jueves, 5 de noviembre de 2015

NUEVAS TECNOLOGÍAS

     Ahora que se habla tanto de las nuevas tecnologías, me permito presentaros el primer acercamiento que tuvimos en el pueblo a tan magnos adelantos. Fue allá por los sesenta. Hasta entonces siempre habíamos separado el grano de la paja, una vez trillada la mies -como manda El Evangelio-, con la ayuda del viento. Ya se sabía: si hacía aire, se lanzaban horconadas de mies hacia arriba para que el viento hiciera volar la paja unos metros mientras el grano caía por su propio peso a los pies del limpiador. El problema era que el aire, siempre caprichoso, podía aparecer a cualquier hora, incluso por la noche o de madrugada, lo que obligaba muchas veces a los sufridos campesinos a dormir en la era. Incluso, podía no aparecer en varias jornadas, con lo que la parva se eternizaba, expuesta a cualquier inclemencia porque ya se sabe que La Naturaleza o quiénquiera que mande allí arriba no suele tener en cuenta las necesidades de los hombres del campo e, incluso, algunas veces parece manifestarles una hostilidad fiera. 
     Estas y otras razones, como el exceso de trilla para tan poca era, fueron las que decidieron al abuelo invertir en la máquina, como siempre la llamamos. La máquina; porque sólo había una y no existía ninguna posibilidad de confusión. Así fue como los yernos y el hijo fueron a Piedrahíta, a la feria de labranza y compraron el aparato que veis. En la parte trasera figuraba el nombre, digo yo que sería de la casa madre: La Ceres, bella denominación latina que entonces no entendíamos, pero que nos gustaba por aquello del cereal.


     La máquina llegó al pueblo en un camioncillo, pasó unos días en el corral del abuelo y desde allí, tirada por una pareja de burros, fue llevada a la era ante la expectación general y encerrada en una caseta fabricada al efecto y de donde sólo salía para limpiar.
     Trabajar con ella era todo un adelanto, porque las parvas se trillaban y limpiaban inmediatamente después, por lo que no era raro escuchar a los vecinos o a los transeúntes: ¿Ya habéis recogido el centeno? Claro, vosotros como tenéis máquina. Y aunque notábamos algún retintín, también observábamos cierta admiración.
     Hacer funcionar el aparato requería de una cierta habilidad que fuimos consiguiendo con el tiempo. Si bien no todos poseían la técnica depurada que se aprecia en el vídeo,-sin duda alguna, un profesional contratado para tal fin-, todos fueron aprendiendo que era mejor accionar la rueda sólo con los brazos que con todo el cuerpo y, aunque limpiar era cosa de hombres, algunas intrépidas mujeres de la familia también quisieron probar alguna vez. Todo hubiera ido mejor con un motorcillo acoplado a la rueda motriz, pero nunca se puso porque entonces la mano de obra era barata, sobre todo la de los mozos que estábamos de vacaciones e ir mucho más allá con la tecnología en manos de muchos no parecía conveniente
Luego llegaron otras al pueblo, pero ya no fue lo mismo.
RHM
Nov2015

domingo, 1 de noviembre de 2015

CROSS DE LOS PASTORES




     Os pedimos que vinierais y vinisteis. Vinisteis para demostrarnos a muchos que soñar es posible; y nos tuvisteis soñando toda la tarde, aquella hermosa tarde del primer día de agosto. Hasta entonces habíamos hablado muchas veces con los organizadores del evento; nos habíamos brindado a colaborar en lo posible, nos habíamos inscrito como voluntarios, pero siempre albergando una duda en nuestro  interior: ¿Vosotros creéis de verdad que alguien se va a atrever, a primeros de agosto, a las seis de la tarde a subir corriendo El Cerro arriba hasta el regajo de Los Cachorros, entrar en la dehesa, atravesar El Cervunal, saltar a lo de Navasequilla, bajar por Los Espinillos, cruzar el pueblo por delante del bar y llegar al punto de salida por ese camino de cabras que es la vereda de la Joyuela? 
     Pues sí. No sólo hubo alguien, sino que hubo muchos y ahí queda la prueba para que los incrédulos como el que esto escribe puedan seguir soñando. Muchas gracias.

jueves, 22 de octubre de 2015

NIÑOS




El niño estaba tendido cuan largo era debajo de un roble, sobre el santo suelo, leyendo con avidez un librillo arrugado y lleno de manchas. Leía ajeno a todo; ajeno al sol que le caía de plano sobre las piernecillas desnudas, ajeno a los cantos en la era vecina, ajeno a los niños que jugaban con un perrillo que corría por el prado, esperando quizá un trozo de pan del pastor que guardaba cuatro borregos tan flacos como él. Ajeno, incluso, a la voz de su padre que ya le había llamado dos veces.
Era un niño enclenque, de unos diez años, que tenía que aprovechar que aquel libro viejo y cochambroso hubiera caído en sus manos. Un libro ajado que, sin embargo le transportaba a un mundo de ensueño, porque el niño era un ser bastante fantasioso, capaz de tramar y de creer las aventuras más extraordinarias. El librillo era una leyenda mínima que glosaba las hazañas de Guillermo Tell.
Cuando llegó a la última página, el niño cerró con cuidado el libro y se dio la vuelta, de cara al cielo limpio y azul. Su imaginación volaba libre, como vuelan los pájaros, repasando la historia que acababa de leer. El cantón de Uri podría haber sido el término del pueblo, tantas veces recorrido, aún a tan corta edad. El niño veía la plaza, tan parecida a la suya, veía el palo erguido en el centro, tan parecido al suyo; veía la imagen del gobernador, que podría ser el alcalde, no porque fuera malo, sino porque era la única autoridad que conocía. Y se veía él. Se veía rebelándose contra la orden absurda de saludar a un muñeco; se veía con el arco a la espalda y veía la manzana sobre la cabeza de un hijo imaginario. Se veía apuntando con pulso firme, ajeno al gran corro de gente anhelante, que apoyaba su rebeldía; y veía la manzana partida en dos limpiamente. Luego, contestaba altivo a un Gessler imaginario que le preguntaba por qué había colocado dos flechas en la ballesta.
El niño se giró y volvió al libro; buscó la primera página y encontró el nombre del autor: Egidio  Tschudi.  ¿Quién sería tal Egidio? No tenía ni idea, pero seguramente habría sido un niño como él; un niño amante de los cuentos de su tierra que se quedaría embobado oyendo a los más viejos contar historias de lobos, de caza, de pastoreo o de cualquier cosa. Seguramente, el tal Egidio habría disfrutado tanto como él con la lectura de libros que hablaban de héroes legendarios que se lanzaban al mundo sin miedo al hambre ni al peligro. Hombres que eran capaces de dar su vida por una idea. Y de repente, pensó que ya no quería ser como Tell, sino como Egidio, porque Tell solo había uno y su historia ya había sido contada, pero siendo Egidio podría fabricar tantos Guillermos como quisiera. Podría fabricar un Tell pastor que luchara contra los lobos, un Tell cazador que recorriera los lindones detrás de las perdices y lo conejos; podría fabricar un Tell que ensalzara la amistad, que contara historias del pueblo y, sobre todo que las conservara.
Entonces oyó de nuevo la voz del padre:
-Miguel, esta es la tercera vez que te llamo, ¿quieres venir al trillo de una puñetera vez?
Y el niño se levantó despacio y se encaminó a la era. Se llamaba Miguel, pero podría haberse llamado Mario, o Ernesto, o Camilo. Podría haberse llamado como  cualquiera de los hombres y mujeres que adornan la imaginación de los niños que aman la lectura.
RHM
Octubre 2015

lunes, 29 de junio de 2015

NOCHE DE SAN JUAN




Braulio no es un hombre de letras, pero le hubiera gustado serlo por muchas razones; una de ellas para profundizar en los misterios de la vida. A Braulio siempre le han interesado esas historias algo oscuras que intentan descifrar enigmas de otros tiempos: que si el prado de Las Ánimas –cuántas veces lo ha segado Braulio- se llama así porque fueron las campanas llamando al rezo un dos de noviembre las que guiaron hacia el pueblo a dos viajeros que venían de Piedrahita y que andaban perdidos porque la niebla había borrado el camino. O la Cama de la Virgen. Braulio, que es un hombre realista, sube cuando puede y cada vez puede menos y se queda pensativo delante de la losa libre de musgo, igualita que una cama con su almohada y todo. Dicen que allí se apareció La Virgen, pero que, ante lo intrincado del terreno, decidieron edificar la iglesia más abajo, en el collado que corona le puertecillo. Sea o no cierto, a Braulio el lugar le produce un cierto recogimiento, como si los canchales, mudos testigos de la Historia, quisieran transmitirle algún secreto.

Una vez que Braulio andaba de cabrero, sentado en lo alto de un risco, observando la piara de cabras que ascendía plácidamente en armonioso careo desde el Cancho de la Mula, vio subir a dos hombres de negro. Uno era el cura nuevo de Horcajo y el otro no le resultaba conocido. Braulio aguzó el oído y oyó decir al de la sotana que La Cama era un lugar santo y no sólo para los cristianos; que la piedra podría haber sido un altar de sacrificios para los vetones  -dijo vetones o algo así-, que fue un pueblo adorador del sol y de las piedras; y dijo también, que en el solsticio de verano, al amanecer, el sol se alineaba de una manera tal que sus rayos iluminaban la piedra y… Y no oyó más.

Muy interesado, se presentó a los dos hombres, que le saludaron muy amablemente, pero no se atrevió a preguntar. Hablaban ahora de los romanos y decían que la mayoría de las fiestas cristianas tienen un origen pagano, por ejemplo, la noche de San Juan. Y fue oír lo de San Juan y Braulio se olvidó del rebaño –al fin y al cabo, las cabras se sabían el careo de memoria- y, algo más atrevido, le preguntó al cura por el origen de tan señalada fecha que los mozos del pueblo celebraban enramando a las mozas y cantándoles unas hermosas canciones que Braulio podía recitar de memoria. Cantarlas no, porque entre las virtudes Dios le dio, no se encontraba la del canto.

                El cura, que parecía un buen hombre, le dijo que el 23 de junio era una noche mágica en toda España. Y que la mayoría de los pueblos antiguos celebraban el solsticio de verano de una u otra manera. Aclaró que el solsticio era la entrada del verano, por lo que era una fiesta relacionada con el sol, el calor y el fuego, que tenía su origen en los dioses Hefesto y Vulcano, griego uno y romano el otro, ambos relacionado con el fuego y los volcanes.  De ahí que en muchos lugares se encendieran hogueras y en otros se pasara por encima de las brasas saltando con los pies desnudos mientras se pedía algún deseo. El cura continuó diciendo que estas fiestas eran siempre purificadoras –el fuego lo purifica todo, dijo-,  por lo que, en algunos sitios de Galicia se hacían hogueras en la playa y se arrojaban a ellas prendas y enseres de los que los hombres y mujeres querían deshacerse. Y en sitios como este, añadió, era muy probable que las gentes hubieran subido a estos riscos la mañana de San Juan para ver salir el sol y formular también algún deseo. Y Braulio no está seguro del todo, pero juraría que en la cumbre que pisan, aunque no sea la más alta del pueblo, es donde primero pinta el sol por las mañanas.

                El acompañante del cura, que hasta el momento había permanecido en silencio, recalcó que la noche de San Juan, no sólo era purificadora, sino que también era mágica y que él había conocido un pueblo en Orense cuya iglesia había quedado sumergida por una laguna o un pantano y que en la noche de San Juan se oía tañer las campanas. También se cree que esa noche otorga a las hierbas beneficios especiales, por lo que la gente salía a los campos a recogerlas y las guardaba durante todo el año. Y Braulio dijo sin poderse contener que eso era lo que hacía su tía Vicenta, que recogía la flor del sabuco y la guardaba en el sobrao, colgada en unas cuerdas y cuando alguien en la casa tenía dolor de muelas o de tripa, la vieja le hacía una tisana con la flor y que el dolor se le quitaba.

                Braulio contó lo de la flor y se calló, algo sorprendido por el interés que mostraba el desconocido que enseguida le preguntó si en el pueblo no hacían alguna otra cosa la noche de San Juan. Y Braulio, animado por la pregunta, les contó que los mozos solían cortar ramos de calabón y se los ponían a las mozas en alguna ventana de la casa, preferentemente en la de la sala donde dormía la muchacha, a la vez que le cantaban. Y los más enamorados y otros que estaban de semana en Gredos, traían los ramos de cambrión, algo más amarillos y más duraderos que los del pueblo. Y Braulio tiende la mirada al sur y se recrea en el enorme paisaje amarillo que sube desde Risco Redondo hasta las nieves de El Circo.  El hombre le preguntó si recordaba alguna canción y Braulio le dijo que sí, pero cuando le pidió que la cantara, el viejo se negó por lo que el otro se tuvo que conformar con que se la recitara, cosa a la que Braulio no pudo negarse. Así que engoló un poco la voz y declamó:
Mañanita de San Juan
se verá quién son las mozas
las que a la ventana tengan
un buen ramito de rosas
Y cuando el hombre le preguntó por el estribillo, Braulio no se pudo contener y se arrancó a cantar:
Levántate
que ya es de día 
que ya se ve
que ya es la hora
de venirte a ver

     Y se quedó a cuadros cuando vio que el hombre sacaba una libreta y apuntaba las canciones al dictado de Brulio.















































                Cuando terminó, le preguntó si podría contarles alguna anécdota sobre el enramado y Braulio les dijo que sí, pero que tendrían que dejarlo para otra ocasión porque las cabras habían coronado ya la cumbre de El Sillar y estaban llegando a las tierras de La Fuente Fría que estaban sembradas de patatas y que no era cosa de que por contarles el episodio de tía Jeroma y tio Andrés fuera él a tener un disgusto. Así que agarró la garrota y echó a andar camino abajo, feliz por haber aprendido algo más.

RHM
Julio 2015