto caen cuatro copos, ahora que ni siquiera tiene gallinas que destapar, cuando oye decir a los forasteros que vienen los fines de semana  que qué precioso está todo, tan blanco y que tendría que nevar más a menudo y que ojalá caiga más y se queden incomunicados y no puedan irse a Madrid, Braulio no puede menos que recordar la frase que tantas veces oyó a su madre cuando alguien pedía que nevara. “En las tus costillas. Que toda la que tenga que caer, caiga en las tus costillas”.
RHM
Marzo 2013

No hay comentarios: